Este Mundial es todo pecho y barriga, de burócrata obeso, sin pies ni rostro, con más náuseas que conciencia crítica. Un Mundial de grasa, de grasa mala. Con pena de patria chica, donde se esconde los muertos, la sangre y el trabajo esclavo. No le cabe más felicidad, ni más trampas, en el cuerpo. Ha deglutido desde lo esencial a lo más etéreo, convertido en un producto con el precio en la solapa. Se ha hecho viejo antes de tiempo. Le crujen las arrugas, las costuras, las cicatrices.
Un Mundial de “pandereta”, excluyente, de misoginia explícita, corrupto, cautivo. Un páramo deshabitado donde el tiempo humano no existe. Donde miles de muertos deambulan calmos por los estadios mudos levantados sobre la arena blanca. Muertos de los que no se habla, de los que no se dice, en los que no se piensa. Esa violencia obscena, salvaje, irracional, que mata por ser pobre, vulnerable, desprotegido. Una violencia que envilece, que desnuda esa mirada cómplice, tan ligera de piel y huesos. Un fútbol que se para y se va vaciando, como un cadáver vivo. Un alma mansa que se ha olvidado de su pobreza. “No hay medicina que cure el origen de clase, ni siquiera el dinero que puede acompañarte luego, o el prestigio social que adquieras. Es una herida de cuyo dolor te acompaña siempre, incluso ante tus propios hijos ya desclasados sacas las uñas de animal de abajo”, dice la prosa de Rafael Chirbes. Entre la “fiesta” y la náusea, el fútbol se ha quedado con la “fiesta”, esa suntuosa escenografía del vacío.
Nuestro verdadero equipaje son las emociones, las ideas, lo que sabemos, lo que hemos leído, soñado, deseado, nuestras pasiones, y los placeres que nos hemos otorgado. Como no ser entonces el novelista de tu propio fútbol. Escoger los tiempos, los amigos, los espacios, saltar la verja de tu casa y acceder al potrero lindante para jugarte un “picadito” en la imaginación de tu cabeza. Crearte tus gambetas, tus quiebros, tus amagues. Ese instante en que sufres el delirio de creerte eterno. Esa vida olorosa que el fútbol y la imaginación te permiten. Ese embrujo festivo que engancha, contagia, cautiva. Cómo decirle entonces que “sí” y que “no” a este Mundial. Cómo decirle que “si” y que “no” a la misma fiesta. Cómo saborear una gambeta con tanto desasosiego en el alma. Cómo decirle que “sí” al fútbol de nuestra infancia, de nuestra madurez, de nuestra vida, y decirle que “no” al fútbol de este Mundial. Cómo.
Este es un Mundial dominado por la “cultura de la exclusión”. Una opresión concreta, de poder y sumisión, derivados de una estructura social jerárquicamente explotadora. El desprecio subyace a toda forma de dominio, y como recurso legitimo para imponer un orden social establecido. Para que progrese es necesario colocar a las personas contra las personas, distorsionar los hechos, atacar la disidencia, y declarar los movimientos de emancipación social como amenazas. La influencia de la inhibición y la represión en la conformación de la sociedad autoritaria es la causa y el origen de la ausencia de libertad en general.
Este espíritu ideológico se inoculó en la sangre de este Mundial. Repartió “bofetadas” de eufemismos semánticos para enmascarar relatos degradantes, de enorme pureza moral, en las restricciones al colectivo LGTBI. Se enroscó en un silencio obsceno y grotesco en torno a la muerte descarnada de aproximadamente 6.000 trabajadores fallecidos en la construcción de sus estadios e infraestructuras. Un silencio amparado por la complicidad de los medios hegemónicos, y de una justicia americana extremadamente rigurosa con la corrupción de la FIFA, y ciega, muy ciega, con los fallecidos de un Mundial organizado por la misma entidad que llevo a los tribunales. Curiosa paradoja de este mundo boca abajo donde los sobres y los muertos conviven de forma desigual en esta realidad tan deshilachada.
Este Mundial no ha dejado nunca de ser un desierto vacío, deshabitado, lleno de cáscaras de escorpiones. Las vidas que se fueron se abisman sobre un aire espeso de tristeza infinita. A la “fiesta” se le exige que busque soplos de vida en las esquinas, que imponga su alegría, y que ilumine esos deseos que se pueblan como sueños.
Sabemos que el hartazgo no se va a convertir en protesta. Pues entonces, soñemos. Soñar es otra manera de vivir, más libre, más plena, más auténtica. Soñemos con el deleite de un quiebro limpio de Mbappé o con una gambeta elegante de Messi, pero también con esas historias mínimas de soledad, de pobreza y de muerte. Soñemos con este fútbol nuestro del alma mía, y con el placer de detener un poco, solo un poco, este tiempo descarnado de esa desmesurada desigualdad que nos devora.
Por José Luis Lanao
(*) Ex jugador de Vélez, clubes de España, y campeón del Mundo Tokio 1979