Intrigas de campaña
Crece el temor en el oficialismo. A pesar de que casi siempre gana en la provincia de Buenos Aires y que, de acuerdo al vulgar criterio de que es la “madre de todas las batallas”, esa favorable alternativa le alcanza luego para llegar a la Casa Rosada.
Podría repetir el triunfo en este 2023, según las encuestas, pero nadie arriesga que la consecuencia derive en un paradero presidencial: importa el tamaño de la presunta victoria, que hoy no parece suficiente ni holgada –según los mismos sondeos– para compensar la derrota en otros territorios. Inclusive, en el mismo distrito bonaerense: la penetración peronista en la pobreza del Conurbano ya no ofrece las garantías electorales de antaño para cumplir siquiera ese propósito en el resto de la provincia.
De ahí que Cristina impulse la unidad, la liquidación de internas y avale la fórmula Kicillof-Insaurralde: ambos deben asociarse en lugar de competir, consagrando un mix de La Cámpora con los “barones del Conurbano”, matrimonio de conveniencia y de explosivo desenlace si no hay mucho para repartir.
Pero la necesidad apremia, los tiempos se acortan. Y la infractora a sus propias convicciones, Cristina, ha tentado otra vez a un denodado seguidor de Lomas de Zamora, el Insaurralde convertido en ministro bonaerense, a quien seduce con la opción de mantener el dominio del distrito con un vicario y tocar la campanilla en el Senado. Como ella. Si es que aprende a ser como ella. Esa oferta lo distrae a Insaurralde hasta de ciertos conflictos domésticos.
En ese curso de traicionarse a sí misma y unificar intereses tragándose sapos, la Cristina Comandante mandó parar: cesen los tiroteos contra Alberto Fernández, lo llamó por teléfono y cambiaron fichines de metegol: armar una mesa con opinadores de los dos lados a cambio de garantizar una interna para que participe el Presidente, quien a pesar de sus raids por el interior, todavía no logró que ningún gobernador diga: “Este es mi hombre”. Pero aún tiene firma o la capacidad más importante de no firmar (no lo hizo en el tema del juicio a la Corte).
A la vice no le sirve una ruptura, menos tener en contra al mandatario si pretende desmontar el Poder Judicial y avanzar sobre ciertos medios de comunicación. Por ese giro quedaron expuestos Wado de Pedro, un desleal con el jefe de Estado porque no lo habían invitado a un tea shower con Lula perdiéndose la foto (ya todos saben lo mucho que le importan para su álbum, recordar el papelón con Messi a su llegada a Ezeiza desde Qatar) y Andrés Larroque, un periquito más que cuervo, repetidor en público de las palabras que Cristina dice en privado. Sin desviarse un milímetro. Por ejemplo, al referirse a Alberto, sostiene: “Es un ingrato”, misma síntesis de la dama. A ella le falta una escena a lo Melato, como en el tango. Y a él, un diccionario de sinónimos.
Opositores ranas. Misma tendencia a la falsa unidad en la oposición, digiriendo sapos como si fueran ranas exquisitas, todos asustados con la derrota en el caso de ir divididos. Igual que el oficialismo. Basta, en ese sentido, observar el viaje de Rodríguez Larreta para hincarse con Macri en el Sur en su vocación de heredero. Ninguno se sale del corral, aunque reclaman que el ex mandatario defina: requieren un jefe, un candidato, para que arrastre a los aspirantes del interior, les otorgue identidad y conocimiento. Como hizo Raúl Alfonsín con Armendáriz en la provincia de Buenos Aires.
El alcalde volvió más preocupado a la Capital luego del periplo: el ingeniero lo interrogó por temas operativos, prácticos, como si fuera a gobernar. Como si estuviera gobernando y el resto de sus contertulios en Cumelén fueran parte de un shadow gabinete.
Esa tarea de Macri también inquieta a Patricia Bullrich. Sabe que su jefe analiza encuestas que la benefician en la provincia de Buenos Aires (en particular en las secciones primera y tercera), justo donde Ritondo no arranca y Santilli parece agobiado por cuestiones judiciales. Le comentan a Bullrich que podría convertirse en una gran rival para Kicillof. No la convencen. Pero tiene su propio miedo: alguien le recordó que Macri siempre tuvo la idea de candidatearla como gobernadora. Antes no pudo y si ahora él llegara a ir por la presidencia, esa alternativa vuelve a florecer.
Rodríguez Larreta se incomoda con estos movimientos –no ve que lo incluyan en el tablero– pero confía en que será el postulante final. Tiene capacidades diferentes frente a los otros, una fe dineraria que mueve montañas. Le duele no dormir porque sus amigos lo cuestionan:
- Le imputan padecer el síndrome de Estocolmo con Macri, la debilidad del secuestrado por el secuestrador.
- Cruzó la raya en la magninimidad de promesas, asegurando que si llegara a ser presidente, debería tener un gabinete de 300 ministros. Por lo menos, Redrado a Cancillería, Schiaretti jefe de Gabinete, Pichetto ministro del Interior, Lacunza a Economía, media docena más para Macri, otra media para los radicales de Morales (atención como variante que se acercó de nuevo Ernesto Sanz al ingeniero, Maxi Abad es su corresponsal en la provincia de Buenos Aires), algunos para gente de Carrió además de comprarle la última colección de sus vestidos en su taller de haute couture, otros tantos para Bullrich. Ni hablar de lo que demanden los propios o los peronistas incorporados, el campo, la CGT, la Iglesia o los grupos sociales a los que es tan sensible. Por no hablar del género ni los auto percibidos.
- Otro reproche es la notoria influencia de su novia, Milagros Maylin, quien según dicen le cambió la conducta, le otorgó otra energía, le modela la campaña y, como siempre, ejerce ascendencia política sobre preferidos y castigados. Igual que cualquier esposa.
- Más angustia a su entorno le produce el hilo comunicativo del jefe de Gobierno con el gelbardiano Sergio Massa, al que nunca podrán considerar rival. Como si fueran adultos dirigentes europeos. Tanta relación de ambas partes genera sospechas. Más de uno se pregunta por el trío que forman con el radical Gerardo Morales, otras adyacencias comerciales y la exagerada comunicación para sellar ambos un mismo aumento salarial de 60% en la administración pública. Madurez cívica, parece. No son muchos los que creen en ese sueño.
Por Roberto García – Perfil