En 1978, el cura Mario Leonfanti, uno de los fundadores del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, impulsó un espacio para contener a las familias de las víctimas del terrorismo de Estado. A cuarenta años de la recuperación democrática, un informe especial del equipo de Video de Télam registró recuerdos de aquella experiencia.
Hace 45 años, en plena dictadura cívico militar, comenzaron a realizarse en el Instituto Nuestra Señora de los Remedios, en el barrio porteño de Parque Avellaneda, las reuniones que terminaron gestando el “Taller de apoyo a familias afectadas por la represión y la tortura”, una iniciativa que encabezó el párroco del lugar, el cura salesiano Mario Leonfanti.
“Era lindo llegar a un lugar y encontrarnos con los chicos los sábados, sobre todo cuando éramos más chiquitos” porque “el sentido era jugar y después fue cobrando otras aristas de compartir historias y emociones”, rememora Julieta Risso, hija de Norma Puerto de Risso y Daniel Risso, ambos desaparecidos, y una de las por entonces niñas que participan del taller.
Aquella fue una experiencia colectiva que encontró en esa Casa Salesiana, de la mano del padre Mario, como lo llamaban en el barrio, el espacio necesario en el que talleristas, vecinos, feligreses y profesionales fueron forjando las herramientas para contener a decenas de niños, niñas y adolescentes que eran víctimas del terrorismo de Estado, en muchos casos, testigos de cómo el régimen cívico militar secuestró a sus padres o a familiares.
“Era lindo llegar a un lugar y encontrarnos con los chicos los sábados, sobre todo cuando éramos más chiquitos”Julieta Risso
Mirta Guarino, jueza de Garantías del Joven del departamento judicial de Moreno, ex tallerista en aquellos años y de extensa actividad como abogada defensora de los derechos humanos, recuerda que “el taller se empezó a gestar en 1978, como ayuda escolar a los chicos y las chicas; no había otro sueño” y destaca que “quererlos y demostrárselo” fue el “objetivo general” de la obra impulsada por el salesiano.
El padre Leonfanti fue uno de los fundadores del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, junto a los obispos metodistas Federico Pagura y Aldo Etchegoyen, el rabino Marshall Meyer, el obispo católico Jorge Novak, entre otros. La labor pastoral y social que impulsó desde su parroquia se encuadró en esa lucha.
Al cumplirse 40 años de la recuperación de la democracia, un informe especial realizado por el equipo de Video de la agencia Télam registró una historia, como tantas otras que se repitieron entonces a lo largo del país, signada por el amor, el compromiso y la entrega de un puñado de personas.
Es la historia de quienes, en los años más oscuros de Argentina reciente, brindaron mucho más que horas de apoyo escolar a las infancias que sufrieron el horror de la dictadura, en tiempos en que con las familias rotas por la tragedia, con escuelas que no estaban preparadas para contener y darle cobertura a los más pequeños que llegaban al taller con esas primeras preguntas que no tenía respuesta posible: “¿Dónde está mi papá? ¿Dónde están?”.
Julieta Risso y Laura Soto, hija de Delfor Santos Soto, desaparecido, dan testimonio ante Télam de aquellos años en los que -recuerdan- “éramos chicos tristes que nos sentíamos solos”.
En el taller encontraron a pares con quienes poder compartir lo que vivían y el horror cotidiano no se mencionaba en cualquier ámbito. “Porque nuestras familias nos decían que no podíamos hablar de esto porque todavía estábamos en una situación de peligro”, remarca Soto.
“Fue un espacio de recreación en un momento en el que no podíamos salir a la calle por cuestiones de cuidado, tampoco visitábamos familias para protegernos a nosotros y a ellos”, describe Laura.
En tanto, Guarino señala que muchos de los niños y las niñas fueron “testigos de la ruptura del vínculo y del acometimiento criminal de una banda que llegaba y se llevaba al padre, a la madre o a ambos”.
Para Laura, “en esa vorágine en la cual nuestras familias estaban sumidas buscando a los desaparecidos, yendo a los lugares, a los cuarteles, a los juzgados, y que tenía a nuestras madres y demás familiares muy enloquecidos con todo esto que pasaba, había poco tiempo, poco espacio para que nosotros atravesáramos una infancia, una adolescencia, con gente que se ocupara de nuestras necesidades”.
El licenciado en Psicología Gabriel De Menech, quien fue parte de la experiencia, observa que “en aquel momento ninguno de los profesionales teníamos textos para leer, las consultas con los profesionales de renombre no habían aportado mayores elementos teóricos, digo yo, un profesional que recién me había recibido, pero que tenía dentro del equipo compañeros con años de recibidos, buscando con qué herramientas de las tradicionales uno podía enfrentar esta problemática para comprender algo de lo que se estaba poniendo en juego ahí”.
Se trataba de trabajar, recuerda De Menech, sobre aquellos elementos que requiere un niño para el crecimiento de su subjetividad y que “ese interrogante que atravesaba y ponía en crisis a la familia no fuera lo único que primaba en su vida”, en infancias que iban de los 3 o 4 años a adolescentes de 15.
Hubo sábados en que participaron unas 120 personas que colmaban tres micros en sus salidas de excursión: “Yo conocí el mar, los campamentos, son de los recuerdos más lindos que tengo de mi infancia”, rememora Julieta.
“Se formó una familia en el sentido en que los lazos que se empezaron a tejer fueron desde el amor, como nos había propuesto Mario y como también nosotros lo pensábamos porque somos parte de una generación que creía que la verdadera revolución es la revolución del amor, pero no como algo rosa o de novela, porque a veces implica dar la vida”, dice Guarino.
“Fue un espacio de recreación en un momento en el que no podíamos salir a la calle por cuestiones de cuidado, tampoco visitábamos familias para protegernos a nosotros y a ellos”Laura Soto
Laura recuerda el día en que llegó al taller en la parroquia de Nuestra Señora de Remedios y ese hombre flaco -el cura que nunca les exigió participar de los confesionarios o en las misas- se agachó, la abrazó y le dio la bienvenida.
“A Mario -dice- le reconozco la sensibilidad que tuvo para entender que éramos chicos tristes que nos sentíamos solos y él fue muy respetuoso con eso”.
El taller de apoyo a familias afectadas por la represión y la tortura “fue el germen para organizarse. Al punto que hasta el día de hoy cada 24 de marzo seguimos marchando juntos, porque naturalmente sentimos que nos tenemos que acompañar”, señala Laura, mientras que Julieta, sentada a su lado en el mismo patio del colegio en el que compartieron más de cuatro décadas atrás largas y en algo reparadoras horas durante su infancia, sostiene que haber “encontrar que alguien se estaba ocupando de nosotros y que nos dejaban jugar, y si hacíamos lio estaba todo bien” hace que sea “imposible no recordar con alegría, todos los lugares acá traen recuerdos lindos”.
Por Juli Ortíz-Télam