Cuando Pilar se despertó del coma, le informaron que su esposo Diego y su hijo Silvestre habían fallecido en el siniestro vial. Ella y sus dos hijas sobrevivieron. Le costó dos años volver a reírse: cuando lo hizo, se quedó estupefacta por la culpa. La historia de la mujer que encontró refugio en los brazos de un hombre que la conocía bien
El comienzo de esta historia de amor fue un drama. Un imprevisto y un despiste en una ruta provocaron el accidente fatal en la mitad de la vida de un matrimonio feliz y con una vida soñada. El auto desbarrancó a toda velocidad al término de unas vacaciones en las playas brasileñas y el sueño de hadas terminó abruptamente.
En ese accidente en 2015 murieron el marido de Pilar, Diego, y su hijo menor de 6 años, Silvestre. Ella y sus dos hijas de 10 y 12 años quedaron malheridas. Cuando 55 días después de internación en un sanatorio volvieron al país, ya todo había cambiado para ellas.
Había que comenzar de nuevo con casi la mitad del equipo. Había que pagar la casa estrenada hacía menos de un año, abonar las deudas acumuladas, enfrentar un par de juicios laborales en la Pyme de su marido de solamente once empleados y reencaminar la vida escolar de las chicas y retomar la existencia. Todo eso parada en el borde del abismo, frente al vacío más angustiante que Pilar jamás había sentido.
Cimientos para una vida feliz
Pilar y Diego habían sido novios de toda la vida. Se conocieron en el colegio durante el secundario, se casaron jóvenes y tuvieron a sus primeras dos hijas: Rita y Sofi.
Emprendedor y enérgico, a Diego enseguida le empezó a ir bien con la fabricación de muebles para baño, roperos y vestidores. Era el oficio heredado de su abuelo. Se asoció con un conocido de toda la vida con el que pegó onda y que manejaba bien los números: Tiburcio, un tipo del interior del país, tranquilo y comprometido con el laburo. Hicieron buena dupla y el negocio prosperó.
Pilar y Diego, con los primeros buenos ingresos de dinero que tuvieron, empezaron con la construcción de la casa de sus sueños en Talar de Pacheco, provincia de Buenos Aires, en un terreno heredado de la familia de él. Jardín y pileta, juegos para los chicos y colchón elástico… Con la casa terminada comenzaron a disfrutar. Cuando Pilar quedó embarazada del menor, Silvestre, decidió dejar el jardín de infantes que manejaba con una de sus hermanas. Optó por abrirse del negocio educativo para tener más tiempo para sus hijos.
En el verano del 2015 eligieron alquilar una cabaña en Florianópolis por un mes entero. Fue volviendo de regreso a la Argentina que sucedió lo peor y se desarmó el proyecto. Un telón negro cayó frente a los ojos de Pilar. Cuando despertó estaba en una terapia intensiva brasileña.
Las malas noticias se las dio en cuotas una de sus hermanas que se había instalado con sus padres en el país vecino. Las dos hijas mujeres ya estaban de alta y con sus abuelos. Estaban bien. Ella había estado grave y en coma. De Diego y Silvestre no había buenas noticias. De eso no se habla. Dolor y oscuridad.
Con mucha contención psicológica, volvieron a Pacheco.
“Un día las vi jugando con amigas y pensé con un poco de envidia ¿se olvidaron? ¿cómo pueden tener tanto ánimo? Y enseguida me di cuenta de que era lo mejor que podía pasarles, que el problema más serio lo tenía yo”, cuenta Pilar
Un oscuro y profundo vacío
Regresar a su casa fue horrible. Todo era memoria y recuerdos. “Entré en un pozo depresivo del que no podía salir. Empecé terapia los cinco días de la semana. Las chicas también iban, pero parecían estar un poco mejor que yo. Encima estaba acorralada por los problemas económicos. El socio de mi marido venía a contarme lo que pasaba y me consultaba, pero yo no tenía idea de nada. Ni me importaba. Él me veía muy mal y un tiempo después me aconsejó vender la casa, cambiar de escenario. Todos me decían que tenía que intentar que las chicas hicieran una vida más normal, que salieran. Que, como sea, debíamos tener algún proyecto y algún día volver a reír. Me llevó meses y meses sentir algo. Estaba como anestesiada. Lloraba, pero en seco. Mi familia y la de mi marido estaban a full, al lado nuestro, eran de fierro. Pero yo no remontaba, las chicas lo lograron antes. Un día las vi jugando con amigas y pensé con un poco de envidia ¿se olvidaron? ¿cómo pueden tener tanto ánimo? Y enseguida me di cuenta de que era lo mejor que podía pasarles, que el problema más serio lo tenía yo. Estaba apagada y funcionaba como un robot. No podía tocar el lado del vestidor de Diego, no podía entrar al cuarto de Silvestre. Es más, nunca volví a entrar a ese dormitorio. Un día me decidí y puse la casa en venta con todos los muebles. Me quería quedar con la imagen de la casa armada y feliz. Quería recordar el cuarto de Silvestre lleno, no vacío. Así que, con los papeles hechos de la sucesión, vendimos. Al año de la tragedia, empezamos las tres una nueva vida en una casa mucho más chica, también con jardín y pileta, en Olivos. Fue una oportunidad económica porque estaba hecha percha, pero era más cerca de mi familia e implicaba un cambio de panorama. La arreglé de a poco. Fue viviendo en esta casa que un día me sentí apenas mejor, más animada. ¡Una o dos horas por día había podido pensar en otra cosa! Era un descubrimiento. Había comenzado otra parte de mi historia, de nuestra historia. La de intentar sobrevivir”.
La semilla del amor
Habían pasado más de dos años y empezaba abril de 2017 cuando Pilar se dio cuenta de que las cosas habían mejorado y mucho. La pequeña empresa estaba en crecimiento, las cuentas equilibradas y Pilar ayudaba a Tiburcio en lo que podía. Organizaba entregas y revisaba presupuestos. Remando, se habían llevado muy bien. Jamás habían tenido discusiones ni desconfianzas. El apoyo de él era total.
Tiburcio era contador y tenía una hija llamada Lucrecia y una ex mujer, en la provincia de San Luis, con las que se llevaba muy bien. Cada tanto Lucrecia venía de paseo y él la llevaba a la fábrica. En verano, Pilar la invitaba a su casa para que se bañara en la pileta con sus hijas. Tenía la misma edad de Sofi y se hicieron muy amigas.
Un día de abril de ese año, Pilar no recuerda bien cuál, Tiburcio y Lucrecia se quedaron a comer: “Esa vez sentí algo muy especial, que habíamos vuelto a ser cinco en la mesa. Que éramos como una familia de nuevo… Era mi imaginación, pero eso fue lo que me pasó. Y pude reírme por primera vez con una tontería que dijeron las chicas. Me había llevado más de dos años. La culpa que sentí por oír mi propia carcajada me dejó helada. Tiburcio se dio cuenta y se levantó de su silla y me abrazó cariñosamente delante de las chicas que siguieron comiendo como si nada”.
Esa noche, no identificada con número ni día, quedó sembrado el amor.
Con Tiburcio empezaron a relacionarse cada vez más para resolver las cuestiones operativas de la empresa pyme que había armado su esposo con él (Getty)
Romper con los miedos
Pilar empezó a fantasear con completar la familia con él. “Sentía que a Tiburcio también le pasaban cosas. Yo creo que se le había despertado su costado amoroso dormido”, cuenta con una sonrisa.
Con la excusa de la amistad de las chicas empezaron a hacer mil programas juntos. Lucrecia empezó a visitarlas muy seguido. Espectáculos, recitales, fiestas, cumpleaños… Pilar y Tiburcio estaban felices, pero no se animaban a dar ningún paso ni a hablar de nada. Estaban las hijas, las tres familias involucradas y los empleados de la empresa mirando. Eso creían sin verbalizar la situación.
“Había electricidad, pero parecía imposible que pasara nada. Yo sentía que todos me observaban. No sabía si era por mi anterior depresión o por mi nueva vida en la que sonreía más… Creo que se me mezclaba todo. El dolor, la culpa, el miedo. No quería irme de vacaciones a ningún lado porque pensaba que de las vacaciones no se volvía… Menos en auto. Eso fue hasta que en enero de 2019 cuando un día Tiburcio me sugirió que, con lo que se había ganado ese año, podíamos darnos el gusto de ir los cinco a Disney. Eso implicaba tomar un avión y alquilar un auto. Podíamos ir a un depto con dos cuartos, yo dormía con mis chicas y él con la suya. Se me retorcía el estómago de pánico, pero la terapeuta me empujó y me animé. Dije que sí. La segunda parte del asunto no sabía cómo blanquearlo con mi familia. ¡Por suerte las chicas con su entusiasmo fueron las que avanzaron y empezaron a contar los planes! Estaban tan felices que nadie se animó, supongo, a cuestionar nada. Quizá algunos pensaban que ya pasaba algo entre nosotros, quizá otros hayan tenido algún reparo. Pero te juro que hasta ese momento, entre Tiburcio y yo, no había pasado nada, ni un beso. Era un tabú para nosotros mismos”. Y siguió así un tiempo más.
El viaje salió perfecto y se llevaron maravillosamente bien. Para los que los veían disfrutar parecían una familia corriente correteando por los parques de diversiones. No dejaron juego sin subir.
La atracción la tenían reprimida y enmascarada en “amistad” y “compromiso”.
“No me permitía pensar en él como un hombre con el que podría estar”, admite Pilar. Y a Tiburcio, que es extremadamente tímido, le pasaba lo mismo. Era prudente: ella era la mujer de su socio fallecido y la empresa su única fuente de trabajo.
Volvieron al país sanos y salvos y para Pilar superar eso fue vital. El oscuro sortilegio que ella creía que pendía sobre su destino se había evaporado.
Tiburcio tenía una hija. Pilar tenía dos. Ensamblaron una familia de cinco y hasta viajaron a Disney sin que entre él y ella haya pasado algo (Getty)
La nueva familia
Al llegar a Buenos Aires, cada uno volvió a su casa y Lucrecia a San Luis. Pilar se dio cuenta de cuánto los extrañaba. Las chicas se lo decían cada día y querían viajar a visitarla.
Un día, cansada de ese remolino interior que no encontraba vías de escape, decidió que tenía que hablar. Otra vez, la que empujó fue su psicóloga.
“Creo que era un jueves, pero era un día de semana. Estábamos ahí en la oficina hablando de trabajos para entregar y demoras cuando de pronto me salió la frase. Le dije que quería hablar con él, pero en otro sitio”, recuerda.
Esa noche salieron solos a comer. Pilar, ya con mucha terapia encima, se animó a revelarle que le pasaba algo con él, pero que tenía miedo de mencionar lo que sentía y arruinar la relación. Le preguntó si a él le pasaba lo mismo o no. Tiburcio, se puso colorado y empezó a hamacarse de la silla. Que sí, pero que no, que no sabía, pero que la extrañaba.
“Se puso muy nervioso y yo me dije la cagué… Pero conforme pasó la comida se relajó, tomó un poco de vino y se soltó. Terminó contándome que sí, que sentía algo especial pero que reprimía cualquier sentimiento por la memoria de Diego y por mis hijas”, cuenta Pilar.
Esa noche, en el auto, al despedirse ocurrió el primer beso. Era, más o menos, febrero o marzo de 2019. A partir de ese momento no se despegaron más.
“Me parecía mentira después de tanto dolor, pero me había vuelto a enamorar. Tiburcio era la persona que más nos contenía, cuidaba a mis hijas y a la empresa. Me sentí fuerte para enfrentar al mundo y siempre con la ayuda de mi terapeuta, unos meses después comunicamos la noticia a todos. ¡Claro que primero se lo dijimos a las chicas! La noticia fue que estábamos juntos, que pensábamos casarnos y vivir los cinco en mi casa de Olivos. Ah ¡y qué íbamos a hacer un cuarto más para Lucrecia! Dijimos todo de una, actuamos rápido y sorprendimos a todos”.
La sorpresa para ella fue que no encontró resistencia en nadie. La apoyaron. Incluso la familia de Diego. Los familiares los veían tan bien que no se atrevieron a comentar nada.
A fines de 2019 se casaron y durante la pandemia agrandaron la familia y nació Trini que hoy tiene casi tres años. Nada remienda el agujero que se le abrió a Pilar en medio del pecho y por donde se le escapó el corazón. Pero aprendió a convivir con él. Por eso pudo colgar, en el hall de entrada, la última foto con Diego y Silvestre al lado de otra en la que están ellas con Lucrecia y Tiburcio. Todos los amores conviven en esa pared pintada de azul. A este capítulo nuevo de sus vidas podríamos llamarlo “el amor después del dolor”. Es la prueba de que, aún en los tiempos más oscuros, puede prenderse una luz al fondo del túnel y guiarnos hasta alguna salida. Por lo menos, a Pilar le ocurrió.
Por Carolina Balbiani-Infobae