Su infancia “puertas adentro”, sin plazas y eligiendo jugar sola. El idilio con su padre y los reproches a su madre. La marca a fuego de Ana María Picchio: “Mi modelo de mujer”. El suplicio de los colegios: “Hasta los 11 entré llorando”. La quiebra económica, el desarraigo y “las burlas de los yanquis”. La crueldad mediática por ser una teen exuberante. El viaje que dividió su historia en dos: “No volví siendo la misma”. Su vida con Anna Strasberg y las anécdotas de Hollywood. Su modo de ser mamá con Benito (17) y el amor, “veo al de mis padres empresa difícil para mí”
Entonces hace un doblez en el relato de su historia. Y lo precisa entre el 91 y el 93, justo por encima de la ciudad de Los Ángeles. Dejando de un lado la certeza del qué quería ser y del otro, la del cómo. Digamos que fue un viaje de estudios. Tenía 19 años, mucho que preguntarse y una beca en el Lee Strasberg Theatre and Film Institute, vieja promesa de la mismísima Anna Strasberg (83), amiga de sus padres. Julieta Ortega Salazar (51) aprendería mucho más que el método basado en los procedimientos de Stanislasvki para resolver el problema del actor en escena, ese del que tanto había escuchado. Además, y tal vez principalmente, confirmaría que “todo lo vivido hasta el momento solo había sido el prólogo de ese presente que se abría distinto”, describe. Sí, finalmente había tomado esa ansiada distancia de su contexto más dilecto. Un contexto, si bien feliz, algo abrumador. “Así fue que logré separarme de mi familia el tiempo suficiente para convertirme en mi propia mujer”. Y de esa definición esencial se tratará la conversación de este encuentro.
Hablamos respecto de cuán genuinas fueron sus elecciones personales en un entorno en el que el arte y la popularidad le han resultado tan inherentes desde su nacimiento. “Crecer bajo miradas, mandatos y expectativas familiares es fuerte para cualquiera, pero hacerlo siendo hija de dos personas públicas y tan reconocidas es aún más fuerte”, revela. “Llegó un punto de mi vida en el que se me había hecho difícil saber qué quería”. Y ese tránsito angelino, “sensato, introspectivo y hasta sanador”, la diseñaría para siempre. Aún cargando una verdad insoslayable: “Actriz quise ser siempre”. Y enseguida se corrige. “Bueno, en realidad, actriz o psicoanalista. Pero indefectiblemente actriz”, suelta con gracia. Algo, esto de su seguridad, que reconoce como “medio camino ganado o menos tiempo perdido”. Julieta tenía muy en claro qué le interesaba “y todo lo demás eran trámites eternos y muchos rezos para que se terminasen. Como por ejemplo, el colegio”, dice.
Julieta Ortega a horas de su nacimiento (6 de octubre de 1971) en el Sanatorio Mater Dei, rodeada por sus padres, Evangelina Salazar y Ramón Ortega
Cuenta que su papá (Ramón Palito Ortega, 81) no era propenso a hacerla partícipe de sus actividades: “Había que pedirle por favor que nos llevara a algún set”, recuerda. “Y mamá (Evangelina Yolanda Salazar, 76) ya había abandonado ese universo”. Es así que reconoce a Ana María Picchio (76), su madrina de bautismo, como la mentora de lo que, por entonces, era una incipiente pasión. Y la de algunos más en la familia. “Sin ir más lejos, mi hermano Luis (Ortega, 42) suele decir que si hace películas es gracias a ella. Ana María se ocupó de llevarnos al cine, al teatro y principalmente a sus ensayos. Y fue en plena Dictadura, tiempos muy interesantes para atender las cosas que elegían contar junto a sus compañeros, personas a las que yo ya miraba como referentes. Gente que, fascinantemente, parecía no crecer más, porque el actor está todo el tiempo jugando. ¿Qué otra profesión te permite eso? Ellos eran los adultos a los que quería parecerme”, explica. “Tanto me marcaron esas experiencias que hoy cuando me llaman por alguna propuesta laboral, lo primero que pregunto es: ‘¿Con quiénes voy a trabajar?’. Porque aprendí que el entorno es vital. Creo en el equipo, que es la única red de contención para un actor o una actriz. Algo más que aprendí de Ana María”.
Julieta Ortega en brazos de Ana María Picchio el día de su bautismo en la Parroquia San Benito Abad (1972), junto a sus padres, Evangelina Salazar y Ramón Palito Ortega
Y abramos aquí un paréntesis. Bien lo merece el previously de este episodio en la trama de la relación. Picchio había estado presente durante el nacimiento, el bautismo y los primeros años de la vida de Julieta. Pero cierta disputa, “por motivos que hoy nadie recuerda”, la separó de Evangelina (y por ende, de todos) durante 7 años. Una tarde, como otras tantas, mientras Julieta devoraba Andrea Celeste (ATC, 1979), su madre pasó por ahí señalando el televisor y diciendo: “¿Sabés? Esa que ves ahí es tu madrina”. Quedó perpleja. “¿Cómo que la mamá ciega de Celeste, mi heroína, mi inspiración, es mi madrina?”, reclamó al tiempo que exigió una comunicación telefónica. Fue así que Salazar levantó el tubo del viejo teléfono de Entel y anunció: “Tu ahijada quiere verte”. Entonces Julieta y Ana María volvieron a abrazarse en un break de una grabación de exteriores a la que actriz la había invitado.
Julieta Ortega y Ana María Picchio de paseo por New York, 1996
Julieta Ortega y Ana María Picchio, su madrina y referente de vida
“Desde entonces, Ana María es para nosotros un modelo de mujer fuertísimo. Realmente fuertísimo”, define. “De repente caía en casa caracterizada como prostituta durante la pausa de algún rodaje y solo para charlar un rato con mamá, trayendo noticias de afuera. ¡Todas historias geniales! Ella era la mujer que yo quería ser”. Julieta no solo se refiere a la referencia profesional que le significó Picchio, sino además “a la independencia económica” que la ha motivado y, según dice, “la única real para mí”.
Agradece los “privilegios” de ser una Ortega pero subraya jamás haber perdido de vista que “ganar mi propio sustento era lo único por lo que dejaría ser ´hija de…´”. Y más aún, destaca, “siendo mujer. Porque fuimos criadas para pensar que lo mejor que podría pasarnos en esta vida era tener hijos o un tipo que nos allanara el camino haciéndonos la vida más fácil. Y, tal vez, abriéndonos una marca de algún producto con la que entretenerse un ratito sabiendo que la plata grande vendría por otro lado. Y no, la plata grande no va a venir por otro lado. Una debe saber organizarse económicamente. Y es algo que a mí me ocupa la cabeza”, indica.
“Trabajo como actriz pero además sigo buscando detrás de un libro o de mi marca de pijamas (Jota & Co.). Porque de repente un día no quiero trabajar más o tal vez no me convoquen más por esos baches lógicos de mi profesión, y entonces tendré alternativas”, dice. “Lleva un tiempo saber cuáles son esas cosas que te harán contenta y creo haberme puesto en el camino de esa que alguna vez soñé ser”.
Evangelina Salazar y Rodolfo Bebán en Romeo y Julieta, el especial televisivo de 1966, dirigido por María Hermina Avellaneda
Su nombre, “salido de un guion”, es el único hilo conector entre Ortega, su madre y el teatro o la métier. Al menos el único mencionado en nuestro diálogo. Desde Romeo y Julieta, el especial televisivo que Evangelina y Rodolfo Bebán protagonizaron en 1966 bajo dirección de María Herminia Avellaneda, la actriz se prometió que el día que tuviese una hija la llamaría como el rol diseñado por Shakespeare. Se hace inevitable la comparación. ¿En qué lugar quedaría Salazar sobre un podio de referentes (en términos de empoderamiento e independencia) tan ampliamente liderado por Picchio? “También la admiré mucho. Yo soy mi madre, quiera o no, eso es así”, señala con prisa.
“He hablado con ella muchas veces sobre el abandono de su carrera y su respuesta siempre ha sido la misma: ´Yo fui lo que quise ser´. Y celebro que cada cual, en especial las mujeres, sean su propia decisión. Su suerte en la actuación fue, en realidad, una elección de mi abuela. La hacía recitar y trabajar desde muy chiquita poniendo en ella su propio deseo. Mamá lo sufrió un montón. Finalmente tuvo una trayectoria estupenda llegando a ganar, por ejemplo, el premio a la mejor actriz en el Festival de San Sebastián (por Del brazo y por la calle, 1966) que jamás retiró. Y rechazando, por ser mamá, algún protagónico imperdible que luego aceptó, por ejemplo, Susú Pecoraro (69), y yo le reclamaba: ´¿¡Cómo no lo hiciste!?´”, cuenta.
Julieta Ortega en brazos de su madre, Evangelina Salazar (1973)
Julieta Ortega, sus padres Evangelina Salazar y Ramón, y sus hermanos, Martín y Sebastián a mediados de los 70
“Pero como alguna vez me explicó Ana María, mi madre se encargó de lo más importante: del bordado de la vida. De las relaciones familiares. De que los hermanos nos acompañásemos. De que sintiésemos un gran amor por un padre que pasaba meses de viaje. Y así fue. Mucho de lo que somos tiene que ver con ese trabajo que tuvo un valor enorme para todos nosotros”, asegura. “Por eso también fue muy fundamental, para mí, despegarme de ella. Irme a otro extremo, como lo hice al viajar a Los Ángeles, solo para saber quién era en realidad. Porque es muy difícil salir a la vida con una mamá tan omnipresente”.
Un año con Amanda, el libro que Julieta Ortega escribió contando su infancia a través de su alter ego preadolescente
Siempre quiso ser actriz aunque lo más personal que ha hecho fue escribir un libro. Dirá que la conducción del ciclo Nosotras (Cosmopolitan, 2014), en el que entrevistaba a mujeres sobre temas que la “atravesaban”, también lo fue. Pero nada puede contra el desnudar la propia infancia. Un año con Amanda (Editorial Orsai) fue el sí a la propuesta de “contar el cuento que me hubiera gustado contarle a mi hijo”. Amanda fue su álter ego de antaño, a través de la cual compartió mucho de los diarios íntimos que atesoró alguna vez desde sus 12. “El terror que siempre tuve a dormir en casa ajena” es disparador de uno los capítulos de aquel texto. “Solo en la mía me sentía segura”, recuerda. La misma en la que solía escuchar las charlas de los adultos casi a escondida y en la que “pasaba años jugando sola”. Sí, sola. “Porque todos mis juegos tenían que ver con actuar y no había quién me siguiera el guion”, recuerda. “Las consignas eran claras: ´Vos sos esto, yo esto y pasa tal cosa´. Y si alguna amiga paraba la escena para ir al baño yo la hacía empezar todo desde cero con el timing de la filmación más real. ¡Un plomazo!”, señala. “Pero yo sentía que nadie jugaba bien, entonces era mejor hacerlo sola”.
Julieta Ortega en brazos de su papá, Ramón Palito Ortega, con tan solo dos meses
Julieta Ortega a inicios de los 70
Julieta Ortega y Martín, su hermano mayor
Julieta Ortega
Su infancia fue “muy de puertas adentro”. No había zoológicos ni caminatas ni playas en verano con papá y con mamá. “Yo vi a mi padre en una plaza por primera vez junto a mi hijo”, suelta. “Pero, en definitiva, al ser tantos de familia todo siempre era una fiesta. La gente venía a casa y ahí pasaba todo”, dice. De hecho define “la foto de la felicidad” en la quinta en la que los Ortega solían desembarcar cada fin de semana y todos los veranos. “Las navidades ahí eran inolvidables. Recuerdo a mamá acomodando los regalos con esa dedicación única que ella tiene por los detalles. A papá, vestido de Papá Noel, llegado desde muy lejos. Y a mis hermanos corriendo por todos lados. Es por eso que cuando hoy miro a Martín (53, de quien dice ha sido “mi primer amigo y compañero”), Sebastián (49), Emanuel (44), Luis y Rosario (36), vuelvo a ver a esos niños. Les conozco los recorridos. Tal vez un tanto más sofisticados, pero en esencia los mismos”.
Julieta Ortega con casi 11 años
Julieta Ortega en su cumpleaños número 7 (1978)
Julieta Ortega y su hermano Luis
Julieta Ortega y su hermano Sebastián en un acto escolar.
Amanda tampoco quería ir al colegio. “Era un suplicio”, define. “Fui a clases llorando como hasta los 11 años”, dice. “Una de las cosas que le eché en cara a mamá durante toda mi vida fue el hecho de haberme mandado a colegios que me resultaban hostiles, poco amables para mi personalidad”, cuenta Julieta. “No lograba ponerse de acuerdo y hacía experimentos. Me anotaba en una escuela determinada, después me sacaba para meterme en una de monjas alemanas y luego en otra y en otra… ¡La cabeza te explotaba! Cuando uno es chico lo único que quiere es pasar desapercibido, ser lo más parecido al resto posible”, dice. Y cada recomenzar implicaba otro inicio de ronda de miradas especiales, murmullos y los “típicos chistes” por ser hija de Palito. El Washington School, de Belgrano, y el Mallinckrodt, de Recoleta (“el peor”) y el Jesús María, de Barrio Norte, fueron de la partida de los que no lograron inyectar motivación alguna. “Nada de lo que pasaba ahí podría interesarme más que lo que tuviese que ver con leer y escribir”, recuerda. Y fuese adonde fuese, durante los 12 años de estudiante, dice haber pensando: “Todo esto no me está sirviendo en absoluto. No es el lugar en el que quiero estar”.
Julieta Ortega, 1973
India mala. Así la llamaba una de sus abuelas. “Decía que yo tenía en la cara la misma seriedad que papá. Pero soy así y sé que hay mucha gente a la que le caigo pésimo. De repente lo estoy pasando bárbaro y, sin embargo, creen soy arrogante, distante, antipática, soberbia o que me enojé por algo. Es una expresión de neutralidad absoluta pero tan natural que no puedo manejarla”, explica. “Hace poco, mientras nos maquillábamos en el camarín, Ana María (su compañera en el elenco en Perdida mente, de José María Muscari) me recordó algo de mi infancia que ya me contó miles de veces pero que le encanta contar. Al parecer yo no me reía con nada. Ni con sus gracias ni con las de mi mamá. Ellas pasaban el día entero haciendo esfuerzos para que esbozara una mínima sonrisa y era inútil. Pero media hora antes de que llegara papá, me paraba a esperarlo apoyada en el marco de la puerta. Y solo sonreía al verlo entrar. Se me iluminaba la cara”, relata.
Julieta Ortega a sus 9 años
Palito ha sido, además de “mi persona favorita”, como rotula, su primer espectador. Paciente, grababa las clases de gimnasia que Julieta solía conducir en el patio, emulando las de María Amuchástegui en televisión, y hasta llegó a aceptar el capricho de su hija de grabar con el ella, “¡a dúo!”, el tema “El poema es contemplarte” (1983). “Julio Iglesias aparecía con Chábeli (51) en la portada de su disco De niña a mujer. ¡Yo quería hacer lo mismo con mi viejo!”, recuerda.
“En los ojos de papá siempre he tenido un lugar muy especial”, reflexiona. “Siempre vi en él una humanidad que rara vez reconozco en otras personas. Un tipo extrovertido públicamente pero inmensamente tímido en casa. Le ha costado hablar con sus hijos, pero nunca dejó de mirarlos. De mostrar que los amaba. Y un niño bien mirado es una persona segura para el resto de su vida”, cuenta. “Mamá, en cambio, fue mejor madre de varones. Como que le salió más fácil esa crianza. Otra de las cosas que le echo muy en cara”.
Julieta Ortega y sus padres, Ramón Palito Ortega y Evangelina Salazar
“A ver, tuve padres maravillosos. Y todo eso que tenía para reprocharles como hija se los dije a mis 18″, revela. “Como citaba el Tato Pavlovsky: ´Después de los 30 la culpa de papá y de mamá, caduca. De ahí en más, todo será responsabilidad nuestra´”, señala. “Mamá fue siempre muy consciente de que nosotros éramos nuestras propias personas y que debíamos recorrer un camino propio. Siendo ellos tan tradicionales supieron abrirnos las puertas para jugar con otra gente, para transitar otros caminos. Y eso fue señal de una gran inteligencia”, destaca. “Ella, con el tiempo, supo reconocer lo que no pudo o lo que hubiese hecho distinto. Es que antes, las personas se convertían en padres cuando todavía eran demasiado jóvenes. Y eso, para mí, es clave. ¿Cómo vas a tener un hijo antes de los 30 años? ¡Todavía no sabés ni quién sos a esa edad! Es una locura. ¡Y además, tantos! Vas a los golpes, no sos la mamá del primero ni terminás siendo la mamá del último”, concluye.
Julieta Ortega y Frank Sinatra
Julieta Ortega, a sus 9 años, en el show de Frank Sinatra que produjo su padre, Ramón Palito Ortega, y que lo quebró económicamente
Ramón Ortega, Evangelina Salazar y sus hijos, Martín, Julieta, Sebastián, Emanuel y Luis en el show que Frank Sinatra dio en Buenos Aires, en 1981, producido por Palito
Tenía nueve años y un gran ramo de flores cuando recibió al mismísimo Frank Sinatra en su llegada al país. La anécdota ya es más que conocida. La expectativa de papá respecto de la apuesta empresarial que suponía la producción del primer show argentino de La Voz, con cachet sideral, claro está, y mil dólares de entrada, se estrellaría de frente con el 400% de devaluación que sufría el país. Todo dejó un “Sabor a nada”, como el tema que Palito y el legendario astro de la canción mundial finalmente, en aquella oportunidad, tampoco pudieron grabar a dueto. Iniciaría así un período “muy difícil” en casa de los Ortega. “Eran épocas en las que a los hijos e hijas se los dejaban al margen de ciertos temas. Pero yo me daba cuenta de que estábamos en problemas. Había angustia en el aire y en esos casos los chicos también la respiran”, señala. Ramón perdió millones y varios kilos, “llegó a pesar 46″, apunta Julieta. Tiempo después, “endeudados y con la casa embargada”, decidieron emigrar a Estados Unidos.
Julieta Ortega rodeada por sus padres, Evangelina Salazar y Ramón, y sus hermanos, Martín, Sebastián y Emanuel.
Julieta Ortega, a los 14 años, junto a su hermana Rosario en la casa de Coral Gables, Miami, donde vivieron a mediados de los años 80
“Tuve mil vidas en una”, dice Julieta al abrir el episodio de sus 13 en Miami. “Papá se recompuso rápidamente. Comenzó a importar películas nacionales y hasta programas de Olmedo”, recuerda. “Vivimos en el único edificio que existía por entonces en Brickell Key hasta que nos mudamos a una mansión ridícula que construimos en Coral Gables. Él se compró un Roll Royce y todo era una locura. Ahí me mudaron del Saints Peter & Paul Catholic School al Gulliver… ¡El colegio de los ricos!”, suelta casi con mofa de aquel pasar.
Otra vez los colegios, “un espanto total”, describe. “Los yanquis son personas muy extrañas que consideran que es mejor no darte bola porque ´ya vas a aprender´. Me obligaban a leer en voz alta y yo no sabía inglés. Entonces lo hacía llorando mientras todos se reían. Pero eso me impulsó a que lo aprendiera a la perfección en tiempo récord para no seguir siendo ´la que venía de afuera´. De a poco fui logrando un poder de adaptación muy especial: hablaba como cheta si me mandaban a colegios de chetos, como cubana recién llegada o americana si lo necesitaba. Sobreviví”.
Julieta Ortega a los 21 años, durante su vida en Los Ángeles
Julieta Ortega y Anna Strasberg, quien la alojó en su casa californiana entre 1991 y 1994 mientras estudiaba en el Lee Strasberg Theatre Insititute de Santa Mónica
Dice haber alcanzado “el momento de mayor felicidad” en California, lejos de todo y muy cerca de sí. “Tengo una muy buena soledad y creo que se debe a esos tiempos en los que viví, literalmente, sin nadie con quien hablar. Siendo yo mi propia compañía”, relata. Claro que en sentido amplio, porque fue huésped de Anna Strasberg, tercera mujer del emblemático director, actor y productor Lee Strasberg, quien fuera, entre otras cosas, impulsor del icónico Actor´s Studio. “Y fue genial”, anticipa. “Ser estudiante de teatro y estar en una casa en la que, de repente, compartía el baño con Sophia Loren (88, mejor amiga de Anna) o a la que cada fin de semana llegaba Al Pacino (82) para comer la pasta del domingo, era vivir en Disney”, cuenta. ¿Anécdotas? Para coleccionar. Pero hay una, vivida algunos años después en esos mismos lares, imposible de esquivar: la vez en la que Jack Nicholson (85) intentó seducirla, y que bien vale un desvío en esta conversación.
Julieta Ortega en el Paseo de la fama de Hollywood durante su estadía de tres años en Los Angeles donde estudió en el Lee Strasberg Theatre Institute
Fue en una de las tantas noches random. “De esas que suceden en Los Ángeles, cuando estás comiendo con una compañera y alguien que ella conoce propone: ´Acompáñenme, tengo que pasar por lo de un amigo´”, relata. Claro que con el diario del lunes entendieron que había sido una emboscada “para ver si alguna picaba”. Así llegó a lo del protagonista de El resplandor. Y al día de hoy bromea con el lamento de no contar con celulares para poder tomar fotos de todo lo que ahí veía mientras daba vuelta por la propiedad. “¡Podía habérselas mandado a todos mis amigos actores que no iban a poder creer la historia!”, suelta con gracia.
Vio droga, “solo una variedad y con eso me bastó”. Vio relojes de oro. Vio un pijama de seda y pantuflas. Vio paredes de arte bien valuado. Vio habanos. Vio palos de golf. Vio cientos de fotos de él con otras tantas personas. En resumen, estuvieron cuatro horas sentados en el living escuchando los “interesantes” relatos de Jack sobre el rodaje de sus películas y los de su romance con Anjelica Huston (71)”. “Mientras tanto, él trabajaba muchísimo en ver quién de las dos arrimaba primero”, ironiza. En un momento determinado, el anfitrión deslizó: “Pónganse cómodas. ¿Quieren meterse en el jacuzzi? Hay trajes de baño por ahí”. Julieta se metió. “Yo tenía que hacer la historia completa. Entonces abrí un mueble y vi modelos de trajes de baño para elegir”, cuenta con humor. Hasta que en un instante, su amiga le clavó una mirada de “Vámonos”, al tiempo que el muchacho que las había llevado hasta ahí “transpiraba como a quien le falló el plan encargado”, describe. Y ahí quedó Nicholson, enojado en algún sitio del primer piso, en un Día de Acción de Gracias, solo y drogándose tras varios intentos de lograr que alguien se quedara con él.
Julieta Ortega y Anna Strasberg, quien no sólo la becó en el Lee Strasberg Insititute de Los Angeles y de New York, sino que la alojó en su propia casa californiana desde 1991 a 1994
Regresemos a casa de Anna. La misma en la que Ortega dice haber descubierto un erario mejor y muy por encima de lo que podría significar el rose con celebridades. “No había paredes desnudas. Todas estaban cubiertas por libros, como si los ambientes conformaran una biblioteca eterna. Todavía conservo algunas textos que ella me regaló, forrados con el mismo papel celofán que el mismísimo Lee había elegido”, narra. “Fueron años-esponja, de gran formación. En los que nació mi pasión por la lectura. Encontré a Simone de Beauvoir. Y eso, a los 20 y en los 90, fue un gran despertar. Una puerta que abrió a otras lecturas. A otras autoras como Nancy Friday, Naomi Wolf y Shere Hite. Y a otras muchas preguntas”.
Ortega no era adepta a la noche angelina, “algo que en aquellas épocas podía haber resultado meterse en problemas”. Y dice haber sido siempre “esa que busca irse antes de las fiestas. Todavía hoy siento que llegar a casa es como entrar al cielo. Las bondades de entrecasa, para mí, es lujo. ¡No te olvides de que hago pijamas!”, desliza con gracia. Así se convirtió en ratón de librerías. Exploradora y hasta coleccionista de libros con citas marcadas por ella misma. “Hoy vuelvo a abrirlos maravillada pensando: ‘¿Soy la mujer que soy por esto que subrayé o subrayé tal o cual cosa porque ya era esa mujer?’. Lo que por ahí no hace un padre o no hace un amigo, los libros sí”, asegura. “Para mí son como las fotos viejas o los discos: la historia de tu vida”.
Julieta Ortega y Erika Camil, hoy llamada Isabella, quien fuera su roomate en New York y novia de Luis Miguel
Bucear en textos ha sido un hábito de domingo, “el día de la fragilidad”, como titula. “En el que me daba cuenta de lo sola que estaba. De algún modo decidir regresar a la Argentina tuvo que ver con eso”, reflexiona. Ya había tenido no solo el primer cameo cinematográfico en Carlito´s Way (de Brian de Palma, 2013) sino también su debut en términos del desencanto amoroso que le supuso descubrir que el chico “parecido a Marlon Brando” con quien salía, tenía un romance con una chica embarazada. Había llorado tres mares. Y la mañana en la que se vio entrando a una sala de casting con prisa y desalineada, tras haber chocado su auto, lo decidió. “Creo que vivir afuera tiene demasiada buena prensa. No es fácil ni divertido. Aquí tenemos muchos problemas, pero nos sobran abrazos”, remata. “A mí me hace muy feliz vivir en la misma casa desde hace 25 años. Que el florista me salude por las mañanas y que el verdulero me diga: ´¡Qué grande está tu hijo!´”.
Su vuelta al país tuvo escala en New York, donde vivió con Erika Camil (53, hoy Isabella), por entonces pareja escondida (y tantas veces negada) de Luis Miguel (52). Y sí, bien podría ser Julieta esa roomate que atiende las insistentes llamadas de El Sol de México en la serie biográfica de Netflix. Porque así sucedió. Pero lo que jamás se ha contado es que, tal vez en reivindicación con su amiga, fue Ortega quien, entonces, en un diálogo de entrevista telefónica con Rolando Hanglin (76) dijo: “Sí, vivo con la novia de Luis Miguel”. Una frase que rebotó en los medios con tanta fuerza que disparó el reproche del cantante que, durante un encuentro casual y muy al paso, le clavó a Julieta un: “¡Eso no se hace!”.
Julieta Ortega a principios de los años 80
Julieta Ortega
Julieta Ortega, en los 80
En fin, a lo que vamos es a que llegó “distinta”. Repitiéndose “yo soy esto” con inédita certeza. Entre tanto, y en cuestiones profesionales, interpretaciones como las de July en Amándote II (Telefe) o Alejandra en Amigos son los amigos (Telefe) sonaban un tanto ajenas. “Mi interés a los 24 no era el mismo, sabía qué cosas ya no tenían que ver conmigo, hacia dónde quería ir y, fundamentalmente, con quienes”, señala. “Claro que tomaría algo de tiempo que esa gente me convocase, pero aún así preferí la paciencia”. Seis años y 13 roles después llegaría el de Gloria, descripto por ella como “el antes y el después” en su carrera. Fue en Disputas (de Adrián Caetano, 2003, Telefe), “el único proyecto que le acerqué a mi hermano Sebastián, recién arribado en Ideas del Sur”, recuerda. “Luego de tantos años yo era la primera en afirmarme a mí misma: ´Me gusto. Finalmente soy la actriz que alguna vez pensé que podía ser’”.
Julieta Ortega a sus 20 años
Atrás, pero muy atrás, había quedado el dolor de ser “una chica exuberante” (e “hija de”) bajo la mirada hostil que proponía “aquella televisión” que en los 90 resultaba “una carnicería” mucho más impúdica, ignorante y “desconcientizada” de las que vendrían. Lo padeció. “Tener que escuchar y leer comentarios sobre mi cuerpo eran un horror diario”, relata. “Había chistes, caricaturas y hasta tapas de revista hablando de mis tetas grandes. E imaginate lo despiadado que hubiese sido de no haber llevado el apellido de una persona a la que querían y respetaban”, señala.
“Empezar a trabajar en este medio a los 19 es una locura. ¡Una locura! No se puede exponer a alguien tan joven a todo eso. Si hoy mi hijo me plantease iniciar una carrera a esa edad le diría: ´No, no lo hagas. No vale la pena´”, reflexiona. “El tránsito de convertirse en mujer, con el trabajo de reconciliación con el propio cuerpo que eso implica, ya es un montón. Imaginate esa explosión siendo aún adolescente. En fin, así fue me decidí a operarme para quitarme todo eso que llamaba tanto la atención (mamoplastía de reducción). Yo quería ser una actriz que pudiese interpretar muchas cosas”.
Julieta Ortega, su hermana Rosario Ortega y colegas, durante la marcha por la Ley del aborto legal, gratuito y seguro
Julieta milita el feminismo. “Milito causas”, subraya. Como cuando marchó por la ley de aborto legal, seguro y gratuito. Algo que hizo de la mano de su hijo, Benito Noble Ortega (17). “Para mí, la gente que nunca participó de una marcha está perdiéndose de mucho y me dio gusto que él viese a su mamá salir a pelear por algo”, cuenta. “Siempre le enseño que es en la calle donde los derechos se conquistan”. A Ortega le interesa la política, “pero no creo que pueda dedicarse a eso. Porque además de requerir una gran pasión, conlleva un precio demasiado alto”, asegura.
Entonces recordamos los tiempos de Palito como gobernador de Tucumán (1991-1995). “¡Fue un plomazo!”, así lo describe. “Es terrible ser hija de un político. Todavía hoy, cuando quieren pegarme (en redes), lo hacen por ahí. Y eso que papá jamás tuvo causas, algo rarísimo entre quienes transitan ese ámbito. Antes sufría, me enojaba y me peleaba por eso. Hoy me importa nada. Miro hace atrás y suena como revisar otra vida”, concluye. La política llamó su atención tiempo después. “Pasé un año leyendo sobre el peronismo y, en ese período, no acepté otros libros que no se tratasen de eso. Sí, suelo ser muy obsesiva con lo que me gusta, temas o personas”, suelta con gracia.
Julieta Ortega y su hijo, Benito Noble Ortega
Julieta Ortega y Benito
Hablemos de Benito. De quien alguna vez, cuando era muy chico, Mex Urtizberea anticipó a mamá: “Este niño va a darte muchas satisfacciones, pero por ahora te lo tenés que fumar. Es del tipo de los que luego se las arreglan solos en la vida”. Claro, por entonces el pequeño reclamaba que Julieta no era “la dueña de la Argentina” para ordenarle qué hacer. Hoy ella admite que los límites no han sido de su jurisdicción. “Por ejemplo, no soy exigente con el colegio. Es su papá quien se encarga de retarlo por una baja nota. Siempre le digo: ´¿Vos te das cuenta de la suerte que tuviste con el padre que tenés, no?´. Es horrible lo que voy a decir, pero a mí me da lo mismo. Siento que él ya aprenderá eso que quiera, porque a mí me pasó así. Es por lo que suelo insistirle: ´Beni, ojalá te apasiones por algo. Y cuando pase, sea lo que sea, andá con todo hacia eso´. A nada le doy más valor”, asegura. “Toda su vida me ocupé de que él supiese que tiene una madre que trabaja, que apuesta a todo lo que desea y, principalmente, muy convencida”, dice. “Que estuviese consciente de que ´si mamá no está aquí es porque está ahí, haciendo aquello y en acción´”.
Julieta Ortega, su ex Iván Nobre y Benito, el hijo de ambos. La pareja se separó cuando su heredero tenía tres años
Julieta Ortega y su hijo Benito Noble Ortega, hoy de 17 años
Julieta Ortega y Benito Noble Ortega camino a New York, donde celebraron los 51 de la actriz
Los une “la curiosidad”. Benito creció mirando a Leticia Brédice (47) como su madre a Picchio. Obnubilado por esa mujer “exótica, histriónica y tan libre” con la que podía pasarse horas al teléfono y a quien, desde muy niño, prometió dirigir en cine alguna vez. Julieta baja la voz, Benito descansa en su cuarto y “se enoja si me escucha hablar de él”, explica con prudencia. “Ahora dice que va a ser actor. Pero, entre nosotros, no estoy segura de eso. Puede sonar a un gran prejuicio, pero lo veo demasiado introvertido. De chiquito era buen percusionista y estábamos convencidos de que sería músico o ingeniero de sonido. No olvidemos que curtió mucho la época de Charly (García, 70) en el estudio de la casa de campo de papá, sentadito ahí, rodeado de música, ensayos y los principales artistas del país”, relata. “En fin, estoy llevándolo mucho al teatro. Hace poco vimos Las cosas maravillosas (de Duncan Macmillan) y después de la función lo invité a comer para charlar. Cuando le pregunté si la obra le había gustado, se puso a llorar. Y me contó por qué lo había movilizado tanto”, recuerda. “Entonces lo noté realmente tan conmovido que pensé: ´Tranquila, Julieta, ahí hay un gran corazón que se inquieta por ciertas cosas´”.
Julieta Ortega y Carolina Fal
Julieta Ortega y Leticia Brédice
Juliera Ortega y Andrea Rincón
El campo, Charly y papá nos llevan a hablar de cierto altruismo aprehendido por todos en casa. Modesta se siente muy lejos de Palito, “un generoso de verdad, que son aquellos que pierden la cuenta de a quiénes y cuánto ayudaron”, describe. Pero supo salir al rescate de Andrea Rincón (37) en la lucha contra las adicciones, aunque hoy diga: “¿Quién no lo hubiese hecho por una amiga?”. Por ella sintió “el flechazo”, como explica. Porque “la relación con mis amigas mujeres realmente son historias de amor”. Se refiere a esa “misma efervescencia” que sube cuando nos enamoramos. Así fue con Carolina Fal (50) y con Brédice, a quien dice habérsele lanzado, por primera vez, en un kiosco cercano a Canal 9. “Yo ya la tenía de algunas ficciones, pero no nos conocíamos. Hasta que cierta tarde fui a una reunión a la que nos había llamado (Alejandro) Romay para ofrecernos trabajo y entonces ahí estaba”, recuerda. “La vi comprando y crucé la calle como loca para abrazarla. Le dije: ´Vos vas a ser mi amiga´. La amé desde entonces y para toda la vida”. En conclusión, Julieta admite: “La gente frágil, a la que se le notan los dolores, que vive muy a flor de piel, me conmueve y me convoca. Aún siendo yo, como digo, una persona emocionalmente en velocidad crucero. Y tal vez sea por eso, ¿no?”.
Julieta Ortega, con Teleshow (Gastón Taylor)
Julieta dice haber pasado años “peleando con el concepto de amor romántico”. Que el “no te quedes solo o no te quedes sola, esa frase tan inculcada por nuestros padres, no hacía más que imprimir una ilusión” de la que descree. “Porque en definitiva, todos morimos solos. Nadie lo hace de la mano y al mismo tiempo que su pareja”, dispara con humor. En algún momento contó que no hace mucho logró entender que “la relación más importante que tendré en mi vida será conmigo misma”. No obstante admite no poder prescindir de una gran interrogante. El mismo que, de algún modo, continúa siendo un ítem a la espera del tilde entre sus pendientes. Al menos por curiosidad. “Todavía me pregunto si esa pareja que vi en casa al crecer, si ese amor que tuvieron mis padres a través de los años, es realmente posible. Me intriga saber si me tocará vivirlo en algún momento. Porque en el fondo de mi corazón es algo que me gustaría conocer”, revela.
“Estuve siete años con el padre de mi hijo (con Iván Noble se casaron en 2002, a seis meses de haberse conocido) y para mí fue un golazo haberlo logrado. Entonces pienso: ¿cómo será que eso funcione por más tiempo?”, dice. “Esas parejas que han sabido acompañarse y maniobrar el amor con inteligencia, conservando ese sentido de la complicidad, me provocan admiración. Me suena a una empresa imposible. Es difícil. ¡Re difícil para mí!”, reconoce.
Pero, más allá de todo, y en esta batalla, Ortega se jacta de poder alzar una bandera: “Tengo muchos exs (y por ahí se anima a colar un 90%) que me dicen cuánto me quieren. Que me llaman para saber cómo estoy y cómo está mi hijo, a quien conocen desde chiquito. Y en cierto modo eso es una victoria, ¿no?”. Eso sí, no saldría con actores. “De alguno me habré enamorado, pero soy demasiado curiosa de las profesiones de los demás, de lo distinto que puedan poner sobre la mesa al terminar el día. Yo ya sé por qué sufren los actores, de qué se quejan y cuáles son sus miedos e inseguridades. Y nada de eso me parece atractivo”, sentencia. Además, y entre nosotros, Julieta suelta: “Hoy estoy en una. Pero, hasta el momento, nada que tenga ganas de contar”.
Julieta Ortega a los 51
Transitó gran parte de su vida queriendo ser grande. Por lo que, en estos tiempos, asegura estar “en mi salsa”. Logró “la plenitud” en sus 40, como señala. “Porque aún era joven, recién me había separado del papá de mi hijo y comenzaban a pasarme cosas muy interesantes”, justifica. A los 51 dice haber entrado en “esos tiempos en los cuales empezamos a cargar sobre nosotras ese trabajo que tal vez ya creíamos cocinado, no obstante, y quizás paradójicamente, cuando ya hemos roto con tantos mandatos”. Se refiere “a las exigencias que las de mi generación no logramos quitarnos de la cabeza: ‘Tenés que ser linda, lúcida, exitosa y, principalmente, deseada’. Con el correr de los años es como: ‘¡Uff! ¿De verdad tengo que producirme tanto para que el mundo diga que estoy bien y que soy libre? ¿Para quién estoy haciendo todo esto? ¡Un pelotazo!’”, sostiene. “Y no creo que a los hombres les resulte un camino muy diferente. No solo con el ser deseados, sino también con ese deber demostrar a todos cuán proveedores podrían ser”, dispara. “Es algo de lo que suelo poner atención siendo mamá de un varón”.
Julieta Ortega (Gastón Taylor)
Tanto tiempo después, Julieta asiente impiedad frente al espejo. “Suelo ser bastante cruel al mirarme”, confiesa. “Soy hija de una madre muy esteta y luché mucho para sacarme esa mirada de encima. Para lograr ser más amorosa conmigo, con los demás y con las demás”, cuenta. “Entonces fui aprendiendo que la belleza está en miles de aspectos y en muchos lugares. Creo que la juventud siempre fue sobrevalorada. Inclusive para mí, siendo muy chica, la belleza era de las personas con más vida. No de las de 20. Pero, lamentablemente, crecemos en una sociedad que todavía tiene un foco prioritario sobre la edad”, concluye. ¿Qué es lo que hace bella a Ortega? “Revisar en mis libros eso que subrayé alguna vez y volver a sentirme movilizada por lo que leo”, discurre. “Hoy ´soy contenta’. Y me parece hermoso, muy hermoso, poder compartir con otros todo lo que he aprendido a través de un cuento para niños, de un pijama o de un programa sobre poetas. Es entonces cuando me abrazo y digo: ‘¡Qué linda coherencia!’”.
Por Sebastián Soldano-Infobae