Podría decirse que la compañera de fórmula de Milei es una escritora de ficción: en sus dos libros sostiene una particular versión de los crimenes de lesa humanidad de la dictadura. En realidad, la actual diputada y otrora grupie de genocidas puso la firma a las dos publicaciones que escribió el exmarino de la ESMA Alberto González, quien hoy cumple dos condenas a perpetuidad.
En septiembre de 2006, el comisario Miguel Etchecolatz –quien fuera la mano derecha del general Ramón Camps– fue condenado a prisión perpetua por sus crímenes durante la última dictadura.
Días antes de conocerse la sentencia, se produjo la desaparición de Julio López, un sobreviviente de las mazmorras que él dirigía, cuyo testimonio en el juicio incidió en dicho fallo. En consecuencia, Etchecolatz fue investigado por ello, aunque de manera infructuosa.
Al ser allanada su celda en el penal de Marcos Paz, fue secuestrado el cuaderno que usaba para preparar su defensa. Allí, entre otros apuntes, había anotado un nombre: “Victoria Villarruel”. Nadie entonces imagino que ella, una simple “grupie” de genocidas, se convertiría, 17 años después, en la candidata a vicepresidenta más votada en las elecciones primarias del 13 de agosto pasado.
Envalentonada por ello, el 4 de septiembre pasado organizó en el Salón Dorado de la Legislatura porteña un homenaje a quienes los adoradores del terrorismo de Estado llaman “víctimas de la subversión”. Pero el asunto tuvo para su mentora una derivación algo embarazosa, al ser exhumado de las arenas del tiempo su vínculo con Etchecolatz.
También quedó al descubierto que solía visitar a otros represores presos, encabezados por Jorge Rafael Videla.
Ante el cariz mediático que adquirió la cuestión, Villarruel simplemente adujo que, por esos días, sus diálogos con semejantes interlocutores tuvieron por objeto “documentar todas las voces” para volcarlas en un libro.
¿Acaso se refería a “Los llaman jóvenes idealistas” (2009), su presunta opera prima en el campo de las letras, o a “Los otros muertos” (2014), escrito en presunta coautoría con un tal Carlos Manfroni?
En este caso, la palabra “presunta” no es antojadiza. Al respecto, resalta uno de sus “visitados”: el excapitán Alberto González Menotti, un esbirro de la ESMA con veleidades intelectuales, a quien ella considera su “formador”.
De hecho, sus encuentros con él –también en el penal de Marcos Paz– no sólo eran frecuentes sino que solía ir acompañada por otros negacionistas deseosos de conocer al ilustre presidiario. Entre ellos no pasó desapercibida la ya casi olvidada Cecilia Pando.
Pues bien, en un posteo subido por esa mujer el 23 de julio pasado en Twitter, señala: “Conocí a Alberto González por Victoria Villarruel. Fuimos juntas al penal, y él nos mostraba un libro que estaba escribiendo, que luego firmó ella”. Y añade una cuenta de esa red social: @segun_carafi.
Es la de Segundo Carafi, un muchacho del ala ultraderechista de PRO que fue funcionario del Ministerio de Desarrollo Social durante el macrismo, quien precisamente aquel día había posteado que González Menotti “escribió dos libros que ella (por Villarruel) firmó como propios”.
Más allá de la diferencia entre Pando y Carafi sobre el número de textos apropiados –una acción que la candidata nunca desmintió–, bien vale poner en foco la figura de González Menotti, comenzando por una antigua historia que lo tuvo por protagonista.
Un botín para Massera
A comienzos de 1977, la aplicación del terrorismo de Estado en Argentina se encontraba en su cenit. Por entonces, luego de que la Conducción Nacional de Montoneros se estableciera en Roma, intentando así encausar por vía remota la resistencia contra el régimen de facto, Rodolfo Galimberti, uno de sus más destacados cuadros militares, estaba a punto de partir hacia el exilio junto a su pareja, Julieta Bullrich, y su cuñada, la ahora afamada Patricia.
En tales circunstancias, una noticia cayó sobre él con el mismo peso de una gigantesca roca en el océano: “Tonio”, su gran amigo y lugarteniente en la Columna Norte de la “orga” (cuyo nombre era Pablo González de Langarica), acababa de caer en el agujero negro de los muertos-vivos.
Una patota de la Armada lo había capturado durante la mañana del 10 de enero en la esquina de Lavalle y Callao. En un operativo posterior, también fue secuestrada su mujer, Delia, y las dos hijas del matrimonio, de cinco y tres años. Era probable –suponía Galimberti– que todos ellos estuvieran cautivos en la ESMA. Y que ninguno sobreviviría.
Tal pálpito perduró en él hasta el 15 de abril.
Aquel viernes había quedado de una sola pieza al ver una fotografía de Tonio con peluca y una pierna enyesada, junto a dos encapuchados y una bandera montonera a sus espaldas. La imagen resaltaba en la tapa del diario italiano “La Repubblica” –en medio de un artículo a cuatro columnas– que, casi a modo de saludo, alguien extendió ante su rostro.
Era Miguel Bonasso, por entonces a cargo de la Secretaría de Prensa del flamante Movimiento Peronista Montonero (MPM), cuyo lanzamiento oficial sería anunciado seis días más tarde por Mario Firmenich en Roma. De hecho, Galimberti ocupaba una mesa en un bar del Trastévere, sobre la ribera occidental del río que cruza la ciudad. Bonasso tomó asiento a su lado, envuelto en un silencio sepulcral.
Con las cejas enarcadas, Galimberti seguía inmerso en aquella página.
En resumen, la nota reseñaba una conferencia de prensa “clandestina”, ofrecida en una suite del hotel Eurobuilding de Madrid por tres “montoneros disidentes”, ante una docena de periodistas europeos.
La voz cantante la llevaba Tonio. Y sus dichos, pronunciados –según el texto– con “un leve titubeo”, hicieron que los cronistas se cruzaran miradas incómodas. Y su remate fue: “La represión en Argentina es un invento de los líderes montoneros para confundir a la opinión pública internacional”.
Luego tomó el micrófono el tipo con capucha sentado a su izquierda. Una sola frase le bastó para que la impostura se desplomara del todo. “Ingresé a la organización subversiva con el propósito de encausar mis sentimientos nacionalistas”, fueron sus palabras. Los presentes, entonces, estallaron en una carcajada. Galimberti, al leer la palabra “subversiva”, también se permitió reír.
Lo cierto es que no tardó en trascender que el autor de esa frase era en realidad un miembro del Grupo de Tareas (GT) 3.3.2 de la Armada: el teniente de navío Miguel Ángel Benazzi. Y el otro encapuchado, el teniente de fragata González Menotti, nada menos que el futuro Pigmalión y “ghostwriter” de la señora Villarruel.
Lo que aún no se sabía era que a Tonio le habían enyesado esa pierna en la ESMA, antes de viajar a Europa, para así evitar su fuga, mientras Delia y las nenas quedaban como rehenes en ese “chupadero”. Ni que, primero, lo llevaron a Suiza por una delicada misión planeada por el mismísimo almirante Emilio Eduardo Massera: apoderarse, en un banco de la ciudad de Zúrich, de una parte del rescate obtenido por Montoneros en el secuestro de los hermanos Juan y Jorge Born.
Tonio fue a tal efecto una pieza clave, ya que tenía acceso a la caja de seguridad que atesoraba un enorme bolso con un millón de dólares, guardado allí por él a mediados de 1975. El asunto fue consumado sin contratiempos.
Esa novedad llegó a la base romana de Montoneros durante los últimos días de abril. En esa ocasión, Galimberti sólo atinó a decir:
–Tonio se quebró en mil pedazos.
Pablo González de Langarica fue puesto en libertad por sus captores en septiembre de 1977 y pudo reunirse con su familia en París. Desde entonces, su paradero fue un misterio. Pero no para siempre. Eso lo sabría González Menotti en carne propia.
El reaparecido
Ya habían transcurrido 36 años de aquel episodio cuando una mujer de rostro alargado y expresión amarga se abría el paso entre el gentío que pugnaba por ingresar a la Sala Amia del edificio de Comodoro Py, donde comenzaría una nueva audiencia del tercer juicio por los crímenes cometidos en la ESMA. Se trataba de la presidenta del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus víctimas (CELTYV), Victoria Villarruel.
Corría la mañana del 10 de julio de 2013. Desde la larga hilera de sillas que ocupaban los 54 acusados, González Menotti, quien reparó en su presencia, la saludó agitando una mano. Y ella estiró los labios; era su manera de sonreír. El tipo estaba sentado entre Jorge Acosta (a) el “Tigre” y Alfredo Astiz, sin suponer que ese viernes él sería la estrella de la jornada.
Hasta que, de pronto, el secretario del Tribunal Oral en lo Criminal Nº 5 convocó al próximo testigo: Pablo González de Langarica.
Villarruel, al observar a ese hombre alto y macilento que caminaba con pasos lentos hacia el estrado, quizás recordara la trama que lo enlazaba a su represor favorito. Una trama que el ex capitán supo relatarle alguna vez no sin arrancar con la siguiente frase: “El palo verde que nos regaló Firmenich”.
Ahora, por boca de Tonio, saldría a la luz su espeluznante prolegómeno.
Tras carraspear ante el micrófono, sus palabras brotaron sin un atisbo de titubeo; así narró las torturas que sus captores le infligieron. Lo notable es que no le preguntaban por personas sino por los bienes a los que podrían acceder. Al respecto, dijo:
–Era evidente que tenían alguna idea de mis funciones como correo de la Conducción Nacional en el exterior, que podría llevarlos hacia el dinero de Montoneros. Pero yo ignoraba cuanto sabían al respecto.
Lo cierto es que Tonio no abría la boca.
Entonces, súbitamente, escuchó el llanto de su hija menor.
–En ese momento me sacan la capucha, y dicen: ‘Hijo de puta, sabemos lo de la guita en Suiza. ¡Cantá!’.
Esa frase había sido pronunciada por González Menotti, que sujetaba a la niña por la nuca, a punto de aplicarle una descarga de picana en el cuello.
Fue en ese instante cuando Tonio –al decir de Galimberti– se “quebró”. Razones, claro, no le faltaban.
Al concluir aquella parte de su declaración, la sala del Tribunal quedó envuelta en un pesado silencio. El horror había paralizado a los presentes. Menos a la buena de Villarruel. Ella, con un gesto imperturbable y hasta despectivo, miraba un punto indefinido del techo.
Desde entonces, ya ha pasado más de una década.
González Menotti –entre cuyos hitos operativos se destaca el secuestro y asesinato de la fundadora de Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor, y las desapariciones de las monjas francesas Léonie Duquet y Alice Domon– fue destinado, ya en democracia, a las agregadurías navales de Argentina en el Reino Unido y Holanda.
De regreso, cursó la carrera de Historia en la Universidad de Belgrano. En 1989 lo nombraron jefe de investigaciones del Departamento de Estudios Históricos de la Armada. Tres años después lo pasaron a retiro por considerar que estaba “inutilizado para el servicio”.
Es posible que su mixtura de virtudes asesinas y académicas hiciera que la doctora Villarruel se deslumbrara con él. Tanto es así que ella se percibe su “discípula”. Y él hasta le cede la autoría de sus monografías. Conmovedor.
En la actualidad, González Menotti cumple dos condenas a perpetuidad. La primera (causa ESMA II) por su rol en la desaparición de 86 personas; en la otra (causa ESMA III), su cosecha asciende a 789 víctimas. También purga una condena a 20 años de prisión por abusos sexuales y violaciones a mujeres cautivas en los inframundos de la Armada.
Y Victoria Villarruel sueña con la vicepresidencia de la Nación.
Villarruel y el exmarino que está detrás. (Ilustración de Osvaldo Révora)
Por Ricardo Ragendorfer-Télam