Camillo Casati y Anna Fallarino tuvieron un matrimonio explosivo que incluyó orgías en las que el marido hacía de fotógrafo. Todo llegó a su fin cuando ella volvió a enamorarse.
Era la noche más deseada. Daban las tres y media en Roma, en la casa de via Puccini 9, la mansión del marqués Camillo Casati Stampa di Soncino, que esperaba impaciente que su esposa saliera del cuarto de baño. Había apagado las luces del dormitorio para que la penumbra hiciera más sugestivo y erótico su encuentro. El marqués estaba parado a un costado de la amplia cama del siglo XIX y temblaba de impaciencia por ver el cuerpo desnudo de su mujer, perfecta, una morocha de muslos fuertes y curvaturas diseñadas por algún artista celestial, y de pechos grandes y firmes. Su cabello negro, suelto, la convertía en un animal sexual. ¡Otra Sofía Loren! La puerta del baño comenzó a abrirse. Desde el dormitorio se veía su silueta iluminada por la luz del baño, que ella apagó. Ahora sí, la penumbra envolvía todo. Anna se dirigió en puntas de pies –pequeños–, hacia su marido, pero él la contuvo levantando la mano.
−Sos más hermosa que la propia Venus −le dijo a media voz−. ¡Te amo!
La marquesa, el marqués, la cámara de fotos y…
La marquesa sonrió e intentó dar un paso más. Solo veía a su marido, que estaba con bata de seda y sostenía una cámara de fotos en una mano. El marqués hizo un gesto de presentación dirigiendo su mano libre, en un suave movimiento, hacia el otro lado de la cama. Anna miró y vio la figura de un muchacho alto, desnudo. Ella borró su sonrisa y se quedó inmóvil. Al instante, sagaz, entendió todo. Fue hasta donde estaba su marido, le acarició la cara y le dio un apasionado beso. Luego se dirigió hacia el otro lado de la cama y se enfrentó con el muchacho. Era agradable. Lo tomó por los brazos y lo expuso un poco más a la luz de la luna que entraba por un pequeño ventanal con la cortina a medio cerrar. Era una noche fría y luminosa.
Dirigió la mirada a su marido y asintió sin decir palabra. El marqués, entonces, se sentó en un sillón de tela azul que había sido colocado a un ángulo propicio para que sus fotografías no omitieran ningún plano, aunque él se desplazaría luego durante la apasionada noche de sexo. Sexo, porque el amor era de Camillo y de Anna. Ella no ahorró nada. El marqués estaba tan satisfecho como los ocupantes del lecho en esa noche de sexo pleno. El joven le dio un beso de despedida a la marquesa, buscó sus ropas y salió de la mansión como le había indicado Camillo. El voyerista se acostó con su amada y la abrazó.
−¿Pagaste mucho?−, le preguntó Anna con timidez.
−No importa, querida, me hiciste muy feliz…
El marqués Camillo
Había nacido en Roma el 8 de enero de 1927. Le decían cariñosamente “Camillino”, diminutivo de Camillo, el mismo nombre de su padre, que pertenecía a una noble familia de Lombardía. Su papá se ocupó de todas sus necesidades materiales, pero sin atenderlo como lo haría un padre cariñoso, al contrario, estaba poco con su hijo y mucho más tiempo dedicado a sus placeres, o sea la ornitología y la caza, además pasaba mucho tiempo en la isla de Zannone –que “Camillino” convertiría años después en la isla de las orgías‒, donde tenía una espléndida villa construida sobre las ruinas de un monasterio. El pequeño Camillino era un niño consentido y malcriado, que por eso fue moldeando un carácter intrincado.
El chico se formó con los mejores instructores, pero jamás conoció el afecto familiar. A los 23 años, decidió formar su propia familia. En 1950, se casó con una bailarina, Letizia Izzo, más conocida como Lydia Holt. Se fueron a vivir al hermoso Palazzo Barberini, en Roma. Al año siguiente, nació su hija Animaría. Camillino heredó de su padre –como este del suyo− la pasión por la caza y la ornitología. También era un apasionado de los juegos de mesa, de las carreras de caballos y de las grandes reuniones y eventos sociales a los que concurría con asistencia perfecta. Por otra parte, iba seguido a la isla de Zannone junto con sus amigos millonarios. Camillino pasaba algunas temporadas en el pequeño municipio de Arcore, en la provincia de Monza, a unos 20 kilómetros al norte de Milán, en la casa de los Casati Soncini: la fabulosa Villa Giulini Della Porta, luego llamada Villa San Martino, que en la antigüedad había sido un monasterio benedictino. Décadas después, su hija Animaría se la vendería a precio vil a Silvio Berlusconi, antes de irse a vivir a Brasil.
La marquesa Anna
El 19 de marzo de 1929, en Amorosi, provincia de Benevento, en la Campania, nació Anna Fallarino, en una familia de clase media. No sobraba nada en la casa, más bien faltaba el dinero. Ernesto, el papá, era empleado de correos, y la mamá, Amelia, se desempeñaba como ama de casa y, además, tenía un título de maestra. Cuando Anna tenía tres años, su madre se escapó con un amante. Ernesto se confesó incapaz de criar a sus hijas. A Anna se la confió a su hermana, que ya tenía dos hijos, mientras Velia, la hermana menor de Anna, fue a vivir con otros parientes. Ubicadas sus hijas de esa manera, Ernesto también se fue. Anna no tuvo una infancia dichosa, al contrario. A los doce años, fue abusada por el párroco local, algo que escondió toda su vida.
A los dieciséis años, Anna Fallarino debía tomar una decisión: o se quedaba en Amorosi y se convertía en peluquera, o se iba a Roma. Decidió irse a Roma a probar fortuna. Quería ser actriz. Se alojó en casa de su tío Mario, un suboficial de Policía. Empezó a trabajar como empleada en una tienda de ropa y se daba maña para arreglar vestidos y otras indumentarias y transformaba la ropa vieja de sus amigas en vestidos a la moda.
Intentó hacer una prueba en Cinecittá. Anna, alta, de piel aceitunada, firme, tersa, hombros rectos, frente amplia, cejas arqueadas, pestañas postizas, pómulos pronunciados, nariz recta, cabello castaño largo y espeso, boca grande, labios sabrosos, dientes muy blancos, pechos grandes, glúteos redondos y firmes, bien podía transformarse en otra Sofía Loren. En los hombres causaba fascinación. Solo había una cosa que le faltaba para una completa comparación con las divas del momento: ella no tenía talento para la actuación.
Anna, Peppino y Camillo
En una fiesta que dio un amigo romano, Anna conoció a Giuseppe “Peppino” Drommi, propietario de una pequeña industria alimentaria. Se enamoraron. Drommi era un muchacho moreno, alto y elegante. Enseguida le regaló de todo, incluido un anillo de diamantes. Y no paró ahí. La llevó a la casa de sus padres, la presentó a su familia y le pidió permiso a su padre para casarse con esa encantadora morocha. Peppino era millonario, frívolo, querido por la alta sociedad romana y, ahora, feliz por su próximo casamiento. Llevó a Anna a las mejores y más glamorosas fiestas. Anna y Peppino se casaron en 1950.
En 1958, en un viaje a la Riviera francesa, Peppino se encontró con su amigo Camillo Casati Stampa y su mujer. Después de comer ostras y beber cócteles Kyr Royale, las dos parejas decidieron ir al restaurante Il Pirata, de Roquebrune-Cap-Martin, entre Mónaco y Menton. Allí conocieron al dominicano Porfirio Rubirosa, una mezcla de playboy y gigoló, rastreador de mujeres millonarias; de él se decía que tenía el encendedor de cigarrillos más veloz de la época, y era muy cercano a Rafael Leónidas Trujillo, o sea que Rubirosa venía a ser la cara bonita de una dictadura brutal.
Muy creído de sí mismo, Rubirosa se atrevió a conversar con Anna, pero, además, a rodear con su brazo el hombro desnudo de ella. La primera que lo miró con furia fue la esposa de Porfirio, la actriz francesa Odile Rodin, pero también Peppino y Camillino. Peppino se acercó a su mujer y a Rubirosa, con Camillino detrás. Tocó el brazo de Porfirio varias veces mientras le decía que sacara la mano del hombro de su mujer. Rubirosa hizo de cuenta que no lo escuchaba y que no había sentido esos golpecitos sobre su brazo.
Peppino, ya dispuesto a todo, le pegó un empujón muy violento al dominicano, que se dio vuelta y se trenzó en una pelea a trompada limpia con Giuseppe. Camillo cuidó a Peppino. En un momento se metió en medio de los dos y le dio varios golpes plenos a Rubirosa. Había quienes tenían ganas de aplaudir la paliza que estaba recibiendo el engrupido Porfirio. El marqués Casati estaba colorado; sus nudillos estaban colorados; la cara de Rubirosa estaba colorada; y el corazón del marqués estaba rojo y batiente por Anna Fallarino. Las mesas y sillas volaron por el aire, platos y botellas rotas, manteles por el piso. Anna escribió en su diario: “¡Y todo ese gran lío por mí!”.
Esa misma noche, Anna se hizo amiga de Letizia Izzo, la mujer de Camillo. El marqués, desde entonces, no pudo olvidar a Anna. El recuerdo de aquella pelea con Rubirosa estimuló su afán irrefrenable de cortejarla. Ella notó enseguida las intenciones del marqués, aunque simuló. La actitud de Camillo hacia Anna era tan evidente que Letizia se dio cuenta y dejó de verla y recibirla. La amistad se esfumó y cerró todas las relaciones con ella. Peppino, a quien le importaba más perder a su mujer que a su amigo, advirtió que Anna era complaciente con los agasajos y galanteos del marqués. Estaba deprimido, abatido.
Muchas de las cosas que definieron el rumbo de la vida de Anna ocurrieron en fiestas
En una de ellas, ese mismo año, Peppino, algo tomado, le hizo una escena de celos en público. La quería mucho para insultarla, pero la trató de mujer vulgar. Peppino se levantó de la mesa que compartían y se fue. Anna se quedó sola y lloró. Camillo decidió en ese instante que iba a terminar su matrimonio con Letizia. Se levantó de su silla y fue al lado de Anna a consolarla. Letizia se quedó sola y lloró también. Camillo abrazó a Anna y la invitó a bailar.
Apenas unas semanas después, Anna se fue a vivir con Camillo al Palazzo Barberini. La mamá de Camillo le dijo a Anna: “Me parece que sos la mujer indicada para un hombre como mi hijo, veo que tenés clase y sé que lo harás feliz, estoy segura de que el insatisfecho y pretencioso Camillo contigo dejará de buscar…”. Camillo ya había iniciado la separación civil de Letizia y, en cuanto al casamiento religioso, pagó más de mil millones de liras a obispos, cardenales y altos prelados del Vaticano para obtener la anulación del matrimonio. Anna también se separó de Peppino Drommi y obtuvo igualmente la anulación del matrimonio eclesiástico con el apoyo financiero de su nuevo amor.
Anna y Camillo se casaron por civil y el 21 de junio de 1961 lo hicieron por iglesia. A partir de ese momento, los dos comenzaron a vivir en el lujo más desenfrenado, y de fiesta en fiesta. Tenían varios inmuebles, el de via Puccini, en Roma, el Palazzo Soncino, en Milán, y otras propiedades en Cinisello Balsamo, Usmate, Muggió, Nova Milanese, Trezzano sul Naviglio, Gaggiano, Bareggio, un castillo en Cusago, la villa del siglo XVIII de Arcore (3700 metros cuadrados con una galería de arte que incluía pinturas de Tintoretto y Tiepolo y una biblioteca de más de diez mil volúmenes), un establo en Tor di Valle, barcos, automóviles. En verano, se trasladaban desde la isla de Zannone a L’île du Levant –una playa nudista–, viajaban a Córcega o Porto Rotondo para recibir a Aga Khan o a miembros de la antiquísima familia veneciana Doná dalle Rose.
Anna cedía a todas las fantasías sexuales de su marido
La ahora marquesa volcó en su diario algunas impresiones; por ejemplo, sobre su marido: “No sé cómo no se cansa, le gustaría que hiciera el amor continuamente y no solo con él, ¡casi nunca con él! Al principio, cuando me habló de ciertas libertades sexuales y relaciones promiscuas, pensé que lo estaba haciendo para despertarme o intrigarme. Al comienzo solo éramos él y yo, tal vez con algunos espectadores. Lástima que no duró mucho”.
En la isla de Zannone, en el Mar Tirreno y frente a la costa entre Roma y Nápoles, el marqués –además de ir de caza– solía organizar bacanales. Enredos de cuerpos desnudos tendidos sobre las rocas retorciéndose en múltiples poses frente al lente del marqués, quien con su cámara fotográfica captaba situaciones desde arriba, de costado, desde todos los ángulos y daba instrucciones precisas a ella y a los otros sobre qué hacer, como si fuese un director de cine. La protagonista absoluta, por supuesto, era Anna, que se entregaba a los presentes siguiendo con atención todas las órdenes de su marido, jadeando y moviéndose a voluntad.
Cuando no estaban en alguna gala –especiales o no–, vivían en vía Puccini 9, Roma. El apartamento, con vista a Villa Borghese, ocupaba los pisos tercero y cuarto. En el tercero estaba la entrada, los dormitorios de los marqueses, los baños, una sala de juegos, una sala de estar y un dormitorio de invitados. En el piso superior, el cuarto de servicio, el comedor, el salón de invitados y el estante de los rifles.
Hacia 1965, en la playa de Coccia di Morto o la de Ostia, el marqués comenzó a seleccionar a algunos muchachos con cuerpos atractivos, musculosos, y les daba de treinta a cincuenta mil liras para que se acostaran con su esposa, al aire libre o en una cabaña, mientras él fotografiaba y disfrutaba. Era la última inclinación del marqués: fuera en la playa o discretamente, en via Puccini de Roma, prestaba a su mujer y miraba cómo hacìa el amor con otro hombre mientras él registraba todo con su inseparable cámara. Parecía que ella lo tomaba como una diversión para complacer a su marido, y él estaba dichoso. En su diario, el marqués contó: “Hoy Anna me ha vuelto loco de placer. Hizo el amor con un soldado de juguete con tanta eficacia que desde la distancia yo también compartí su alegría. Me costó treinta mil liras, pero valió la pena”. En otra parte escribió: “Estábamos en la costa de Fiumicino y muchos la miraron. Elegimos a un joven. Fue satisfactorio. Lo hemos recompensado con treinta mil liras”.
Anna y Massimo
Había una condición de hierro, y era que Anna debía estar de acuerdo con el candidato que le proponía su marido. Terminaron acordando que al candidato también podían elegirlo entre los dos. Casi a fines de 1968, Camillo conoció a una holandesa que se parecía mucho a Anna. Pensó que su esposa no se opondría −y de hecho no se opuso−, y el marqués probó con fotografiar a las dos para divertirse aún más.
En enero de 1970, durante una fiesta de caridad, la marquesa conoció a un muchacho alto y agradable llamado Massimo Minorenti, de veinticinco años. Tenía todo menos plata. A Anna le encantó apenas lo vio y de inmediato se lo presentó a su marido, a quien le pareció un excelente participante para el singular trío. El joven era un estudiante de ciencias políticas que jamás había dado un examen, de tendencia fascista, atlético, con cabello rubio sobre la frente.
La primera noche fue magnífica, aunque a Massimo le incomodó que el marqués anduviera dando vueltas a la cama con su cámara de fotos. El cuerpo de Anna y su fogosidad le hicieron olvidar esos molestos clics. Anna sintió por primera vez, desde que empezaron estos “jueguitos”, que el sexo no era solo sexo. Hubo algo en ella que generó un afecto que no había sentido con los otros que pasaron por su cama o se revolcaron con ella en la playa. Las caricias transmitían cierto ardor, los besos le hicieron recordar aquel hormigueo de sus enamoramientos de juventud.
Casi nunca había ocurrido que uno de esos muchachos empleados para una noche o para un encuentro con Anna fueran requeridos otra vez. Pero Anna había insistido para que el encuentro se reiterara. Al marqués le pareció extraño que su mujer volviera a pedirlo. Durante los once años de matrimonio con Anna fue creciendo en Camillo el miedo de ser traicionado, es decir, que Anna se enamorara de alguno de estos muchachos que traía a su cama para entregarles a su mujer por unas horas. Para evitarlo, el marqués cambiaba todo lo posible los compañeros de Anna, pues pensaba que mientras no conociera bien a nadie no habría enamoramiento. Pero Anna se había enamorado de Massimo y perdió la cabeza por el chico.
Ya para febrero, Anna y Massimo comenzaron a verse en secreto fuera en un hotel o en la casa de algún amigo de él. Ella buscaba la intimidad de una relación apasionada y afectuosa. Massimo le hablaba con palabras dulces, le enviaba flores.
Anna, enloquecida de amor
Para junio de 1970, las salidas con Massimo eran muy frecuentes y Camillo estaba que echaba chispas, porque al final de cuentas se había producido lo que él tanto había temido: que su mujer se enamorase de uno de esos prostitutos. Peleaba a cada rato con Anna no solo por Massimo sino también porque ella ya no quería seguir siendo la mujer de muchos; estaba harta de ese “jueguito” del “mirón saca fotos” mientras ella estaba con otro hombre. Anna se lo dijo con todas las letras: quería terminar con eso.
El sábado 29 de agosto, el marqués cenaba en Venencia cuando recibió una llamada de Anna. Después de unos minutos de discusión, el marqués le dijo: “¿No te parece que estás apurando demasiado las cosas?”. Ella quería separarse. “Si ese es el caso, todo ha terminado entre nosotros, pero salí de la casa de inmediato… Si las cosas no se calman, lo arruinaré, tal vez lo mate… De todos modos, no te pasará nada. No te preocupes”. También durante esta llamada, Camillo le dijo a Anna que él quería hablar directamente con Massimo. El joven se acercó al teléfono y Camillo le gritó fuera de sí: “¡Cobarde, estafador!”. A las dos de la madrugada, tras la última llamada telefónica de Camillo, Anna y Massimo, asustados por las amenazas, se fueron a la casa de amigo de Massimo.
El domingo 30 de agosto, Camilo se levantó muy temprano y se fue a cazar patos. Luego almorzó y regresó a Venecia para tomar el avión de la tarde hacia Roma.
El encuentro
A las siete de la tarde, Anna y Massimo llegaron a vía Puccini para hablar con el marqués. Camillo cargó una escopeta de caza mayor con cinco cartuchos para jabalí. El marqués entró en la sala de estar. Mató a su mujer de tres tiros, a su amante de dos y luego se suicidó. A las nueve y media de la noche, Velia Fallarino, la hermana de Anna, entró en el salón. Había sangre por todas partes: en las cortinas de brocado, en los muebles Luis XV, en los sillones papales. Anna estaba sentada en un sillón, con una pierna sobre la otra apoyadas sobre un taburete. Camillo le disparó en el brazo, en la garganta y en el pecho. Massimo Minorenti, tenía un balazo en la espalda y otro en el cuello. Tenía una camisa estampada y pantalones de cuero. Murió con un ojo bien abierto. El marqués estaba acostado de espaldas detrás de un sillón, con la cabeza rota, junto a él, su escopeta.
En la sala se encontró el diario del marqués, que contenía más de mil quinientas fotografías pornográfico-eróticas y miles de reflexiones, observaciones y apuntes sobre los encuentros sexuales de Anna Fallarino.
Annamaría, la hija de Camilllo, también fue rápidamente a Roma y fue la que reconoció oficialmente a los tres cadáveres. Entró en el estudio, de escaparates blancos. Quedaban unos pocos libros de Anna. Uno de ellos era Las flores del mal, de Charles Baudelaire. Había un señalador en estos versos:
Y habiéndose la lámpara resignado a morir,
como el hogar solo iluminaba la estancia,
cada vez que exhalaba un resplandeciente suspiro,
¡inundaba de sangre aquella piel colorida de ámbar!
Por Ricardo Canaletti-TN