Juana y Miguel se pusieron de novios cuando estaban en la secundaria y ella quedó embarazada. Aunque estaban muy enamorados, ella no quiso casarse con él porque era chica y quería seguir estudiando sin atarse a una pareja. Terminaron separándose y compartiendo la crianza de su hijo. Pero cuando él se casó con otra mujer, las cosas cambiaron para siempre
Se conocían desde chicos, pero se pusieron de novios en cuarto año de la secundaria. A Miguel le fascinaba el carácter de Juana; no era como sus otras compañeras, tan resuelta y decidida y a la vez tan reservada. Se había pasado meses mandándole cartitas y notas de banco a banco, no fue tarea fácil conquistarla. Quiso probar acompañándola a su casa a la salida, pero la respuesta de Juana siempre era la misma: caminaba las primeras dos cuadras con él y después se excusaba, la esperaban en otro lado, tenía que pasar por el almacén antes de volver, se había olvidado algo en el colegio. Nunca terminaban el trayecto juntos.
En la esquina en la que solían despedirse, Miguel se animó a robarle el primer beso. Ella se puso colorada; aunque parecía experimentada, no había tenido otros novios. Y ellos fueron eso desde ese momento. Había una razón por la que Juana no quería que Miguel fuera a su casa, era una construcción precaria en un barrio muy humilde y, en cualquier momento del día, llegar era encontrarse con su papá borracho y rogar que al menos estuviera de buen humor. Le daba mucha vergüenza que Miguel, que venía de una familia más acomodada, supiera cómo vivía. ¿Cómo iba a sostener después el orgullo y la altivez con los que lo había enamorado?
Así que, en cuanto la relación se afianzó, el lugar de encuentro siempre fue la casa de él. Con la familia de Miguel, Juana encontró apoyo y contención. La madre era una señora amorosa que enseguida la adoptó. Aunque tampoco les sobraba demasiado, siempre había un plato para ella y muchas noches la invitaban a quedarse.
La vida parecía acomodarse para ella y disfrutaba de su amor como cualquier adolescente, hasta que un atraso encendió la alarma. Juana entró en pánico, no sabía si en su casa iban a darle una paliza o si la iban a obligar a casarse. Pero se puso firme, porque lo que sí sabía era que no quería la vida de su madre, atarse para toda la vida a un hombre maltratador, tener que correr atrás de más hijos que los que había deseado jamás, sufrir la angustia diaria de no poder criarlos como quería. “No, de ninguna manera –le dice ahora a Infobae–. Estaba por terminar la secundaria y quería seguir estudiando, progresar, tener un futuro distinto para mí y para mi hijo”.
No dudó sobre ser madre, lo que no iba a aceptar era casarse. Miguel también estaba en shock, aunque le costó aceptar la decisión de Juana, ¿no era mejor si se mudaba con él y su familia a su casa? Juana se negó, decía que eran muy chicos y que necesitaba espacio. Lo quería con toda el alma, pero no estaba preparada para ser la esposa de nadie. Y tenía que poner toda su energía en prepararse para ser madre sin descuidar sus estudios.
Al padre de Juana no le gustó la noticia, pero cuando cayó en la cuenta de que iba a ser abuelo algo en su corazón dio un vuelco. “Lo sintió como una oportunidad para rehabiltarse, la presión de alimentar una boca más –pese a que Miguel y su familia también se comprometieron a colaborar con la crianza– lo forzó a volver a trabajar y encarrilarse”, dice Juana. La única condición que le pusieron para ayudarla fue que ella también trabajara. Lo aceptó sin quejarse, le parecía que entre todos habían encontrado la mejor manera de sobrellevar la situación
Para Miguel, sin embargo, algo ya estaba roto. No podía asimilar del todo que ella no hubiera querido aceptar su propuesta de casamiento. Entre eso y las tensiones propias de la edad y del embarazo que no habían buscado, empezaron a alejarlos. Peleaban todo el tiempo, por cualquier pavada. Para cuando nació el bebito ya no estaban juntos, aunque Miguel estuvo ahí para acompañarla y recibir a su hijo.
Con la llegada de Nico, Juana se abocó a la crianza y a rendir libres las materias de quinto año que le quedaban. Cuando se recibió, entró al profesorado, si algo había aprendido de su maternidad precoz era que los chicos le encantaban; quería ser maestra. Eso terminó de desilusionar a Miguel, que estaba convencido de que una vez que naciera el bebé iban a volver a estar juntos, y veía que Juana seguía rechazándolo. Estaba demasiado ocupada en salir adelante.
Cuando Miguel conoce a otra mujer, Lucía, y comienza a rehacer su vida, Juana se da cuenta de cuánto lo quería. (Imagen Ilustrativa Infobae)
Al final, él conoció a otra chica amorosa y se puso de novio. “Recién entonces me di cuenta de cuánto lo quería. Me moría de celos y no podía evitar demostrarlo”, dice Juana. Lucía también era madre soltera y Miguel se conmovió con su entereza. A diferencia de Juana, ella sí quería casarse y formar una familia con él. No pasó mucho hasta que lo hicieron. Eran felices. Al poco tiempo, nació una hija en común.
Juana estaba enojada y dolida. No entendía por qué el hombre que le juraba que era el amor de su vida y le rogaba hasta hacía tan poco que volviera con él ahora había decidido rehacer su vida con otra. Se desquitó negándole que Nico fuera a su casa, decía que no quería que lo criara otra mujer. Miguel tuvo que resignarse a seguir viendo a su hijo en casa de sus abuelos.
“Me había empecinado en recuperarlo y no me importaba nada. No quería saber si la nueva pareja de mi ex era buena o mala, quería que me devolviera a mi novio”, cuenta con culpa. Así que lo esperaba a la salida del trabajo y lo llamaba con cualquier excusa. Él no había dejado de quererla y ella lo sabía, y en nombre de eso insistió de todas las maneras. Hasta que Miguel le confió que estaba esperando otra beba y le pidió que por favor se hiciera a un lado: “Yo necesito seguir con mi vida, y mi vida hoy es con Lucía. Mientras vos estés cerca no voy a poder comprometerme del todo y Lucía no se merece eso”, le dijo. Juana entendió.
Pasaron los años. Juana no volvió a tener pareja, se concentró en la docencia y en la crianza de Nico. No tenía trato con Lucía, pero permitió que su hijo, que ya tenía 9, creciera cerca de sus hermanas. Era amorosa con ellas cuando las veía en lo de sus ex suegros y las chicas le tenían cariño porque sabían que era la mamá de su hermano mayor. No había olvidado a Miguel y a veces se encontraban a almorzar como viejos amigos, aunque los dos sabían que les pasaban otras cosas. Él no pensaba dar ningún paso que perturbara la tranquilidad de su familia ensamblada.
Juana no tenía trato con Lucía, pero permitió que su hijo, que ya tenía 9, creciera cerca de su padre, sus hermanas y Lucía (Imagen Ilustrativa Infobae)
La menor de sus hijas tenía dos años cuando Lucía sintió los primeros dolores. Estaba anémica y muy flaca, le costaba ocuparse de sus chicos como lo había hecho siempre. El diagnóstico fue demoledor: una leucemia aguda con pocas posibilidades de sobrevida, sobre todo porque era muy joven y la enfermedad avanzaba sin tregua. No le tenía miedo al sufrimiento y soportaba estoica los tratamientos, pero, ¿qué iba a ser de su familia cuando ella no estuviera? Esa pregunta comenzó a asaltarla a diario y se convirtió en la principal de sus preocupaciones.
Juana sabía que algo pasaba por lo que le contaba su hijo: el ambiente estaba raro y muchas veces veía a sus abuelos llorando. Se sorprendió de todos modos al escuchar a Lucía al otro lado del teléfono; con la voz débil, le pidió si podían encontrarse a tomar un café, necesitaba hablar con ella. Lo entendió en cuanto la vio entrar al bar: llevaba un pañuelo en la cabeza y caminaba despacio.
“Sé que nunca tuvimos una buena relación, me hubiera gustado, pero yo también estaba celosa de vos –le dijo en cuanto se sentó–. Necesito pedirte algo: sé que vos sos una buena mina y una buena madre, como yo, y que querés a mis hijas. También sé que seguís enamorada de Miguel y tengo la intuición, siempre la tuve, de que él tampoco pudo superar lo de ustedes…”. Juana la frenó: “¿Por qué me decís esto? Todavía tenemos tiempo para acercarnos y llevarnos mejor –por un momento, la interrumpió la emoción–. ¡Perdoname por tantas estupideces que hice, Lucía! Podemos ser amigas, acompañarnos un poco más mientras criamos a los chicos…”. A Lucía también se le caían las lágrimas: “Vos sabés que ya no hay tiempo; yo me voy a morir, Juana. Y estoy acá para pedirte que seas vos la que cuide a mi familia cuando yo ya no esté. Por alguna razón estoy segura de que vas a saber qué hacer”.
Lucía le pidió a Juana que cuidara a sus hijos. Que no le dijera nada, que bastaba un abrazo. Y se abrazaron con fuerza (Imagen Ilustrativa Infobae)
Juana negaba con la cabeza, pero Lucía insistió: “Te lo pido por lo que más quiero que son Miguel y mis hijos, necesito saber que vos vas a estar para cuidarlos. No hace falta que digas nada, me basta con un abrazo”. En el bar y ante pocos testigos, esa tarde calurosa esas mujeres que habían estado enfrentadas se abrazaron con fuerza.
Desde ese día, Juana empezó a visitar a Lucía en su casa. Llevaba comida y se ocupaba de las tareas de los chicos y las cosas de la casa. En los cuatro meses terribles que siguieron, la cuidó como a una hermana. La peinaba, le leía y comentaba con ella los programas de la tarde. Miguel asistía a la alianza entre las dos madres de sus hijos en una especie de trance. Entre el dolor, la culpa y la aceptación.
Cuando Lucía murió, Juana estuvo ahí para consolar a sus hijos como le había prometido y para ellos resultó lo más natural del mundo. Hacía meses que era una presencia constante y amorosa. Le llevó mucho más tiempo reconocer que todavía podía darse otra oportunidad con Miguel. “Como nunca antes, ahora necesitaba respetar a Lucía, ese lugar no era mío sino de ella y sentía que me quedaba demasiado grande”, dice.
Juana estuvo ahí para consolar a los hijos de Lucía como le había prometido y para ellos resultó lo más natural del mundo (Imagen Ilustrativa Infobae)
Había pasado más de un año de eso cuando Miguel la encaró: “¿Y si tenía razón? ¿Y si tenemos que volver a estar juntos?”. “Necesito tiempo”, pidió Juana. “Te diría que fuéramos de a poco, pero con todo lo que nos pasó parece ridículo”, le dijo él. No estaba equivocado, todo parecía absurdo. “Menos lo que sentíamos –dice Juana ahora–. Por eso nos olvidamos de lo que podían decir y de nuestros propios miedos. Teníamos la bendición de Lucía y nuestros hijos estaban sanos y contentos. No necesitábamos más que eso”.
Por Mercedes Funes-Infobae