“Bienvenido, profe, a las fuerzas del cielo”, escribió Milei para darle recibimiento como presidente de la Comisión de Presupuesto de Diputados a José Luis Espert, su exaliado, su excompetidor y su nuevamente aliado ahora.
Espert no debe creer en las fuerzas del cielo como tampoco Federico Sturzenegger, por más que coleccione réplicas en miniatura de las naves de la saga de La Guerra de las Galaxias. Pero Milei sí cree en ellas. Precisa creerlo él mismo para sobreponerse a la diferencia de fuerzas políticas con que cuenta. Y precisa, ya más difícil, hacérselo creer a los demás para poder construir una narrativa que opere como sustento de su cambio de régimen. Narrativa que el kirchnerismo llamó relato y en su abuso terminó siendo sinónimo de verso, chamuyo y hasta curro, pero que el más controversial filósofo del derecho, y de alguna manera también historiador, Carl Schmitt, llamó “mito” sin el cual no se podía gobernar.
No solo él sino Walter Benjamin y otros célebres filósofos consideraron que los mitos eran una fuente de energía política imprescindible para legitimar y posibilitar cualquier revolución o contrarrevolución (que es precisamente lo que Milei quiere gestar y no lo primero), pero Schmitt es el gran mitólogo político: escribió en 1923 La teoría política del mito, donde sostuvo que “el mito es la exégesis del símbolo”.
El mito del Leviatán de Thomas Hobbes, inspirado en un monstruo bíblico, dio sustento práctico a la aceptación universal de monopolio de la fuerza en manos del Estado y la primigenia forma de pacto social. El mito de la horda primitiva, donde los machos jóvenes se rebelan y matan al macho jefe, reinaba y tenía el monopolio de las mujeres de Freud en Tótem y tabú, es interpretado como avance hacia un sistema de liderazgo menos autocrático.
La Biblia es una acumulación de mitos fundantes de la cultura occidental: la sola idea de un infierno, un purgatorio y un cielo, que para el papa Francisco es literalmente una metáfora, ordenó en Occidente la tensión entre las pulsiones humanas y el deber y la moral.
Pero para Carl Schmitt había un mito fundamental y poco reconocido sobre el que se ordenó toda la historia occidental hasta la Ilustración, del siglo III al XVIII, que es sobre el que primero se sustentó el Imperio Romano, luego el derecho romano (el ius publicum europaeum), el cristianismo y las monarquías (imperium y sacerdotium), o sea Europa en su conjunto y sus sucursales en los otros continentes.
La palabra griega kacheton –katécho– quiere decir impedir y retener. El mito cristiano de que antes del fin del mundo llegaría el Anticristo prescribía a todo buen cristiano contribuir a la “restricción katechóntica” para impedir su llegada. Anticristo fueron los bárbaros y los musulmanes contra los que se hicieron las Cruzadas en el medioevo, o los tártaros para la Iglesia Ortodoxa Rusa en nuestro Renacimiento. Y fue el temor de que los árabes conquistaran la Península Itálica, como ocurrió con el norte de África, y que el islamismo hubiera sustituido la cultura antigua y cristiana, lo que dio legitimidad a los gobiernos europeos. El poder del monarca, señor feudal, del gobernante de turno, residía en garantizar con su organización y sus ejércitos la lucha contra el Anticristo y la perdurabilidad del mundo, cumpliendo el katechon. Y así las “las fuerzas del cielo” le concedían su autoridad y legitimidad en el poder.
Milei varias veces lo mencionó literalmente, hasta dijo que el papa es el Anticristo, el representante del Maligno en la tierra. Pero para Milei no es Francisco sino el socialismo el Anticristo, y la doctrina social de la Iglesia que da origen al concepto de justicia social como resultante del “mito” de la igualdad humana, y este papa es solo el mayor defensor de la justicia social de todos los papas.
Las fuerzas del cielo vienen a luchar contra los apóstatas, quienes reniegan, abjuran y traicionan la verdadera fe promoviendo creencias falsas para llevar el (un) mundo a su fin. El Anticristo no es un diablo, el demonio encarnado, sino un ser humano: precisamente un apóstata que –metafóricamente– se hace pasar por Cristo, promoviendo una falsa religión que represente lo verdadero, lo bueno y lo útil siendo lo contrario: por ejemplo, el comunismo para Milei.
El gobernante que logra encarnarse en el mito del katechon siendo el héroe que viene a salvar a la sociedad de las falsas creencias y del camino del mal, de los apóstatas que quieren la ruina, consigue el apoyo de la población para poder producir el cambio de época. Para Schmitt, la conciencia de la historicidad se basaba en lo apocalíptico y mito era igual a legitimidad.
El filósofo italiano Diego Fusaro escribió el libro Katechon: Rusia como freno del imperialismo estadounidense, explicando cómo Putin utiliza el mito del katechon para legitimar frente a su pueblo la guerra en Ucrania como una forma de defensa de la cultura rusa, a la que quieren imponer falsos valores. Y el mito del katechon era utilizado por el fascismo para luchar contra “la falsa creencia del liberalismo y el parlamentarismo”.
En la Italia de los años 20, Mussolini decía: “Hemos creado un mito. Este mito es una creencia y una pasión. No hace falta que sea una realidad (N de R: que Argentina fue a fines del siglo XIX el país más rico del mundo, cuando tenía solo 4 millones de habitantes, como relata Milei). Es una realidad en el sentido de que es una incitación, de que es una esperanza, de que es una fe, de que es coraje. Nuestro mito es la Nación. Nuestro mito es la grandeza de la Nación. Este mito es lo que queremos trasladar a una realidad completa. A ello subordinamos todo lo demás”.
A los jóvenes que mayoritariamente votaron a Milei y también a los adultos que se ilusionaron creyendo que “el ajuste es al otro”, y en ambos caso comienzan a desilusionarse, les valdrá leer este párrafo de Carl Schmitt sobre los mitos: “Todos los mitos sobre el progreso se basan en estas identificaciones, es decir, en la suposición infantil de que uno será parte de los dioses de ese nuevo paraíso. Sin embargo, en realidad, el proceso de selección es muy riguroso, y las elites nuevas se ocupan de vigilar con más atención que las antiguas. Deberíamos, por tanto, hacer una pausa antes de entusiasmarnos con el nuevo paraíso”.
A pesar de representar opuestos ideológicos, hay puntos de contacto entre la visión amigo/enemigo de Laclau y Carl Schmitt. El mito para Laclau era un “significante flotante”. El populismo es una herramienta para una forma de ejercicio del poder que trasciende lo ideológico y se emparenta en el maximalismo de la dosis. Los populismos, tanto de izquierda como de derecha, comparten tener conciencia mítica versus el materialismo ateo del marxismo y el libertarismo. Ningún otro libertario en la historia del mundo llegó a ser jefe de Estado como lo logró Milei, casualmente porque les faltó esa conciencia mítica que hace a Milei populista, una contradicción en esencia que explica el eclecticismo de sus medidas muchas veces más intervencionistas que las de muchos gobiernos predecesores. Habrá que ver si prevalece el componente libertario secular de Milei o su componente populista expresado en la dimensión mesiánica de su cognitividad.
En el excelente libro de Federico Finchelstein Mitologías fascistas: historia y política de la irracionalidad en Borges, Freud y Schmitt se reconstruye un pasaje de un texto de Schmitt en Hamlet y Jacobo I de Inglaterra: “Los mitos eran no solo metáfora, sino ejemplos vivientes de una época política que emanaba el pasado y que también representaba el futuro. Los mitos eran fragmentos de realidades históricas de larga data que establecerían conexiones profundas entre los humanos y su existencia histórica”.
El mito tiene enorme fuerza movilizadora resultando un “vehículo” para un cambio de época y creación de una nueva normatividad, “no hay desarrollo histórico trascendente sin mito”. Lo sagrado y lo político van de la mano para Schmitt: una de sus principales obras lleva como título Teología política.
Escribir sobre Javier Milei, que quizá nunca haya leído a Schmitt, cargando de significado sus acciones, que pueden ser solo el resultado de una lógica carnavalesca, puede ser un exceso de intelectualismo. Pero en realidad, sobre lo que se escribe es sobre el fascinado entusiasmo y el credo totalitario de una parte de la sociedad argentina que Milei representa, incluso más allá de su conciencia y entendimiento.
Por Jorge Fontevecchia-Perfil