La fascinación y el odio que la publiscística de la llamada “nueva derecha” siente por Antonio Gramsci ha dado lugar a un nuevo capítulo de enredos.
Ya no son sólo las intervenciones fascistoides de Agustín Laje que, empleando la expresión “batalla cultural”, convoca a sus seguidores a esquilmarles a los “zurdos” sus modos de operar en el pensamiento mientras celebra cada represión estastatal de las manifestaciones populares. Ahora es el propio Javier Milei quien menciona al comunista italiano. Según el presidente argentino, “Gramsci señalaba que para implantar el socialismo era necesario introducirlo desde la educación, la cultura y los medios de comunicación. Argentina es un gran ejemplo de ello. Cuando uno expone la hipocresía de cualquier vaca sagrada de los progres bienpensantes, se les detona la cabeza e inmediatamente acuden a todo tipo de respuestas emocionales y acusaciones falsas y disparatadas con el objetivo de defender a capa y espada sus privilegios”. La cita banal al escritor comunista encerrado en la prisión de Mussolini es intencionalmente ambigua. De un lado se alude a él como una suerte de manipulador de almas, un teórico del engaño infiltrado en la sala de máquina de las palabras que se difunden socialmente. Por otro, se le reconoce una eficacia, puesto que se le adjudica sabiduría en el plano de la elaboración de la ideología. Leer a Gramsci es para ellos aprender del enemigo. La derecha extrema lo nombra al modo de una admisión, como quien es forzado a conceder una razón en aquel a quien desea eliminar. Por tanto cae sobre Gramsci -¿cómo sobre Maquiavelo o Nietzsche?- la sospecha de que podría ser leído por lectores enfrentados. Habría una enseñanza útil, que los reaccionarios podrían aprovechar para sus propios intereses, a pesar del carácter marcadamente comunista de sus ideas. La cita que la derecha extrema hace de la potencia intelectual de Gramsci supone una operación delicada. Porque estas derechas ven en él la astucia última de una izquierda revolucionaria derrotada en la lucha económica y luego “infiltra en la cultura” para desde continuar su guerra contra el orden. El riesgo que corren al ocupar el territorio gramsciano consiste en confiarse demasiado en la competencia que le plantean a esa misma izquierda que los obsesiona tanto como la aborrecen sobre la base del tipo de lectura de sus textos y a los modos de encontrarles una utilidad actual.
Como recuerda estos días Abel Gilbert, el general Diaz Bessone -represor de la última dictadura- aludía a Gramsci para denunciar la iniciativa de juzgar a los responsables del terrorismo de estado como parte de un complot subversivo en los siguientes términos: “Es hora de una lucha sin cuartel contra la agresión marxista-leninista y gramsciana, que particularmente desde el 10 de diciembre de 1983 nos ataca. Hay que destruir su propaganda, desenmascarar su rostro. El silencio y la inacción son cómplices”. Esta expresión “y gramsciana”, sumada a la indicación de la fecha en que asumía el gobierno de Alfonsín, señala el origen de la actual publiscistica de la ultraderecha llevada a cabo desde la presidencia de la nación
La continuidad se observa en la asociación de Gramsci con la acción enmascarada cuyos efectos se hacen notar en el lenguaje social sin que se sepa bien quién las puso en circulación. Lo permanente es el carácter paranoico de la derechista “batalla cultural”. Siguen leyendo a Gramsci de acuerdo al reglamento de contrainteligencia, son lectores fieles a un ejército represivo que inspecciona la cultura con el único fin de detectar allí la presencia del subversivo camuflado de docente de la educación pública, artista popular o militante feminista. Lo que de ningún modo hace justicia con los grandes textos de los llamados “gramscianos argentinos” -título de un gran libro de Raúl Burgos sobre los editores de la mítica revista Pasado y Presente– completamente ignorados por la publiscista de la derecha. Tanto Los usos de Gramsci, de Juan Carlos Portantiero como La cola del diablo en América Latina, de José Aricó deberán ser releídos a la luz de esta nueva invocación al autor de Los cuadernos de la cárcel. Porque en el fondo de eso se trata: ¿cómo leer a Gramsci hoy? Si hubo en el pasado una lectura alfonsinista del italiano -a cargo precisamente de varios de los “gramscianos argentinos” (lo cual alimentaría seguramente a los temerosos de Díaz Bessone)-, y hubo una lectura neogramsciana del kirchnerismo, a cargo de Ernesto Laclau, se trató en ambos casos de lecturas que buscaban responder a la pregunta sobre los destinos de los procesos de emancipación en un contexto histórico no revolucionario. Es decir: eran rastreos empecinados en extraer lecciones de la tradición de la izquierda revolucionaria útiles para una argentina que procesaba la derrota de esas izquierdas bajo la idea de modernización democrática. ¿Qué ha cambiado? ¿Ya no se sabe cómo leer a Gramsci? Para la nueva militancia reaccionaria, su nombre quizás evoque algo así como un manual de comunicación. Gramsci como teórico de la programación comunicacional y anticipador de los actuales “influencer”. Aunque aburra aclararlo, Gramsci elevaba a los intelectuales al rango de agentes claves de la articulación política de la sociedad, en cuanto se los consideraba “orgánicamente” ligados a determinados continentes humanos activos en la producción del mundo (clases sociales). El intelectual así concebido, no es simple el erudito o el mero lector, sino aquel cuya función técnica o cultural está en lazada a la expansión política y cognitiva de la “praxis” de esas clases. El intelectual resulta así clave en la constitución de “bloques históricos” y es precisamente ese carácter histórico de las articulaciones sociales la que hace que la política no pueda desentenderse nunca de los lenguajes, las memorias y el conjunto de las representaciones que animan la vida concreta de las clases en cuestión. Ahí donde clases dominantes del capitalismo fomentan la constitución y cooptación de intelectuales orgánicos que piensan desde la producción de mercancía (pero también desde el patriarcado y la raza), Gramsci animaba, por el contrario, una teoría política de la disputa -la filosofía de la hegemonía es una filosofía del antagonismo- derivada de la actividad de las clases productivas subordinadas, cuyos intelectuales orgánicos debían neutralizar la influencia del pensamiento-mercancía (es el pensamiento tal y como se lo organiza materialmente a partir de la constitución capitalista del mundo) y anteponer practicas e instituciones de un contrapoder capaz de difundirse socialmente, procedente de las condiciones sociales y técnicas del trabajo entendido como cooperación social. La idea del presidente que afirma a Gramsci como la máscara de un progresismo cultural cuyo dominio incorpóreo está detrás de cada obstáculo con que se choca al implementar su salvaje plan de ajuste no se ajusta a la pretensión de su grupo de constituir una nueva hegemonía desde el poder.
El cliché de la “batalla cultural” (expresión caricatural que ya había sido hecha propia por todas las formaciones políticas actuales) deberá enfrentarse más temprano que tarde con aquellos sujetos que insisten en la construcción de una hegemonía de tipo socialista (anclada en lo común). El patetismo de la publiscística de la derecha durará mientras perdure el actual oscurecimiento político de las percepciones colectivas (¿no nos acerca esta situación al del comunista que combate aislado al fascismo?). Pero haríamos mal en ignorar los esfuerzos actuales por construir un nuevo momento gramsciano. Entre otras muchas cosas, Gramsci fue editor de una revista llamada Ciudad Futura. Con ese nombre un partido político formado por jóvenes rosarinos ha sido ido votado por uno de cada dos electores de la ciudad. Ciudad Futura fue también el título de la última revista que sacaron en los 90 los “gramscianos argentinos”. El itinerario de Gramsci de la argentina posterior al 2001 lo está escribiendo una nueva generación, lejana al AMBA y próxima a las organizaciones sociales y gremiales, a los feminismos y a un nuevo modo de hacer converger territorio y gestión pública. No está mal que el presidente nombre a Gramsci. Porque ese nombre no ha dicho aun la última palabra.
Por Diego Sztulwark