No se trata de una enfermedad descripta en los Manuales de Medicina. Pero se podría definir a la Oficialitis como una afección que inhibe el sentido crítico de quienes la padecen, una epidemia cuyo desarrollo constaría de cinco fases: 1) crecimiento del número de contagios, 2) pico y consolidación del brote, 3) baja paulatina de casos, 4) fin de la epidemia, 5) secuelas postraumáticas.
En la Argentina es un mal que reaparece cuando bajan las defensas sociales. Que es lo que ocurre ahora, cuando se estaría ingresando en su fase dos, la más peligrosa.
Brotes anteriores. Históricamente, el período con el saldo más lamentable fue el de la última dictadura. Una época de Oficialitis aguda con amplios sectores que celebraron la ruptura democrática y luego callaron. Basta revisar los diarios de la época que reflejaban el silencio cómplice o el apoyo explícito de políticos, empresarios, religiosos, artistas y medios de comunicación que –como ahora–hacían de cuenta de que todo lo que entonces pasaba era normal.
En otra escala, también hubo brotes notorios en democracia. Uno tuvo lugar en los primeros tiempos del menemismo. El aspiracional de un país del primer mundo y la promesa de que un peso valdría un dólar por “los próximos cien años”, hacía ver a los críticos de ese modelo y de la corrupción de los 90, como los verdaderos enfermos, afectados por un escepticismo crónico.
Que como en la dictadura, el menemismo y el kirchnerismo, Perfil vuelva a estar en la mira de un Gobierno no es…
Con el kirchnerismo hubo otro pico de Oficialitis que duró desde que asumió Néstor Kirchner hasta la crisis del campo. Fueron más de cinco años en los que el crecimiento de la economía y la dureza de ese gobierno con los oponentes, generó un caldo de cultivo propicio para el anestesiamiento de cualquier crítica. Otra vez, lo que primó fue ese estado de simpatía acrítica que sirvió de contexto para que se terminara de consolidar esa corriente política.
Como si el tejido social argentino fuera incapaz de generar anticuerpos frente a lo que tantas veces sucedió, la historia hoy vuelve a repetirse con el inevitable toque farsesco que la hace más dolorosa.
Lo que une a estos procesos históricos es que cuentan con el apoyo significativo de un porcentaje de la población. Que es acompañado por el relato de líderes sociales, políticos, económicos y mediáticos que le otorgan cobertura y legitimidad a cualquier medida del poder de turno.
En todos los casos, la inhibición del sentido crítico ante quienes gobiernan es inversamente proporcional al auge de las agresiones hacia quienes cuestionan al Gobierno. Estos son tratados como inadaptados y se los escracha en público con la anuencia general y la fuerza institucional del Estado.
Fase cinco. Luego, cuando los gobiernos se debilitan y el brote cede, aparecen las secuelas postraumáticas. La fase cinco.
El efecto más característico es la pérdida de la memoria.
…novedad ni lo más grave. Lo grave es que la pérdida del sentido crítico ante el poder, propicia el autoritarismo
Las personas no sólo olvidan que la falta del sentido crítico ya había asolado al país y que ellos mismos padecieron el trauma; sino que se activa un sentido hípercrítico (no autocrítico) contra los mismos oficialismos que antes se defendían ciegamente.
Hoy, tras dos gobiernos débiles como los de Macri y Fernández que no llegaron a desarrollar ni un nuevo relato hegemónico ni un oficialismo mediático, con la asunción de un líder extremo como Javier Milei volvió la Oficialitis.
Como si fuera un bucle de la historia, como si nunca antes hubiera ocurrido, como si no se hubiera aprendido sobre los costos de anestesiar el sentido crítico general.
La Oficialitis actual atraviesa la fase dos en la que se celebra como positivo lo bueno, lo regular, lo malo y lo disparatado del oficialismo; y se repele al que opina distinto como si fuera un virus que amenaza a todo el sistema de creencias.
Represalias. Editorial Perfil intenta ser como ese virus que reivindica el sentido crítico frente a los que ostentan el poder. Por hacerlo, sufrió las correspondientes represalias.
Durante la dictadura, cuando la revista La Semana (predecesora de Noticias) fue repetidamente clausurada y su director, Jorge Fontevecchia, terminó detenido en un centro clandestino y después obligado a exiliarse en los Estados Unidos hasta el regreso de la democracia.
Durante el menemismo, cuando se sufrieron amenazas y atentados con bombas y se convirtió en la editorial que más juicios soportó de un gobierno respaldado por la célebre mayoría automática en la Corte Suprema. Fue en ese período en el que se recibió el peor de los castigos, el asesinato de José Luis Cabezas, tras haber sido la única redacción dispuesta a investigar a la mafia Yabrán.
Durante el kirchnerismo, las represalias cobraron forma de discriminación con la publicidad oficial que se distribuía entre casi todos los demás medios, con prohibición de acceso a las fuentes oficiales y a la propia Casa Rosada y con ataques públicos a los medios de Perfil y a su fundador: “Me llevo bien con todos los periodistas, salvo con uno, Fontevecchia”, dijo Néstor Kirchner; “Fontevecchia es peor que Magnetto”, escribió Cristina en su libro.
Ahora con el mileismo –como antes con la dictadura, el menemismo y el kirchnerismo–, hay sectores sociales, políticos, empresarios y mediáticos que acompañan al nuevo gobierno de una forma tan incondicional que cualquier crítica es tomada como una agresión injustificada.
Que Perfil, sus periodistas y su propio fundador vuelvan a estar en la mira del poder de turno no es una novedad. Y tampoco, diría, lo más grave.
“6,7,8” recargado. Lo grave es naturalizar las agresiones desde el poder. La tolerancia frente a la violencia verbal y gestual de un Presidente frente a cada opinión o información con la que no coincide. Y, por lo general, no coincide con cualquier opinión o dato que no reivindique su gestión.
Pero a diferencia de otros presidentes democráticos, éste no sólo puso en la mira a Perfil sino a muchos medios y periodistas de la Argentina.
Como si no aceptara la menor disidencia, incluso dedica casi el mismo nivel de agresividad para destratar a los críticos como a cuestionar por razones nimias hasta a empresas que abrieron sus medios al ejercicio de un nuevo periodismo militante.
Al igual que en los anteriores brotes de Oficialitis, el actual genera tanta adhesión como miedo. Porque se repite la lógica de la persecución hacia el que piensa distinto, con un nivel de saña estatal similar al usado en “6,7,8” durante el kirchnerismo.
Así, gracias al escrache público de un sistema comunicacional que encabeza el mismo Presidente, se pretende consolidar al núcleo duro e inhibir al resto.
Como lo hicieron otros antes que Milei (pero con un grado adicional de obsesión), él y sus seguidores atacan con nombre, apellido y relaciones de parentesco a políticos, economistas, artistas y periodistas que no son oficialistas. O que no lo apoyan tanto como el oficialismo pretendería.
Ese es el mayor riesgo de la Oficialitis: blinda, justifica y le otorga impunidad a quien ejerce el poder coercitivo, económico y comunicacional del Estado. Propiciando las condiciones para la utilización autoritaria y discrecional de su aparato estatal.
No es una hipótesis. Ya pasó.
Los dirigentes pueden seguir haciendo de cuenta de que todo esto es normal, los periodistas pueden mirar hacia otro lado y ejercitar la crítica sólo con quienes ya no tienen poder y los políticos pueden hacer como que Milei es liberal y republicano. Mientras los ciudadanos tienen el derecho a la esperanza, a creer que ésta vez la confianza sin cuestionamientos tendrá una adecuada recompensa.
El único problema es la realidad.
Perder el sentido crítico frente a ella nos arriesga a repetir, y a permitir que se repitan, los mismos errores que nos trajeron hasta acá.
Por Gustavo González-Perfil