La generación que creció a las sombras del enfrentamiento Estados Unidos-Unión Soviética, experimenta ahora un déjà vu. Algunos, incluso, traspolan el término histórico Guerra Fría para describir la nueva tensión bipolar con China.
Desde que en 2016 el republicano Donald J. Trump puso la cuestión en el centro de la campaña electoral, China sigue en el podio de la agenda política de Washington. Con su estilo estruendoso, Trump sólo sacó provecho de una realidad que ya había movilizado a su predecesor demócrata, Barack Obama.
La dinámica económica, financiera y comercial global post Guerra Fría había encastrado a pleno con la apertura capitalista de China, la integró en los organismos multilaterales del “orden liberal internacional” y la hizo protagonista clave en la superación de la crisis financiera de 2008, desde el G20.
El presidente Hu Jintao visitó Estados Unidos en 2006 y recibió al demócrata Barack Obama en 2009. Pero pronto la intención de Washington de incentivar una apertura política en China a través de la economía se probó frustrada. Lo que se verificaba era la irrupción de una potencia emergente. De un nuevo rival de fuste. De una renovada amenaza a su hegemonía global.
La diplomacia norteamericana giró alarmada su periscopio otra vez al Este, pero ya no a Moscú sino a Beijing. “Estados Unidos es una potencia del Pacífico, y estamos aquí para quedarnos (…) Que no quepa ninguna duda: en el Asia-Pacífico del siglo XXI, Estados Unidos está en todas partes”, dijo Obama en 2011, al resumir ese giro, el “pivote asiático”.
China ocupó desde entonces, y durante las administraciones demócrata y republicana que siguieron, el lugar que tuvo la Unión Soviética durante décadas como prioridad de Washington en materia de seguridad, economía y geopolítica.
Tanto es así, que la polarización entre las “dos almas de Estados Unidos” que dividen hoy al país tiñó todos los ámbitos y asuntos, desde la inmigración al aborto, desde los impuestos a la inflación, incluso la política exterior, pero no la cuestión china, que opera el milagro de unificar posiciones.
En la última década (2013-2023), se presentaron unos 640 proyectos de ley sobre China en el Congreso, desde declaraciones hasta planes de contención amplios en alcance y multimillonarios en fondos.
Si bien Trump agitó el fantasma de China como nadie antes y ya en el poder activó una diplomacia transaccional agresiva que impuso sanciones y aranceles a Beijing, sólo continuó el camino iniciado por Obama y seguido ahora por Biden.
Con Trump, China pasó a ser un “poder revisionista” dispuesto a cambiar el orden mundial, decidido a “inclinar la balanza regional a su favor” y a “desplazar a los Estados Unidos en la región del Indopacífico”. En adelante, en lugar de integrarse cada vez más, había que “desacoplarse” (decoupling).
Con Biden, las relaciones con China forman parte de una tercera fase del papel global de Estados Unidos desde el final de la II Guerra Mundial. Hasta los 90, cooperó con el mundo mientras rivalizaba con la Unión Soviética, y hasta 2008 potenció al máximo la economía capitalista global.
La tercera fase es una era de competencia pero de interdependencia y de desafíos transnacionales, en la que el “desacople” total con China es un imposible y la reducción del riesgo (de-risking) lo máximo realmente alcanzable: el camino menos peligroso para escapar de la Trampa de Tucídides, en la que sólo una guerra resuelve la lucha entre una potencia establecida y otra naciente que la desafía.
Peor es no hablarse
Para algunos, competir con China es esencial, pero no puede constituir el “principio organizador” de la política exterior estadounidense cuando los desafíos globales exceden los bilaterales: cambio climático, pandemias, terrorismo, crimen organizado, proliferación de armas y disrupción digital.
La secretaria del Tesoro, Janet Yellen, es una figura central para entender las relaciones Washington-Beijing, una fina ingeniera que calibra periódicamente esas relaciones bilaterales en visitas como la que acaba de completar a China este mes para contener una nueva ola exportadora china de productos ecológicos y baratos, como vehículos eléctricos. En sus posiciones se ve esta tensión entre fuerza y consenso.
“Estados Unidos no pretende desvincularse de China”, ha dicho desde el principio de su gestión. Una desvinculación de las dos mayores economías del mundo sería desastrosa para ambos países y desestabilizadora para el mundo. Ello no quita -matizaba- que Washington tenga en claro que Beijing mueve sus fichas siguiendo siempre “consideraciones directas de seguridad nacional”.
La situación del territorio de Taiwán sigue siendo un foco emblemático de la rivalidad, agravada por el creciente despliegue militar chino en el Indopacífico.
Sin embargo, nada refleja mejor la situación que la “guerra de los chips”, la disputa por el dominio del diseño, producción y distribución de semiconductores que condiciona la nueva matriz económica internacional y puede volcar una disputa en el terreno de la tecnología de defensa.
Según Nouriel Roubini, los dados están echados. “Estados Unidos y China están en rumbo de colisión”, y se libra una nueva Guerra Fría, en la que Washington se apura a establecer acuerdos de seguridad en el patio trasero de Beijing, con aliados tan diversos como Japón, Australia e India.
Hoy día, Estados Unidos se ve compitiendo con China en el frente económico, tecnológico y de seguridad, sin perseguir ni la confrontación ni el conflicto por que sí, en busca de una competencia estratégica “responsable”.
En eso se inscriben las mutuas restricciones recientes de Beijing y Washington en el campo del uso de aplicaciones de redes sociales y de los semiconductores. ¿Sería igual o peor en un segundo gobierno de Trump?
“En la próxima década, los funcionarios estadounidenses pasarán más tiempo que en los últimos 30 años hablando con países con los que no están de acuerdo, a menudo sobre cuestiones fundamentales”, argumenta Jake Sullivan, Asesor Nacional de Seguridad y cerebro político de la Administración Biden. Nada es peor que no hablarse, dicen los demócratas.
Pero la amenaza china seguirá igualmente ahí, para demócratas y republicanos, para Biden o para Trump. En eso, están de acuerdo.
El autor es ex Embajador argentino en Estados Unidos; autor del libro “Las dos almas de Estados Unidos. Viaje al corazón de una sociedad fracturada”.
Por Jorge Argüello-Ex Embajador argentino en Estados Unidos