La CGT se enfrenta al Gobierno por el ajuste y sus líderes sufren el embate de los sectores combativos en los gremios.
La realidad se cuela. Cruel. Atraviesa despachos, oficinas, redacciones, estudios de TV. Y si se le presta atención, duele. El jueves, día del paro general, se multiplicaron esas muestras.
Escena 1. Cae la noche en Ciudadela, en el prólogo del oeste del Conurbano, y Alfredo lleva dos horas esperando una combi trucha que lo deposite en el kilómetro 48. Por la falta de colectivos, el cincuentón avisa que ya tuvo que pasar la noche anterior en el asiento de una terminal de ómnibus en Liniers. Lucía resignado a tener que repetirlo. Todo para poder asistir a su trabajo de ayudante de plomería: si faltaba, no había paga. En negro, claro.
Escena 2. A la misma hora, Luis aguarda en Grand Bourg a que un remís ilegal lo lleve hasta su casa, a unas 30 calles de la zona noroeste del infinito Gran Buenos Aires. El hombre, con sesenta y pico de años, compartirá auto con otros dos pasajeros. En vez de los habituales $ 300 por cabeza, la huelga del transporte eleva la tarifa a 500. Las leyes del mercado. Tampoco podía faltar a la parrilla al paso en la que trabaja. Ausentarse significa no cobrar y riesgo de despido, con el agravante de que es informal.
Como estos casos, deben haberse expuesto muchísimos más ante las dificultades que hubo para trasladarse en el AMBA (sin trenes, subtes ni casi colectivos) y en las grandes ciudades del país. Que evite sulfurarse el Presidente, como lo hizo ante el ejemplo de la jubilada citada por la colega de la BBC que lo entrevistó: la escuela clásica del periodismo anglosajón privilegia contar historias personales para mostrar sucesos generales. Detrás de los números, de las estadísticas, hay seres humanos.
Por si hicieran falta, los datos numéricos son escalofriantes. Según el Indec, el peronismo se fue del poder en diciembre dejando 19 millones de pobres, una de las cifras más altas en dos décadas. Como se mide por ingresos, el sacudón inflacionario inicial del ajuste de Javier Milei, hará que trepe. Ya el Observatorio Social de la UCA estimó en 27 millones las personas por debajo de la línea de pobreza.
Según el Indec, el peronismo se fue del poder dejando 19 millones de pobres
Las estimaciones oficiales calculan que el 45% del mercado laboral argentino es informal. Unos 12 millones de empleos irregulares. La tasa de desocupación empieza a dar señales de alza, por el parate de la actividad. Y a eso hay que sumarle el fenómeno creciente durante la tríada Alberto-CFK-Massa y acelerado por Milei: hay cada vez más trabajadores registrados que se incorporan al pelotón de los pobres por la caída sin pausa del poder adquisitivo de los salarios.
Cabe preguntarse entonces a quiénes les hablan el Gobierno y la CGT cuando entran en la pelea callejera en torno al éxito o al fracaso de la huelga general, la segunda en cinco meses de mandato. ¿En qué están pensando? ¿Para qué lo hacen? ¿Qué solucionan?
En esa dimensión pequeñita de la coyuntura parecen moverse las voces referenciales. “Me importa un pito el paro”, le adjudican fuentes oficiales al Presidente. “Fue el más débil de la historia”, chicanea el vocero Manuel Adorni. “Fue contundente y tienen que tomar nota”, desafió Rodolfo Daer. “Les dolió y seguiremos peleando si no cambian”, redobló Pablo Moyano.
Una de las respuestas a los interrogantes planteados es que ambas partes hablan para la tribuna. Sus tribunas. Lo habitual en estos casos. El Gobierno elige a los sindicalistas como uno de sus rivales preferidos en la proclamada batalla cultural contra la casta. Tiene de dónde aferrarse. Cualquier estudio de opinión pública mínimamente serio ubica a los caciques gremiales al tope de las peores imágenes entre instituciones. Ya lo admitió Milei: es loco, pero no come vidrio.
La cúpula cegetista posee sus propias batallas. Amén del durísimo frenazo económico por el ajuste (con caídas estrepitosas en los niveles de actividad en todos los sectores), debe lidiar con la presión de sectores combativos del kirchnerismo duro o de la izquierda en varias regionales o comisiones internas. Y, además, se tientan con que ante la diáspora peronista tras la derrota, el movimiento obrero organizado pueda ser un catalizador que aúne voluntades y sea tenido en cuenta en el futuro. De ilusiones también se vive.
Sin embargo, convendría no dejarse llevar por los fuegos artificiales. Como ya se ha contado aquí, funcionarios y gremialistas acuerdan mucho más de lo que suele trascender. El ejemplo más reciente fue la negociación por la reforma laboral descafeinada que el oficialismo impulsó en el proyecto de ley Bases, en el que quedaron a salvo las cajas sindicales, la prórroga de los convenios colectivos y las reelecciones indefinidas, entre otros beneficios. “Son los cambios posibles, no los que deseábamos”, se sinceró el cada vez más influyente José Luis Espert.
Lejos de los gritos y la confrontación, pasan otras cosas. Los Moyano (gracias a la muñeca de papá Hugo y del asesor premium Santiago Caputo) consiguieron que Trabajo les homologue por tramos la paritaria que consiguió Camioneros. Lo mismo con los estacioneros de Carlos Acuña, otro triunviro de la CGT. El constructor Gerardo Martínez, pese a la debacle de su sector, es tomado como ejemplo por las autoridades, con la excusa del fondo de cese laboral (ayer hasta compartió panel en la Feria del Libro con Guillermo Francos). Algo parecido sucede con Andrés Rodríguez, el histórico jefe del principal gremio estatal, que se atribuye el supuesto mérito de que la motosierra estaría funcionando apenas como un cuchillo de cocina, gracias a su diálogo con Nicolás Posse, el jefe de Gabinete.
En estos tiras y aflojes poco parece importar avanzar hacia mejores oportunidades de empleo y desarrollo sostenible para mucha gente que quiere trabajar. O que trabaja. En malas condiciones, no sólo laborales. Como Alfredo. Como Luis. Como tantos. Pobre de ellos. Pobre de nosotros. Pobre esta Argentina declinante. Rota.
Por Javier Calvo-Perfil