Esta semana, Adorni anunció medidas que atacan directamente las capacidades económicas de las empresas periodísticas, mientras que Jeff Bezos, dueño del Washington Post, bloqueó una declaración de apoyo del diario a Kamala Harris. Según los antecedentes recientes, frente a gobiernos hostiles el periodismo podría adoptar roles que lo fortalecieran, pero en las condiciones actuales de Argentina tampoco ese parece un escenario facil.
Una serie de eventos y medidas se combinaron durante la última semana hasta encastrar como un frasco perfecto: ese que contiene a esta época de preguntas durísimas para la industria de los medios, especialmente, para el periodismo.
El lunes, el portavoz presidencial, Manuel Adorni, anunció una serie de medidas destinadas a los medios de comunicación. Entre ellas, declaró el fin de la exención del IVA a las empresas periodísticas dedicadas a la publicación de diarios, revistas y publicaciones periódicas así como a las suscripciones de ediciones online. Además, le quitó a Arsat y al Enacom 100 MHz de espectro “para ampliar la oferta en el rubro de telecomunicaciones”.
Para Martín Becerra, que analizó las medidas con precisión, los anuncios se engloban en un persistente ataque de Milei a periodistas pero también constituyen en su conjunto un ataque ruidoso al grupo Clarín y un probable cimento para los negocios de Elon Musk, la persona más rica del mundo, dueño de X, Tesla y Starlink.
Ese mismo lunes de anuncios, en la Universidad Di Tella, Marty Baron disertaba sobre el futuro del periodismo en una entrevista con la periodista Inés Capdevilla. Exdirector del Washington Post, ganador de 11 premios Pulitzer, con una película tope de gama (“Spotlight”) basada en su trabajo de investigación: no hay un mayor representante del periodismo liberal profesional que Baron, que describía al periodismo como un proveedor de certezas fundamental para una democracia. Tiene ejemplos que lo respaldan: desde la investigación por los abusos en la Iglesia Católica que lideró en el Boston Globe y le dio la película premiada hasta la cobertura del ataque al capitolio en enero del 2021, que lo hizo ganar otro Pulitzer.
El Washington Post también cumple con la curva de una empresa de medios exitosa para esta era: cuna del Watergate en los 70, sostiene y amplía una redacción de 1.200 periodistas. Fue comprado por Jeff Bezos –uno de los hombres más ricos del mundo– en 2013, quien invirtió visiblemente en tecnología –por ejemplo, para mejorar los sistemas de suscripción– y aportó una mirada de mediano plazo poco común para el rubro –según Baron–, sin meterse en la línea editorial –también según Baron–, hasta que ¡último momento! impidió este viernes al directorio apoyar a un candidato para las próximas elecciones, algo que había hecho en los últimos 36 años y que provocó revuelo interno y 2.000 cancelaciones de suscriptores en un día. Suscripciones que, tal como sucedió en el New York Times, crecieron exponencialmente durante el trumpismo, en parte –más allá de sus innegables aciertos– probablemente porque una porción de la población mundial encontró en estos referentes del periodismo serio un espacio de apoyo a instituciones democráticas que Trump estaba dinamitando discursivamente y un sentido común progresista que desde hace un tiempo quedaba bien cuestionar en voz alta. El Washington Post sumó en 2017 su primer slogan de sus 140 años, también aprobado por Bezos: “Democracy Dies in Darkness”, que ahora se reversiona en memeras varias, incluyendo una viñeta de la ilustradora estrella del diario, Ann Telaes.
La práctica del endorsement de los medios estadounidenses a los candidatos es ya tradicional, aunque en los últimos años en los que caen en confianza y se desesperan por ganar lectores (o no perderlos) está disminuyendo y despierta discusiones alrededor de cuánto conviene y corresponde. Además de que cada vez más se duda más acerca de su peso real. Normativamente, tiene sus reglas y se apoya en la idea de que es apropiado que los diarios tengan espacios para la opinión y también directorios editoriales sin que eso impregne las coberturas informativas y la búsqueda de un tratamiento justo o imparcial. Sobra decir que el caso es muy diferente en la televisión en Estados Unidos y muchas otras plataformas, visiblemente opinionadas y polarizadas. (Y que para las audiencias, en general, todos los medios tienen intereses partisanos).
En la historia larga, los apoyos pasaron de favorecer al Partido Republicano a una paridad y luego, hacia comienzos del nuevo milenio, a manifestar una leve ventaja para los demócratas. Sin embargo, más acá en el tiempo, las veces que se presentó Donald Trump, los medios de mayor circulación eligieron en mucha mayor cantidad y énfasis a su contrincante, indicando que Trump estaba por fuera de ciertos consensos democráticos, también en relación a la prensa, y que requería una oposición mucho más fuerte. Ese arco se puede ilustrar con un caso. Leonard Downie Jr, cuando dejó de ser el editor ejecutivo del Post en 2008, contó que no estaba ni registrado para votar y que ahora que no ejercía más como periodista iba a tener que pensar qué hacer porque no solamente había dejado de votar: “dejé de tener incluso opiniones privadas sobre políticos o temas para tener la mente totalmente abierta a la hora de supervisar nuestra cobertura”. En mayo de este año, 15 años después, escribió un editorial en el que decía: “Una segunda presidencia de Trump sería un desastre para los medios noticiosos”, mientras citaba múltiples ejemplos de Trump llamando a boicotearlos, amenazándolos de diversos modos, persiguiendo a periodistas, y mucho más.
La discusión en 2016 sobre este tema había sido áspera, con periodistas de renombre indicando que pretender imparcialidad frente a Trump –entre otras cosas, un mentiroso serial a la hora de declarar públicamente– era lo que se conoce como falso equilibrio.
Para estas elecciones, el New Yorker, el New York Times, el Boston Globe y muchos otros ya apoyaron a Harris. La flamante decisión de Jeff Bezos de bloquear el apoyo del Post que había elevado el directorio abre un nuevo panorama y presenta enigmas respecto de la reacción de la audiencia en el mediano plazo. Son pocos los que están viendo en esto una vocación de imparcialidad y sí lo interpretan como una previsión (que también tuvo Los Angeles Times) fruto del miedo a que un reelecto y vengativo Donald Trump apunte contra sus otros negocios, especialmente Amazon y Blue Origin, con contratos multimillonarios con el Estado.
Betsy Reed, la editora de la versión estadounidense de The Guardian, otro medio epítome del periodismo liberal de calidad, le escribió a su comunidad en duros términos: “Nunca ha estado más claro que la propiedad de los medios es importante para la democracia. The Guardian no es propiedad de multimillonarios ni tiene accionistas. Contamos con el apoyo de lectores y somos propiedad de Scott Trust, lo que garantiza nuestra independencia editorial a perpetuidad. Nadie influye en nuestro periodismo. Somos tremendamente independientes y responsables sólo ante ustedes, nuestros lectores.
Lo que está en juego en estas elecciones no podría ser mayor. El periodismo valiente y un público informado son los cimientos de nuestra democracia, y es una abdicación de nuestro deber como periodistas no participar en estas elecciones por interés propio. Un editorial de The Guardian respaldó firmemente a Kamala Harris para la presidencia a principios de esta semana, y no tememos las posibles consecuencias“.
Terminó su carta pidiendo contribución económica para poder hacer ese periodismo.
¿El que se enoja pierde?
Aunque ahora parece estar entrando en crisis, en Estados Unidos la hostilidad de Trump contra los medios fue provechosa para los que supieron usarla. En el caso argentino, eso está por verse.
En el segundo gobierno de Carlos Menem, su encono hacia el periodismo de investigación que había publicado ya tramas como las del YomaGate, el contrabando de armas o la privatización de Entel fue tal que al conseguir su reelección aseguró que les había ganado a la oposición y a los medios de comunicación. Pero a pesar de las acusaciones cotidianas, e incluso por ellas, la institución periodística salió fortalecida de cara a la sociedad: los periodistas eran hombres y mujeres probos. Se armaron organizaciones profesionales –primero Periodistas, más tarde FOPEA–, Clarín se había hecho holding y los canales de televisión incorporaban contenido periodístico en los que los auspiciantes querían estampar su nombre. Basta recordar a los tres hombres de negro subiéndose a un Ford Fiesta, mascando Beldent y fumando Philip Morris. Los libros de investigación periodística se vendían de a cientos de miles.
A diferencia de los 90, el encono del kirchnerismo contra determinados grupos de medios –y la reinterpretación de los periodistas como títeres de las voluntades de sus dueños– caló muy profundo en parte de la sociedad y también coincidió con una transformación demoledora del modelo de negocios de los medios: el fin del monopolio de la distribución de noticias aún genera más preguntas que respuestas. Las críticas constantes al estatus social del periodismo se combinaron con un visible deterioro del estatus económico de quienes lo ejercían.
Los medios argentinos llegaron a la tercera década del milenio con crisis económica y crisis de credibilidad: ese es el colchón electrizado sobre el que caen las medidas y los ataques de Milei.
En estas elecciones en Estados Unidos, Elon Musk apoya a Trump con entusiasmo, al tiempo que desdeña ostentosamente al periodismo tradicional por obsoleto. En la misma línea, Milei, muchos de sus funcionarios y muchísimos de sus seguidores no creen que haya una diferencia sustancial o favorable entre el periodismo “profesional” y la distribución de contenidos por parte de personas en redes sociales, como por ejemplo expresaron algunos funcionarios encumbrados cuando justificaban el cierre de la agencia de noticias Telam (“hoy la agencia es Twitter”, dijo Patricia Bullrich).
En su charla, Baron habló de funciones periodísticas que se mantienen y hasta deberían potenciarse: una de ellas es la transparencia en pos de la credibilidad. A diferencia de las plataformas sociales, que administran la conversación pública con una combinación de edición humana y algorítmica cuyos criterios y motivaciones desconocemos, el periodismo profesional debería mostrar sus procedimientos, los documentos que sostienen sus investigaciones, sus razonamientos, ser consistentes. Abrirse a la audiencia. Esa audiencia, hoy ultra metrificada, va a ser clave en este nuevo round entre el poder político y el periodismo, en un contexto mundial de creciente rechazo a las noticias, nichos fragmentados, atención dispersa, pero también de crecimiento de ciertas marcas periodísticas novedosas. Esa audiencia es la que va a decidir si vuelve a confiar en que un seguimiento cotidiano de la realidad llevado a cabo por periodistas profesionales tiene para ellos un valor agregado.
Por Natalí Schejtman-ElDiarioAr