Misiones Para Todos

Gatos con ruedas

Entre los que maúllan sobre República y los que aplauden la tutela extranjera, la política argentina parece debatirse entre la incoherencia y la dependencia. En Misiones, los radicales redescubren la moral según les convenga, mientras en Buenos Aires el presidente Milei celebra que Washington asuma, de facto, el rol de ministro de Economía. Dos caras del mismo extravío: los que olvidan y los que se entregan, todos dejando huellas en el barro que alguna vez prometieron limpiar.

Hay gatos con botas que maúllan cuando invocan a la República, pero dejan huellas en el barro de la contradicción. La oposición misionera —en particular la Unión Cívica Radical (UCR) y el rostro libertario del momento, Diego Hartfield— parece haber hecho del doble discurso un arte. En nombre de la transparencia y la independencia de los poderes, levantan banderas que ellos mismos se encargaron de pisotear cuando les tocó estar del otro lado del mostrador.

La defensa de la institucionalidad necesita, ante todo, coherencia. No se puede invocar la pureza institucional a conveniencia, como si fuera un disfraz que se usa para la conferencia de prensa y se guarda para el asado del domingo. La historia reciente de Misiones muestra que, cuando los radicales gobernaron, celebraron el ingreso de sus propios cuadros al Superior Tribunal de Justicia sin ningún pudor ni debate público. En 1987, el entonces gobernador radical, Ricardo “Cacho” Barrios Arrechea, impulsó la designación del entonces diputado Ismael Acosta como ministro del STJ. Nadie habló entonces de falta de independencia o colonización de la Justicia. Se entendía que la capacidad profesional y el compromiso democrático eran credenciales suficientes.

Por eso resulta casi tragicómico escuchar hoy a dirigentes como Ariel “Pepe” Pianesi —un radical de gesto grave y discurso moralista— rasgarse las vestiduras ante cada designación judicial. Lo que antes fue virtud, ahora es pecado. Lo que ayer justificaban como una decisión institucional, hoy lo denuncian como un atropello. La coherencia, al parecer, también tiene fecha de vencimiento.

El doctor Manuel Augusto Marques Palacios fue abogado de Electricidad de Misiones Sociedad Anónima (EMSA) -hoy renombrada Energía de Misiones-; el doctor Jorge Alberto Primo Bertolini, radical sin antifaz. Ninguno escondió su filiación política y, sin embargo, nadie dudó de su idoneidad ni de su compromiso con la justicia. ¿Qué cambió? Solo el relato. Porque lo que para el radicalismo fue válido cuando gobernaba, ahora se convierte en motivo de
escándalo si lo hace otro.

La independencia judicial no se defiende con prejuicios partidarios, sino con conducta ética y profesionalismo. Pero eso requiere una mirada más amplia que la de una etiqueta para las redes sociales. Y la oposición misionera parece haber perdido la capacidad de distinguir entre una discusión institucional y una operación política.

Mientras tanto, del otro lado del escenario, aparece Diego “Gato” Hartfield, el extenista devenido referente y primer candidato a diputado nacional de La Libertad Avanza en Misiones, que encarna a la perfección el espíritu del individualismo libertario. Hartfield habla de libertad, pero confunde libertad con negación. Niega la política, pero vive de ella; critica el sistema, pero se abraza a sus beneficios. Lo paradójico es que su grupo, ese que promete, aún después de casi dos años de gobierno, romper con la casta, organizó seis colectivos repletos de militantes misioneros para ir a ver el show de Milei en el Movistar Arena. El individualismo en versión colectiva: un oxímoron que ni Orwell se habría animado a escribir.

Hartfield simboliza la contradicción más profunda del discurso libertario: el rechazo a lo colectivo, en una sociedad que solo avanza cuando actúa unida. Otra de las paradojas del economista es que es el único candidato de los 11 espacios que competirán en los comicios del 26 de octubre que no vive en Misiones sino que pasa sus días eclipsado por las luces de la city porteña. Lo opuesto a lo que encarna, por ejemplo, Oscar Herrera Ahuad, que representa una forma de política profundamente humana y comunitaria. Donde Hartfield ve enemigos, Herrera Ahuad ve misioneros; donde unos ven territorio para el marketing, otros ven provincia para seguir construyendo.

En el fondo, lo que divide a estos espacios no es ideología, sino uan concepción de la vida pública. La Renovación, con todas sus imperfecciones, viene demostrando hace años que la política puede ser una herramienta de transformación y consenso. En cambio, la oposición — entre el radicalismo desmemoriado y los libertarios improvisados— parece atrapada en un vendaval de denuncias, gestos y contradicciones.

Cuando los radicales hablan de República, suena a nostalgia; cuando los libertarios hablan de libertad, suena a marketing. Y en ambos casos, la palabra se desvanece en cuanto se enciende la cámara. Los gatos con botas de la política misionera saltan de escenario en escenario, declamando principios que no practican. Pero las botas, aunque brillen, dejan huellas. Y esas huellas conducen siempre al mismo lugar: la incoherencia.

Al final, todo este sainete opositor tiene más de fábula que de estrategia. Hartfield juega a ser El gato con botas, creyendo que con un par de zapatos lustrosos puede engañar al ogro del poder, mientras los radicales se reparten los roles de Don Gato y su pandilla, tramando desde la esquina, entre maullidos y picardías, cómo recuperar la atención del barrio político. Pero ni uno ni los otros recuerdan que, a diferencia de los cuentos, acá no hay final feliz garantizado: la realidad, tarde o temprano, siempre les pisa la cola.

El virrey Scott Bessent y los amigos de Washington

Hay decisiones que, más que anunciarse, deberían explicarse. Y cuando un gobierno elige entregar la administración de su economía a otro país, no se trata solo de una estrategia, sino de una renuncia. La reciente ayuda que Javier Milei recibió de los Estados Unidos —bendecida por Donald Trump y ejecutada con entusiasmo por sus ministros— volvió a poner sobre la mesa una pregunta que la historia argentina ya respondió con sangre, hambre y desempleo: ¿cuánto cuesta la dependencia?

Los libertarios hablan de confianza y apertura, pero lo que asoma detrás es una vieja receta: endeudarse para sostener un proyecto que no genera producción ni empleo. Un déjà vu de los 90 y del 2001, cuando el país fue presentado al mundo como el alumno ejemplar del neoliberalismo, hasta que el aula se derrumbó. En aquel entonces también se hablaba de ayuda y alianzas estratégicas, pero lo que llegó fue una bicicleta financiera que terminó ahogando a la clase media, pulverizando los salarios y dejando al Estado arrodillado ante los
organismos internacionales.

Hoy el libreto se repite, aunque con nuevos protagonistas y un mismo guionista. La épica libertaria, que se vendía como una revolución contra la casta, se disuelve en una sumisión elegante ante el poder extranjero. Washington no ayuda por altruismo: invierte en control, en influencia, en asegurarse que la Argentina siga siendo un territorio previsible para sus intereses. Y lo preocupante no es solo el gesto, sino la convicción con que Milei lo celebra.

En nombre de la libertad se está hipotecando la soberanía. En nombre del mercado se están clausurando los derechos. Y mientras el presidente se abraza a Trump, el país se acomoda, otra vez, al mandato externo: privatizar, ajustar, obedecer. La motosierra pasó a ser control remoto.

Argentina vuelve a caminar por la cornisa de la historia, esa que separa la ilusión del progreso de la caída libre del ajuste perpetuo. Washington, desde lejos, aplaude. Y Milei, desde acá, agradece.

Quizás aún se esté a tiempo de detener la repetición, de entender que ningún país se hizo grande pidiendo permiso. Pero mientras las decisiones se tomen en inglés y los aplausos se midan en dólares, la pregunta seguirá latiendo, incómoda, urgente, inevitable: ¿cuántas veces más se va entregar el timón antes de aprender a remar solos?

Por Sergio Fernández