Si la economía está presentando complicaciones de Ushuaia a Bernardo de Irigoyen, seamos serios: claro que hay intendentes que duermen la siesta y gobernadores que no están a la altura. Pero cuando el empleo cae, el consumo se plancha, los comercios bajan la persiana y las obras se frenan al mismo tiempo en todos los mapas, el problema principal ya no es barrial ni provincial. El problema está donde siempre estuvo: en un programa económico que se escribe en Buenos Aires y se cobra en el interior.
Se está gobernando el país “a pelo”, sin protección, sin cuidarnos. Confiando en que el cuerpo social aguante lo que ningún organismo aguanta eternamente. Miremos Misiones, yerba, té, tabaco, mandioca, forestoindustria: casi todos los sectores están pasando uno de los peores momentos de las últimas décadas. La desregulación del mercado yerbatero y la parálisis del INYM dejaron a los pequeños productores a la intemperie: sin precio de referencia, negociando solos contra una industria cada vez más concentrada. Y encima les dicen que “antes era igual”.
No, no era igual. El productor llegó a cobrar cerca de 50 centavos de dólar por kilo de hoja verde; hoy muchos apenas arañan los 15 centavos, con una caída real superior al 70% desde la desregulación. Eso no es “costo de la libertad económica”, es la diferencia entre sostener la chacra o rematarla. Entre mandar al hijo a la escuela técnica o decirle que tiene que quedarse a ayudar a carpir.
El comercio cuenta otra parte de la misma historia. En cadenas nacionales se multiplican los retiros “voluntarios”, los sueldos en cuotas, los locales achicados. En empresas históricas, te echan al tipo con veinte años de laburo para reemplazarlo por un esquema precario disfrazado de cooperativa. No es que en Misiones “no entienden el esfuerzo”: se desplomó el consumo interno y los importados baratos entran como si acá no produjera nadie.
En paralelo, cada vez más hogares dependen de la tarjeta para comprar comida. Pagás el mínimo, pateás el problema, rezás que no te bloqueen el plástico. El salario mínimo medido en dólares es hoy el más bajo de la región y ya perforó los niveles posteriores a 2001: el poder de compra se vino al piso y la gente vive colgada del resumen del banco.
Llenar el tanque pasó a ser un lujo casi aspiracional. La gente se adapta como puede: carga de puchitos, baja de calidad de nafta, recorta viajes, vuelve a caminar donde antes iba en moto. Cada “poné hasta la mitad nomás” es una encuesta económica en vivo: la macro no está funcionando para la gente común.
Los jubilados aportan la memoria y también la bronca. Comparan esto con los noventa y ven la misma matriz: desempleo, ajuste, medicamentos que se dejan de comprar, dependencia económica de los hijos. Cuando una generación que vivió el 1 a 1 te dice “esta película ya la vimos”, capaz que en lugar de bardearlos habría que escucharlos un ratito.
Y mientras tanto, afuera pasa otra cosa. El mundo no se está volviendo más ingenuo, se está volviendo más proteccionista. Estados Unidos, que durante décadas dio cátedra de “mercado libre”, vuelca cientos de miles de millones de dólares en subsidios e incentivos fiscales para reindustrializarse y cuidar sus cadenas de valor, básicamente, una política industrial a gran escala para que las fábricas y los laburos se queden adentro del país.
Mientras las potencias juegan a cuidar lo suyo, pasan cosas como lo de Nueva York. En una de las ciudades más capitalistas del planeta, el nuevo alcalde electo es Zohran Mamdani, un demócrata socialista de 34 años que ganó la elección con una agenda centrada en congelar alquileres, avanzar hacia transporte público gratuito, subir el salario mínimo local y ponerle más impuestos a los ultra ricos para financiar vivienda social, guarderías y servicios públicos. No estamos hablando de La Habana: estamos hablando de Nueva York, la ciudad de Wall Street.
No hace falta ser “kuka” para ver hacia dónde se están moviendo algunos centros del capitalismo: Estados Unidos subsidia y protege a lo bestia a sus industrias y Nueva York elige a un alcalde que dice que la ciudad tiene que ser más vivible para los que pagan alquiler, no sólo para los dueños de fondos de inversión. Lo mínimo que podemos exigir acá es coherencia: si el mundo se protege y discute cómo repartir mejor los costos del modelo, no tiene sentido que Argentina se tire de cabeza a la pileta del mercado totalmente desregulado, sin casco y sin salvavidas para el interior productivo.
Y ojo: nada de todo esto es una defensa del kirchnerismo. Ese modelo también fue nefasto en muchos sentidos: inflación giga alta, privilegios y una acumulación de causas de corrupción. Pero Cristina Fernández de Kirchner tiene hoy una condena firme y cumple esa pena en prisión domiciliaria con tobillera electrónica. La jefa política del kirchnerismo no está dando clases de republicanismo desde un estudio de un canal de streaming: está cumpliendo una condena.
Del otro lado del Río Uruguay y del mapa ideológico, Jair Bolsonaro, ídolo de buena parte de la ultraderecha continental, fue condenado por liderar una trama golpista destinada a desconocer la derrota electoral de 2022 en Brasil. Y este mismo sábado terminó en prisión preventiva porque, según el Supremo, intentó romper su tobillera electrónica con una soldadora, en plena vigilia convocada por su hijo, con sospechas de que podía fugarse a una embajada. Bolsonaro lo admitió ante las autoridades: dijo que lo hizo “por curiosidad”. La tobillera terminó chamuscada; él, detenido. ¿Se imaginan el escándalo mediático y en X si un "zurdo empobrecedor" intentaba sacarse la tobillera para escapar a una embajada y evitar la cárcel?
Con la Argentina dividida, aterriza en Misiones Diego Santilli, flamante ministro del Interior. ¿Por qué Misiones? Porque el partido de gobierno provincial tiene 4 diputados nacionales, uno de ellos es un exgobernador, porque Misiones tiene fama de ser una provincia ordenada, con diálogo institucional y con un CV que la deja parada como cumplidora. ¿A qué viene? A pedir acompañamiento, respaldo y “responsabilidad”. Sin presupuesto propio ni herramientas concretas para ofrecer, Santilli es una especie de ministro-mochilero: trae mucha charla, guitarra y algunas fotos, pero la billetera se queda en Buenos Aires.
No es un tema personal con Santilli. Es la versión cool de la misma lógica que antes encarnó Guillermo Francos: un federalismo donde la Nación recorta recursos, estira la discusión presupuestaria, usa obras y fondos como premio o castigo, y al mismo tiempo señala con el dedo a los gobernadores cuando la cosa explota. Si sale bien, es mérito de la Casa Rosada; si sale mal, “los gobernadores no ayudan”. Cómodo.
Misiones, mientras tanto, no se hace la distraída ni se sube al show del “todo es culpa de Buenos Aires”. Defiende la regulación en el mercado yerbatero para proteger a los pequeños, pelea en el Norte Grande por una distribución más justa de recursos y sostiene programas concretos. No porque le sobre la plata. Sino porque es lo que corresponde.
Ahí es donde el misionerismo deja de ser etiqueta y se vuelve método. Carlos Rovira lo resumió con una frase sencilla allá por 2023: “la mejor manera de solucionar los problemas del país es viniendo al terreno, palpando el problema porque es el principio de la solución”. No se gobierna desde el escritorio, el Excel ni desde el trending topic: se gobierna poniendo el cuerpo donde duele. Y hoy duele, sobre todo, en el interior productivo.
La pregunta incómoda es sencilla y no entra en un reel: ¿hasta cuándo se va a seguir actuando como si el problema fuera provincial mientras las decisiones de fondo se toman a metros de Plaza de Mayo? No creo, sinceramente, que haya 24 inútiles y un iluminado. Creo que hay un programa económico que no entrega lo que prometió y que necesita una revisión seria, aunque sea menos marketinera.
La Argentina necesita una macro pensada para el interior productivo y para las familias que laburan, no sólo para cerrar con el Excel o para que aplaudan en Washington. Necesita provincias con margen para desplegar su potencial, no administradores prolijos de ruinas ajenas. Y eso exige algo bastante básico: que el Gobierno nacional se haga cargo de la parte que le toca, corrija el rumbo y apague, aunque sea un rato, el modo campaña permanente.
Porque gritar “motosierra”, vetar leyes y recortar partidas sirve para mantener eufórica a la tribuna propia, pero no para llenar heladeras ni reabrir persianas. La gente votó un cambio para recuperar la economía y la esperanza, no para perfeccionar el arte de sobrevivir a la próxima crisis. Porque si se sigue gobernando a pelo y desde Buenos Aires, la factura la van a seguir pagando Misiones, todo el interior productivo y a las familias trabajadoras.
Por Diego René Martín

