La democracia necesita un recambio generacional para pasar a la adultez.
La renuncia de Cristina Kirchner a su candidatura en 2023 es un terremoto en el sistema político argentino que afectará tanto al oficialismo como a la oposición.
Espectros del orden. Más allá de los odios y amores que la actual vicepresidenta genera (o más bien a propósito de ello), Cristina se ha transformado en la referencia fundamental y gran ordenadora en las fronteras de la dicotomía kirchnerismo-antikirchnerismo.
Entre las preguntas que genera la nueva situación (y tomando como verdadera su palabra de que no estará el año próximo en una lista) hay un interrogante central sobre cómo el peronismo seleccionará al sucesor de Alberto Fernández, que lleva a la pregunta más general sobre cómo en Argentina se eligen los candidatos presidenciales. Quizá por única vez en la elección de 1989 los dos postulantes principales, Carlos Menem y Eduardo Angeloz, venían de elecciones internas partidarias. El primero le ganaba en la única interna presidencial de la historia del peronismo a Antonio Cafiero y el segundo se había impuesto con claridad al chaqueño Luis León.
Hacia finales de los 90 y con el surgimiento de la Alianza, se utilizó para la elección presidencial una particular interna abierta con la presentación de Fernando de la Rúa por parte del radicalismo y Graciela Fernández Meijide por el Frepaso. Este mecanismo sería la base de las actuales primarias. Contra todos los pronósticos y bajo la sospecha de que muchos peronistas habían participado de la elección, De la Rúa no solo ganó la interna, sino que duplicó en votos a Fernández Meijide. Como una solución de compromiso, la fórmula presidencial se completaría con Carlos Chacho Álvarez, mientras que la derrotada iría a pelear por la candidatura en la provincia de Buenos Aires, donde perdería contra Carlos Ruckauf por unos 600 mil votos.
Yo decido. Tras la caída de la Alianza y la renuncia de Eduardo Duhalde a terminar su mandato por lo ingobernable de la situación, y las numerosas muertes provocadas por el sistema de represión, surge una fórmula de selección más que curiosa por la cual Duhalde produjo una suerte de casting buscando el candidato ideal. Por ese motivo se entrevistó con José Manuel de la Sota, Carlos Reutemann y varios más hasta que dio con un gobernador poco conocido, Néstor Kirchner, quien se impondría por falta de presentación en la segunda vuelta del autonominado Carlos Menem. En 2007 Kirchner decide pasarle la nominación a Cristina, y tras sus dos mandatos ella elige candidato a Daniel Scioli en 2015, derrotado por Mauricio Macri, y en 2019 a Alberto Fernández.
El mecanismo de la lapicera sería prevaleciente en estos años. Si el radicalismo había mantenido mecanismos institucionales partidarios para seleccionar candidatos, la necesidad de construir alianzas interpartidarias redujo a su mínima expresión la presencia de los afiliados. Además, con el PRO como fuerza emergente se fortaleció la idea de que había alguien que podía decidir, una fuerza política “de autor” donde Macri como fundador podía seleccionarse como candidato y elegir a todos los demás, como lo hizo en 2015 y 2019.
Sin embargo, hoy se presenta la situación inusual en que los dos líderes de las fuerzas dominantes ven menguada la posibilidad de autoimponerse. Ninguno de los dos asegura el triunfo de su espacio, que lleva a la pregunta inicial: ¿cómo seleccionar los candidatos?
¿Fin de la pluma de oro? Una posibilidad cierta es que la modalidad de la lapicera continúe, esto es que Mauricio Macri y Cristina Kirchner intenten elegir a sus sucesores. Sin embargo, la (mala) experiencia de Alberto mostró que este tipo de selección otorga legalidad (la Justicia Electoral no pregunta cómo se eligió el candidato) pero quita legitimidad (el elegido después tiene que rendir cuentas a su selector). Eso lo entendió perfectamente Néstor Kirchner cuando, dos años después de haber sido nominado por Duhalde, lo enfrentó y derrotó electoralmente en la provincia de Buenos Aires. Pero la lapicera en muchos casos es caprichosa. De hecho, durante todo este tiempo Rodríguez Larreta ha esperado el aval de Macri como el continuador de su obra (se debe recordar que en la primera elección como candidato a jefe de Gobierno Larreta tuvo como rival a Gabriela Michetti) pero eso no solo no ocurrió sino que lentamente Macri fue inclinando la cancha hacia otro lado bajo su particular concepción de quién asegura el “verdadero cambio”.
Otro criterio parecido es que los candidatos que se enfrentarán en unas PASO surjan de una mesa política. Aquí en vez de una persona se sumarían distintas fracciones de las alianzas, como reclaman los sindicalistas, o los gobernadores por parte del peronismo o el radicalismo y la Coalición Cívica en el caso de Juntos por el Cambio. Sería curioso que desde una mesa se nomine a contrincantes, pero en todo caso este procedimiento limita la capacidad de reclamar por la “garantía” como cuando quien nomina es una sola persona.
Un tercer criterio es que la elección del o los candidatos surja de una encuesta. Aunque extraña, se escucha mucho que esa metodología puede ser aplicada, pero se suele aplicar en disputas de menor calado, como para ciertas intendencias o para ver quién encabeza una lista de concejales. Como pasa con las encuestas en general, esta modalidad no está exenta de polémicas ya que en principio se debiera segmentar a los simpatizantes de una fuerza determinada para preguntarles su opinión. Además, como se sabe, estos resultados son fluctuantes y viene con errores propios de la selección de la muestra.
Figuras nuevas se buscan. Finalmente, y como cuarto criterio, es que quien se considere habilitado pueda presentar su candidatura presidencial en el marco de una alianza determinada. La presencia de candidaturas “hostiles” seguramente sería beneficiosa para un sistema político ojeroso y desgastado. Pero, por una parte, suelen encontrar limitaciones formales (la posibilidad de que los apoderados “bajen” la lista sin explicaciones) pero también operativas, y por otra, no tendría sentido que existieran veinte candidatos y que muchos no obtuvieran más que un puñado de votos.
Los liderazgo potentes en Argentina han sido criticados; sin embargo, sus capacidades para tomar decisiones simplificaron muchos procedimientos. Si la democracia (ya con cuarenta años) quiere pasar a la adultez, tendrá que afrontar el desafío de su renovación generacional en tiempos de sociedades impacientes.
Por Carlos De Angelis – Perfil