Misiones Para Todos

Anna Tschaikovsky o Anna Anderson, la señorita desconocida que pudo haber sido la princesa Anastasia

Una misteriosa mujer que intentó suicidarse en Berlín en 1920 fue considerada por muchos contemporáneos como la hija del zar Nicolás II, de Rusia. Para otros, se trató de una historia inventada para quedarse con la fortuna de los Romanov.

En el sótano, ocurriría el acto final. Trescientos años de linaje se acabarían en ese mugroso lugar a manos de unos obcecados revolucionarios y antiimperialistas como borrachos consuetudinarios. La sobriedad no les hubiese dado a los verdugos ni más ni menos frialidad; había otra embriaguez que los invadía junto con la ideológica y alcohólica, la embriaguez de la sangre.

Toda la familia que había sido la encarnación de la monumental Madre Rusia yacería allí. Humo, sangre, suciedad, diamantes por el piso (que saltaron con los balazos del interior de las ropas de las damas donde habían sido cosidos con cuidado), confusión de cuerpos, insultos, baba, humo, olor ácido, odio. Ya no se distinguía la madre de la hija, el médico del monarca, la cocinera de la hija menor, el ayudante de cámara del cocinero.

Ni el zar Nicolás II Romanov, su esposa la zarina Alejandra, su hijo y heredero Alexei y sus cuatro hijas: Olga, Tatiana, María y Anastasia, como tampoco el médico familiar, Evgeni Botkin ni los tres sirvientes, esperaban morir la noche del 17 al 18 de julio de 1918. Hacía ya un año que la revolución había derrocado al zar. Un año es mucho tiempo para pensar que su destino sería la muerte. Un año les hizo pensar en un largo encarcelamiento, en el destierro, pero no en la muerte.

De izquierda a derecha, Olga, María, Nicolás II, Alejandra, Anastasia, Alekséi y Tatiana.
De izquierda a derecha, Olga, María, Nicolás II, Alejandra, Anastasia, Alekséi y Tatiana.

Estuvieron 78 días encerrados. A los empujones y golpes, aquella medianoche fueron llevados hasta el sótano de la casa del ingeniero Nikolai Impátiev, en Ekaterinburgo. Un mes antes, al ingeniero, lo conminaron a abandonar su residencia. Se instalaron dos puestos de seguridad adentro y otros ocho afuera. Había ametralladoras en los techos de las casas vecinas. Faltaban minutos para la medianoche cuando el comandante Yakov Yurovsky ordenó sacar a la familia real y a sus ayudantes de los pisos superiores. Se apoyaron en una patraña: que las fuerzas antibolcheviques y zaristas estaban a las puertas de la ciudad. Los hicieron pasar por diversas habitaciones hasta llegar al sótano. Entre la borrachera, la torpeza y el deseo de sangre, la matanza duró entre veinte minutos y media hora. Nadie sobrevivió. Los cuerpos fueron enterrados en una zona pantanosa a 16 kilómetros al norte de Ekaterinburgo.

Berlín y la señorita desconocida

Parecía ser un adolescente o, mejor, una chica. sí era una chica, dijeron los testigos que la vieron lanzarse a las aguas del río que ondula por buena parte de Berlín, desde un puente sobre el canal Landwehrkanal, que se mantenía a pesar de los bombardeos, un milagro porque cerca hay un complejo de edificios que había sido ocupado por el ejército nazi.

La princesa Anastasia ya en su juventud
La princesa Anastasia ya en su juventud

Era el 27 de ferbero de 1920 y si la chica no moría ahogada, el agua helada habría acabado con su vida. Pero la suerte estuvo del lado de la suicida pues un policía logro rescatarla. La llevaron al Hospital Elisabeth de Lützowstrasse donde paso algo curioso: la muchacha, de alrededor de veinte años, no quiso decir su nombre, ni siquiera hablaba. Notaron que tenía cicatrices en el estómago y en la cabeza. Sin preocuparse demasiado, las enfermeras comenzaron a llamarla “la señorita desconocida” y la mandaron a un neuropsiquiátrico donde permaneció hasta 1922. En el psiquiátrico, lograron que hablara. Lo hizo en alemán pero su acento no respondìa al de ninguna región del paìs. Por el contrario, hablaba alemán con acento ruso.

Una interna del psiquiátrico, a voz en cuello, dijo que la desconocida le recordaba a la Gran Duquesa Tatiana, la segunda de las cuatro hijas del zar. Al rato, ya no le parecía sino que afirmaba estar segura. La paciente se llamaba Clara Peuthert. Cuando le dieron el alta, en aquel 1922 a expatriados rusos de alto rango, los instaron a ir a ver a la mujer que ella creía que era la Gran Duquesa Tatiana, la segunda hija mayor de los Romanov. Peuthert pronto ubicó a un grupo de antiguos amigos y sirvientes de los Romanov, todos fueron a ver a la desconocida y se convencieron a simple vista de que se trataba de la hija del zar.

La mujer misma no decía nada. A veces, se escondía debajo de las sábanas con miedo, aparentemente aterrorizada por cualquier confrontación. Otras veces, rechazaba a sus visitantes, negándose a satisfacer sus consultas; aunque a menudo parecía reconocer a las personas en las fotos que le entregaban, nunca lo decía hasta que se habían ido.

El capitán Nicholas von Schwabe, exguardia personal de la emperatriz viuda, es decir de la abuela de los hijos del zar, le mostró fotos antiguas de la familia y la vio ponerse roja y cada vez más molesta, pero se negaba a hablar. Solo más tarde, les dijo a las enfermeras: “El señor (por el capitán) tiene una foto de mi abuela”. Nunca se llamó a sí misma Romanov, ni tampoco lo negó. La primera objeción provino de la baronesa Sophie Buxhoeveden, exdama de honor de la zarina, quien, al ver a la misteriosa paciente, reconoció el parecido pero proclamó que era “demasiado baja para Tatiana”. Por primera vez, la mujer respondió: “Nunca dije que yo era Tatiana”. pero se negó a seguir hablando.

Anna Anderson en 1920.
Anna Anderson en 1920.

La noticia comenzó a correr

Un día, el capitán von Schwabe volvió, sabiendo que esta vez presionar a la paciente o incluso hacerle una pregunta directa no lo llevaría a ninguna parte. En cambio, ofreció una lista de los nombres de las hijas de los Romanov. Si no podía decir quién era, ¿podría tal vez indicar quién no era? Tachó todos los nombres menos uno. Sin decir una palabra, Madame Desconocida se convirtió en Anastasia: el mayor acertijo de la realeza europea durante décadas.

La enfermera Thea Malinovsky aseguró años después que aquella mujer sin nombre le había dicho que era Anastasia ya en el otoño de 1921.

Por iniciativa de los emigrados rusos, la sacaron del hospital y la enviaron a Berlín, a la casa del barón Arthur von Kleist, otro emigrado ruso, que ante la duda, pensaba que si esta joven llegara a ser la princesa Anastasia, ante un cambio político en su país se colocaría en una posición inmejorable. El encargo de la investigación sobre la identidad de la desconocida fue hecho al detective inspector Franz Grünberg. El policía se preguntaba cómo había podido escapar de aquel sótano del infierno ese 17 de julio de 1918. Incluso sabía que, según la versión que dieron los verdugos, Anastasia fue la última en morir. ¿Había que creerles a los bolcheviques? Según se contaba, un soldado arrepentido la había rescatado y la ayudó a salir de Rusia. Se enamoraron y durante dos años vivieron en Rumania hasta que ese ignoto soldado fue asesinado en la calle. Ella, incapaz de superar esta segunda tragedia, huyó a Berlín y allí quiso suicidarse tirándose al río Spree. Ahora, luego de su internación, en la casa del barón Arthur von Kleist, adoptó el nombre de Anna Tschaikovsky.

Zina Tolstoy fue a visitarla a lo del barón von Kleist. Habló brevemente con Anna hasta que Zina se sentó al piano y deslizó sus dedos por las teclas. Le preguntó a Anna si tocaba música y esta la respondió que había tenido algunas lecciones de pequeña junto con sus hermanos, pero a ellos les gustaba bailar. Entonces Zina, emocionada, comenzó a ejecutar un vals que ella solía tocar para que los hijos del zar bailaran.

Anna Anderson en su juventud.
Anna Anderson en su juventud.

Anna se derrumbó y no paraba de llorar. Zina la abrazó y le preguntó si reconocía la música. Anna afirmó moviendo la cabeza y las dos lloraron juntas. A pesar de la escena, este antecedente no convenció a todos. El inspector Franz Grünberg, el oficial encargado de investigar la identidad de Ana, convenció a la princesa Irene de Prusia, tía de Anastasia (la hermana de la zarina Alejandra), para que fuera a la casa de von Kleist. Irene deseaba reencontrarse con su sobrina pero era reacia a creer en la historia de Anna y lo del soldado que la rescató y el suicidio y todo eso.

Pero fue de todos modos. Se sentaron una frenta a la otra. Casi no se dirigieron la palabra, pero Irene la escrutó sin disimulo; no había visto a los Romanov en una década. A mitad de la comida, Anderson, salió corriendo de la mesa, enfurecida. Irene la persiguió haciéndole preguntas y repitiendo: “¿No sabes que soy tu tía, Irene?” La princesa Irene se fue mascullando que esa no era Anastasia.

El público, dividido por la historia

El incidente molestó a los seguidores de Anna. Sí, desde que la noticia de que Anastasia había sobrevivido a la masacre de su familias, el público se dividió entre quienes apoyaban su historia y quienes pensaban que todo era una farsa pergeñada por una mujer que quería quedarse con la fortuna de la familia real, en parte depositada en bancos suizos. Desde aquellos primeros años, Anna Tschaikovsky vivió en castillos y mansiones de la realeza y nobles europeos. La visitaban todo el tiempo, circunstancias que a ella parecían no molestarle. La niñera de Anastasia, ya anciana, su antiguo tutor y otros empleados del zar se dviideron entre quienes dijeron no reconocerla y los que afirmaban que “podía ser la princesa”.

En 1927, conoció a Gleb Botkin, el hijo del médico del zar que fue acribillado junto con el monarca y su familia. Cuando Gleb vio a Anna, no tuvo ninguna duda. Era Anastasia. Cuando ella mencionó los “animales divertidos” que solía dibujar y otros juegos que habían jugado cuando eran niños, su convencimiento fue completo. Se convirtió en su defensor a ultranza y también su patrocinador judicial pues fue el impulsor de un proceso judicial para que la presunta hija del zar recuperase lo que, según Gleb, le pertenecía, es decir la fortuna de su familia.

Gleb llevó a Anna a los Estados Unidos, donde la posibilidad de que Anastasia hubiera sobrevivido provocó un gran interés. En Nueva York, el gran pianista y compositor ruso Sergei Rachmaninoff pagó el alojamiento de la joven en el Garden City Hotel en Long Island. Fue por entonces que adoptó el apellido Anderson en la vana esperanza de pasar desapercibida.

Las cosas no fueron tan fáciles para Anna Tschaikovsky o Anderson. La familia Romanov estaba emparentada con casi todas las casas reales de Europa. Por ejemplo, de parte de la zarina Alexandra, que era nieta de la reina Victoria de Gran Bretaña y princesa de la Casa de Hesse, había muchos parientes vivos que tenían derecho a los bienes del zar (es decir la familia Real Británica).

Anna, en manos de abogados

Gleb Botkin contrató al abogado de Nueva York Edward Fallows para demostrar que Anna era la Gran Duquesa Anastasia y, por lo tanto, otorgarle todos los derechos legales y, quizás lo más importante para la mujer, el reconocimiento. Así comenzó el caso judicial entre la pretendida Anastasia y los parientes más cercanos de la princesa, un pleito que se replicaría en diferentes tribunales alemanes y que constituyó el litigio de mayor duración en la historia de Alemania. Aparte de la princesa Irene (la que dijo que la chica era una impostora), los parientes más cercanos a Anastasia habían mantenido distancia de Anna. Durante décadas, se opusieron a todos sus reclamos judiciales.

Cuando Anna regresó a Berlìn en 1931, la esperaba una información que había surgido en 1927, a la que los estadounidenses no le habían dado importancia pero los alemanes sí. Un periódico de Berlín publicó que Anna se llamaba en realidad Franziska Schanzkowska, una trabajadora de una fábrica polaca. Schanzkowska había sido declarada demente después de resultar herida en la explosión de una fábrica y había desaparecido poco antes de que rescataran a una chica sin nombre de las aguas del río en Berlìn. Para sus detractores, esto parecía evidencia suficiente. La línea de tiempo coincidió y el hermano de Schanzkowska, Félix, firmó una declaración jurada en la que afirmaba que se parecía a su hermana. Pero pronto surgieron detalles que enturbiaron el asunto. Se descubrió que el Gran Duque de Hesse (tío de Anastasia, quien nunca le creyó a Anna) había pagado generosamente al periódico para que investigara esa pista polaca. Tras esta revelación, la teoría se evaporó aunque momentáneamente.

A partir de 1938, los abogados de Anna en Alemania impugnaron la distribución de las propiedades del zar a sus familiares reconocidos y ellos a su vez impugnaron la identidad de quien llamaban “la desconocida”. Mientras, el tiempo pasaba.

Anastasia en 1916; Anna Anderson en 1927; y Franziska Schanzkowska en 1916.
Anastasia en 1916; Anna Anderson en 1927; y Franziska Schanzkowska en 1916.

Fue también en 1938 cuando Anna Anderson se reunió con la familia Schanzkowska. Ellos afirmaron reconocerla. Adolf Hitler estaba interesado en el caso y quería tener en sus manos a la princesa Anastasia o, si los Schanzkowska insistían en que era de los suyos, la arrestaría de inmediato. Los nazis le pidieron a los Schanzkowska que firmaran un documento reclamando a Anna como integrante de su familia, pero estos se negaron.

En los distintos juicios que se ventilaron en los tribunales alemanes en los años `50 y `60, surgió informacion que parecía apoyar a Anna. Tenía marcas de nacimiento y hasta lunares que eran similares a los de Anastasia, hasta una cicatriz en el mismo lugar donde a Anastasia le habían quitado un lunar. También, un defecto congénito en sus pies, juanetes, como Anastasia. Su sonrisa y su porte eran distinguidos. Hablaba varios idiomas, como la hija del zar, pero Anna, inexplicablemente, se negaba a hablar ruso. Sus defensores lo atribuyeron al trauma psicológico vivido en aquel sótano donde sucumbió toda su familia. Sus modales eran refinados, como delicado el tono de voz, las manos, y el profundo conocimiento que demostraba de situaciones personales relacionadas con la familia imperial. ¿Cómo se explicaban estos hechos si no se trataba de Anastasia?

El mismo grafólogo que identificó el diario de Ana Frank analizó la letra de Anderson y Anastasia y las consideró idénticas. El antropólogo y criminalista Otto Reche concluyó que “tal coincidencia entre dos rostros humanos no es posible a menos que sean la misma persona o gemelos idénticos”.

60 gatos, un perro y un matrimonio

Lili Dehn, una amiga de la zarina Alejandra, la visitó y la reconoció como Anastasia. Pero Charles Sydney Gibbes, el tutor inglés de los hijos del zar la denunció como un fraude. En mayo de 1968, fue llevada a un hospital en Neuenbürg después de ser encontrada semiconsciente en una pequeña casa de campo. Vivía con sesenta gatos y un perro. Dijeron que sufría del síndrome de Noé o la acumulación en una casa de decenas de animales en condiciones penosas. Cuando le dieron el alta, Anna aceptó la oferta de su antiguo amigo Gleb Botkin y se mudó a los Estados Unidos.

Se casó con uno de los pocos que seguían creyendo en ella, el historiador Jack Manahan, un amigo de Botkin que era veintiún años más joven que ella y vivieron en Charlottesville, Virginia. Manahan era rico, no necesitaba el dinero invisible de los Romanov, pero siempre la llamó Anastasia y le divertìa ser el “yerno del zar”.

La vida del matrimonio fue muy extraña. Vivian rodeados de basura y de gatos; acumulaban kilos y kilos de papas dentro de su casa y en invierno dejaban las puertas abiertas. Ella estaba obsesionada con la idea de que la KGB la iba a matar. Y su marido respondía insólitamente y ofensivamente cuando le preguntaban por qué vivían así: “ya sabés cómo son los rusos, sólo son felices cuando son miserables”.

Su largo litigio contra los herederos de los Romanov concluyó de manera inaudita y discutible: las demandas de Anna “no podían ser establecidas ni (tampoco) refutadas”. O sea, nadie podía afirmar o desmentir rotundamente si esa mujer atormentada era o no la última heredera del trono ruso.

Anna murió el 12 de febrero de 1984 de neumonía

Una fosa común fue hallada en 1979 en un bosque de abedules de Ekaterinburgo. Recién en 1991, comenzó una excavación oficial que reveló que la tumba guardaba nueve personas: cinco Romanov y sus cuatro sirvientes. El forense Sergei Abramov usó medidas craneales para identificar los huesos, y científicos británicos tomaron ADN de los restos y los compararon con el de sus parientes conocidos.

En 1993, se anunció que los cadáveres eran los del zar Nicolás II, la zarina Alejandra, Olga, Tatiana y Anastasia Romanov. En 2007, se hallaron restos carbonizados enterrados cerca de la primera fosa y el ADN mostró que correspondían a María y al principe heredero Alexei. El rumor que cruzó todo el siglo XX se desvaneció cuando la ciencia probó que no hubo sobrevivientes.

Una muestra de tejido del intestino de Anna Anderson, extirpado durante su operación en 1979, fue conservada en el Hospital Martha Jefferson de Charlottesville. La muestra coincidió con el ADN proporcionado por Karl Maucher, sobrino nieto de Franziska Schanzkowska. También analizaron algunos cabellos de Anderson encontrados dentro de un sobre en un libro que perteneció a su marido. El ADN coincidió con la muestra de tejido estomacal del hospital y con el el ADN de Karl Maucher, pero no con los restos de los Romanov.

“Fräulein Unbekannt” (es español: “la “señorita desconocida”) o Anna Tschaikovsky o Anna Anderson era en realidad la obrera polaca Franziska Schanzkowska. Anastasia Romanov murió a los 17 años en aquel mugroso sótano baleada junto con su familia por soldados bolcheviques que, ya agonizante, se acercaron para rematarla.

Por Ricardo Canaletti-TN