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Anomia e implosión de Juntos por el Cambio

Hoy los votantes no saben lo que representa esta alianza y su relato se ha vuelto contradictorio e incomprensible.

Empresarios de un país que está en las antípodas de la Argentina, en materia geográfica y de calidad de vida, se preguntaban en estos días por qué existe una competencia tan intensa por la presidencia entre los políticos argentinos, en momentos que el país atraviesa una de las crisis más profundas de las últimas décadas. Se infiere que estos empresarios dudan acerca del sentido de una disputa tan virulenta por un cargo, que podría ser antes un tormento que un logro.

La observación es atinada, pero lo que ocurre tiene una razón: se agrava la pelea porque la élite política argentina atraviesa una vez más un profundo estado de anomia. Esta noción, tantas veces mencionada para explicar los sucesos nacionales, significa, según la teoría clásica, que se han roto los marcos normativos que rigen la conducta de los individuos. Cada uno queda librado a sus propios deseos e interpretaciones, sin un dique que les ponga límite. La ambición desenfrenada les hace creer que podrán alcanzar sus metas: riqueza, poder, felicidad.

Quizá tres fenómenos concatenados precipitaron la anomía: el primero es la ausencia de liderazgos nítidos en las principales coaliciones. Con Cristina y Macri sin la capacidad de ordenamiento que tuvieron y mezquinos para soltar el poder, demasiados dirigentes aspiran a quedarse con él. Esta falta de conducción genera la segunda consecuencia anómica: la fragmentación de fuerzas, aun dentro de los mismos espacios. Cada aspirante posee una porción de votos, sin que ninguna sea suficientemente importante como para convencer a los otros de que se bajen de la carrera.

El tercer factor anómico es la emergencia de una tercera fuerza, de naturaleza exótica, que amenaza, con cifras demoledoras, ganar la presidencia. Aun en medio de la anomia, las coaliciones compartían sobreentendidos, señas, guiños y triquiñuelas características de las fuerzas que monopolizan un mercado. Ahora están desconcertadas ante una amenaza externa que desnuda sus complicidades. Sobre llovido mojado, dirían las abuelas: apetencias desmedidas, amenazas excéntricas, líderes decadentes que obturan la sucesión, hojas de ruta imposibles de trazar.

Sin embargo, existe con frecuencia algún factor, o regla externa a los actores, que obliga a ordenar, aunque sea someramente, las conductas. Si en el plano económico ese factor es el FMI, en el plano político lo son las PASO. Y los plazos que ellos fijan se agotan, obligando a definiciones en los próximos días. Ante la urgencia política, tal vez el desafío más importante y complejo se le presenta a Juntos por el Cambio. Los más lúcidos del Gobierno saben que solo un milagro les permitiría retener el poder. Frente a eso, la tarea inconfesable es perder de la manera más honrosa y diseñar el día después.

Juntos, denominación que encierra un oxímoron, tiene el problema. Porque se juega gobernar o no, la Argentina. Los sondeos muestran que para la gente es una coalición rota, corroída por las peleas, con una caudal de votos estancado, si no declinante. El origen de ese pésimo desempeño debe buscarse en la guerra, por lo visto sin armisticio, dentro de su principal partido, el PRO. Es un conflicto antes de estilos que de personas: divide a Larreta y Bullrich, pero en el fondo diferencia dos maneras típicas de gobernar: por consenso o por imposición.

Resulta una simplificación pensar que esta discrepancia versa sobre gradualismo o shock en la aplicación de un plan económico. Nos atrevemos a sostener que esa no es la principal diferencia, y a arriesgar una hipótesis: Bullrich y Larreta discuten sobre qué hacer con la Argentina corporativa y, en particular, con el peronismo. El año pasado un potencial inversor, después de ver a ambos, quedó desconcertado: Bullrich le dijo que había llegado la hora de terminar con el peronismo; Larreta, con la misma convicción, afirmó que el país no se podrá gobernar sin el peronismo.

Cómo tratar con el peronismo cuando el no peronismo llega al poder, es uno de los principales dilemas no resueltos de la gobernabilidad de la Argentina. Alfonsín, De la Rúa y Macri lo enfrentaron con estrategias dispares, padeciendo la capacidad de condicionamiento del peronismo, que lleva al sentido común a pensar que este país no se puede gobernar sin él. No se trata de una cuestión de voluntad sino de diagnóstico. El peronismo es mucho más que un partido, constituye una fuerza social y económica cuyas expresiones son múltiples: gobiernos subnacionales, sindicatos, organizaciones empresarias y profesionales, movimientos sociales y núcleos de apoyo popular perdurables.

Pero hay algo acaso más importante que la relación con el peronismo. Se trata del espíritu que presidió el acuerdo entre fuerzas cuando se creó Cambiemos. Se la pensó como una coalición de centro, destinada a albergar a independientes y a los huérfanos del kirchnerismo, cuyas promesas se habían desmoronado al cabo de tres gobiernos. No prevaleció entre los socios un ánimo antiperonista explícito ni una orientación reaccionaria, que menospreciara los derechos sociales y económicos defendidos por los partidos históricos, más allá de sus limitaciones y errores.

Con ese espíritu se gobernó entre 2015 y 2019. La pérdida del poder llevó a una conclusión al ala dura del PRO, encabezada por su fundador: fracasamos por no realizar un ajuste implacable. El segundo tiempo debe ser severo y aleccionador, aplicando una suerte de thatcherismo puro y duro, bajo el mismo supuesto que llevó a su inspiradora al gobierno: there is no alternative. En tiempos de hipérboles de la derecha, los libertarios les pusieron presión a los duros del PRO, hasta provocar una competencia sobre temas que la razonabilidad había desechado hace tiempo, como la dolarización o la caducidad del Banco Central.

Más allá de que se la convalide o no antes de inscribir alianzas, esta deriva provocó la implosión de Juntos por el Cambio, con un costo altísimo: los votantes no saben lo que representa y su relato se ha vuelto contradictorio e incomprensible. Hacia adentro, la grieta entre sus integrantes es devastadora y no tiene sutura. Si siguieran unidos practicarán la hipocresía antes que la militancia, un hándicap que puede ser mortal.

Por eso, si frente al abismo prevaleciera el reconocimiento de las diferencias insalvables, podría ocurrir una reconfiguración de fuerzas. Ese movimiento posibilitaría crear otra opción para los millones de votantes que no volverán a confiar en Cristina, pero nunca aceptarán el neoliberalismo de Macri ni la descabellada utopía libertaria.

Por Eduardo Fidanza