Hoy vuelve a ser primavera. Intensa, olorosa, desafiante. La alegría funda su patria y su bandera: celeste y blanca como una flor de cerezo iluminada a cielo abierto. Los paraísos deseados son siempre paraísos perdidos, por eso los sueños deben bajar a tierra, para ser creíbles, reconocidos. Argentina se convierte, una vez más, en campeón del mundo en fútbol y en alegría. Un placer contagioso que estremece las honduras del alma, y permite beberse la vida a borbotones.
Esa inasible belleza de la fiesta donde no se recuerdan los días, se recuerdan los momentos. El amor y la amistad no unen tanto como el odio, decía Chéjov. A esta felicidad le esperan algunas vallas negras. Ese encono ciego que se alimenta de la deshumanización del otro, de un yo frágil, fragmentado, donde la figura humana deja de conmover. Algo que nos dice que no todas las vidas son iguales, ni toda alegría merece el mismo llanto.
Volvimos a “ser”. A construir un fútbol que te muerde las tripas, te vacía el hígado, y no te suelta. Voraz en los gestos, en las formas, en los detalles. Todo nervio, despierto, concentrado, metido en el partido. Impecable en la presión por la recuperación del balón y en el cobijo de la posesión. Esa manera de pensar y de pensarnos que nos identifica con esa humilde y sencilla interpretación del fútbol ofensivo. Un fútbol sostenido en el arte de la seducción, de lo sublime; empecinado en persuadir, en hechizar, en cautivar. Argentina se quiso, se gustó. Con carácter, con personalidad le desfiguró el rostro a una Francia irreconocible, que se sobrepuso sobre el final en un empate inmerecido. La “Justicia” amaneció en los penales.
Esta Selección fue nuestra “madre”. Aguantó en silencio los reproches, nos fue dando los “dulces” de a poco, y nos esperó despierta toda la noche a que “regresáramos” a su fútbol. Siempre estuvo ahí, con un pañuelo mojado en saliva dispuesta a limpiarte los restos de desayuno de la comisura de los labios. Hoy, esta “madre” de todas las madres supura felicidad. Nosotros también.
La fiesta sin orillas lava el aire, y el sol de la tarde se posa calmo sobre las caras de un pueblo lleno de lágrimas y alguna sonrisa. La belleza desatada retuerce el alma y baila fulgurosa sobre las copas de los árboles. El odio espera, como siempre, agazapado. No sabe que hoy vuelve a ser primavera, con o sin vallas negras.
Por José Luis Lanao – Ex jugador de Vélez, clubes de España, y campeón Mundial Tokio 1979