Israel ejerce desde hace décadas una división de las familias palestinas, muchas de las cuales llevan años sin verse o reunirse. Lejos de facilitar estas relaciones, cada vez más leyes y políticas israelíes fragmentan a parejas, padres e hijos y parientes que viven entre el Estado hebreo y Gaza, Jerusalén Este y Cisjordania. Al habitual motivo de seguridad, Israel admite hoy de forma explícita que estas medidas persiguen un objetivo demográfico: mantener una mayoría judía en el territorio.
Un joven palestino con ciudadanía israelí que no ve a su madre en Gaza desde hace dos décadas. Otro que, en cambio, siendo gazatí residente en Cisjordania, no tiene permitido volver al enclave ni tan solo para ver a su madre enferma de cáncer. Una joven despojada de su documentación y una familia con raíces palestinas y estadounidenses cuya unión depende siempre de nuevas medidas y visados temporales…
Estos casos, representados en este ‘Reporteros’, son apenas ejemplos de lo que padecen decenas de miles de familias palestinas debido a las leyes, las normas y las políticas israelíes, que se han enraizado como una red burocrática destinada a separarlas e imposibilitar sus relaciones de vida.
Son hijos apartados de sus padres. También parejas, incluidas las casadas y con hijos, que no pueden hacer vida bajo un mismo techo. Sin contar los parientes de segundo grado –tíos, abuelos– que quedan al margen.
Históricamente, Israel ha justificado estas acciones bajo el amplio argumento de preservar su seguridad. Sin embargo, hoy revela también un propósito demográfico, que es el de mantener una mayoría judía frente a la mayoría árabe-palestina.
Un propósito que, por primera vez, está redactado en uno de los pilares de su política de separación: la Ley de Ciudadanía, conocida como ‘ley de reunificación familiar’.
Esta normativa, que en realidad es una orden temporal que requiere que se vote cada año, entró en vigor en julio de 2003 y prohíbe a los palestinos con ciudadanía o residencia israelí extender su estatus legal a sus parejas con documentación de la Autoridad Palestina –o de Siria, Líbano, Irán o Irak, estados considerados “enemigos” por Israel–.
La primera versión de esta orden rigió hasta julio de 2021, cuando las divisiones en la coalición del entonces primer ministro Naftali Bennet no permitieron su renovación. Superado el bloqueo, en marzo de 2022 se consiguió una versión renovada, que es la que incluye la defensa “del carácter judío” de Israel como objetivo.
Simcha Rothman, parlamentario del partido radical de extrema derecha Sionismo Religioso, defiende que la seguridad y la mayoría judía no se pueden separar porque de esto “depende la pura existencia” de Israel.
Basado en estadísticas no divulgadas de la Inteligencia israelí, el legislador sostiene que los palestinos que llegaron en el pasado a Israel por reunificación familiar “están involucrados mucho más en terrorismo” y que, además, buscan “cambiar la sociedad israelí desde dentro para que no sea un país judío ni democrático”.
En concreto, se estima que entre 25.000 y 30.000 familias palestinas se ven afectadas por esta ley, que evita que las parejas vivan juntas en Israel o Jerusalén Este. En diciembre, muchas se sumaron a 9 peticiones en contra de la Ley, que reclamaban a la Corte Suprema israelí desde declararla inconstitucional hasta dar por válidas las solicitudes presentadas durante aquellos ocho meses en los que la orden tuvo un vacío legal.
La respuesta del Supremo fue solicitar unas posibles enmiendas, lo que para organizaciones de derechos humanos como Adalah no cambiarán el aspecto “racista y discriminatorio” del texto.
Los palestinos de Jerusalén, condenados por su lugar de vida
El panorama es aún menos alentador para los palestinos jerosolimitanos, que no poseen la ciudadanía sino un permiso de residencia israelí. No solo no pueden extender su estatus legal a una pareja de Cisjordania ocupada, sino que si deciden mudarse pierden por completo su derecho de vivir o entrar en Jerusalén.
Tareq Eidkaidak, abogado de la ONG cristiana Society of St. Yves, considera que Israel aplica un “castigo colectivo” al no permitir la reunificación familiar, además de “separar a Jerusalén de sus alrededores”.
El letrado, que asesora a decenas de familias, remarca que las conexiones familiares de los jerosolimitanos no se limitan a la ciudad, sino que se extienden por toda Cisjordania, por lo que estas medidas “los aíslan” y buscan “hacer que la gente se vaya de sus hogares”, empujándolos dentro del muro de separación israelí y tras los puestos militares de control.
En consecuencia, Eidkaidak agrega que Israel impone condiciones “muy difíciles de cumplir” para quienes aplican a la reunificación familiar. Entre estas, condiciona las solicitudes a hombres de 35 años o más, y a mujeres de al menos 25 años, cuando por cultura los palestinos se unen o casan antes de esas edades.
Así, ante las pocas alternativas para las uniones, algunos optan por mudarse a áreas del otro lado del muro que, en términos administrativos, aún son consideradas parte de Jerusalén. Se trata de áreas que permiten a una persona de Jerusalén vivir con su pareja de Cisjordania sin perder la residencia, aunque pagando otro precio: estas zonas suelen tener un acceso deficitario a servicios básicos como el agua –mientras los residentes deben seguir pagando servicios municipales que no disfrutan–.
Los padres de Yasmeen Awad optaron por esta vía y se ubicaron en Bir Onah, en una vivienda que tiene como paisaje el serpenteante muro de hormigón que ha desplazado también a los olivos.
No obstante, esta abogada no puede moverse porque no tiene identificación. Registrada junto a la tarjeta de residencia de su padre, su nombre “desapareció” del registro del Ministerio del Interior israelí. Y como estas autoridades solo permiten a las parejas jerosolimitanas-cisjordanas anotar a sus hijos hasta los 14 años y ella ya los había superado cuando lo descubrió, mantiene desde entonces una batalla por su documento.
Ha pasado una década y, por ahora, aún no ha logrado que Israel le devuelva una identificación; tampoco acceder a un seguro de salud, una cuenta bancaria, manejar o viajar –este último, su mayor anhelo–.
“A veces siento que estas cosas pasan de manera aleatoria, que quitan las identificaciones a las personas para complicarles la vida en Jerusalén”, declara Yasmeen, que, a diferencia de sus dos hermanos, no puede visitar a sus familiares de Jerusalén o acudir a la Ciudad Vieja, a apenas diez kilómetros de su casa.
Relaciones bajo bloqueo: palestinos separados de su familia en Gaza
Las trabas para reunirse con familiares se multiplican si los palestinos tienen parientes en la Franja de Gaza, bloqueada por Israel desde hace más de 15 años. De acuerdo a la ONG israelí Gisha, es el caso de casi un tercio de quienes viven en el enclave, pero las reuniones solo pueden darse bajo condiciones específicas.
Israel solo aprueba visitas a familiares de primer grado para asistir a bodas, funerales o cuando existe una enfermedad que es una amenaza para la vida. “Pero incluso en esos casos, está lejos de ser automático que las personas reciban esos permisos”, puntualiza Miriam Marmur, directora de defensa pública de Gisha.
De nuevo, los trámites están sujetos no solo a requisitos, sino a la eficiencia burocrática de las autoridades israelíes, y hasta al grado de arbitrariedad de las personas que intervienen en el proceso.
Y cuando son otorgados, los permisos son para dos, tres días o una semana en el mejor de los casos.
Halil Kandil, hasta el momento de este reportaje, estuvo desde julio de 2022 enfrentando lo que Gisha tilda de “violencia burocrática”. Su madre gazatí sufre de cáncer, pero aun así su aplicación desde Ramallah ha sido rechazada sistemáticamente. Unas veces, las autoridades alegaron falta de documentación o pusieron en duda la legitimidad de los papeles presentados; otras, ignoraron una apelación para otorgarle el permiso. Razones por las que, desgastado, ha decidido abandonar la vía de las solicitudes.
“A veces hablo con mi madre, ella llora y me dice que teme morirse sin verme. Eso me enoja porque, ¿qué clase de vida es esa?”, confiesa Kandil, quien se siente obligado a transitar un camino más costoso y riesgoso, que es ir a su Gaza natal por el cruce de Rafah, que conecta la Franja con Egipto. Para ello debe ir a Jordania, de ahí ir a El Cairo y tomar un bus hasta el pase fronterizo, un viaje que puede demandarle unas 72 horas y 700 dólares. Con un permiso israelí, podría cruzar por Erez y hacer un trayecto de 2 horas por unos 20 dólares.
Otro bloqueo burocrático con el que debió lidiar Kandil es la dificultad que tienen los palestinos de Gaza para cambiar su residencia a Cisjordania. Israel –que controla el registro de población palestina– no suele habilitar estas modificaciones y por ello Kandil se instaló de forma “ilegal” en Ramallah, en un término rechazado por los palestinos que arriban, pues se saben en su propia tierra.
Al lograr un empleo como oficial de seguridad para la Autoridad Palestina obtuvo fácilmente el cambio de su domicilio. No obstante, su éxito es una excepción y así lo representan sus compañeros de apartamento, que se ocultaron tras la cámara ya que no tienen regularizada su situación.
Aunque si Kandil chocó con estos obstáculos –que serán mayores si decide casarse y traer a su prometida en Gaza–, Mohammed Abu Sharb ni siquiera puede aplicar a un permiso para ver a su madre en Gaza.
Él nació en la Franja, y allí regresó su madre tras un fallido matrimonio de un mes con un beduino ciudadano de Israel. Cuando la mujer decidió volver a casarse, su abuelo se lo llevó con 11 años de Gaza hasta Israel y procuró que obtuviera una ciudadanía.
¿Resultado? Hace 20 años que no puede abrazar a su madre, y ni siquiera sabe cómo luce su rostro porque solo se comunican por teléfono fijo.
A diferencia de Kandil, este director de cine se molesta con la idea de valorar encontrarse en un tercer país, además de que no quiere que ella, mayor, haga esa dura travesía. “Poder verla es un derecho básico. ¿Por qué necesitaría ir fuera? ¿Por qué no aquí?”, reclama frente a lo único que los une físicamente: el mar.
Si bien bajo la reglamentación israelí no puede acceder a un permiso para visitar a su madre, promete explorar otras formas de ingreso a la Franja porque “debería verla de cualquier forma posible”.
“La política de separación destruye y aparta a las familias y hace muy difícil que las personas puedan verse. Eso significa que Israel está dictando a los palestinos dónde pueden vivir, dónde pueden trabajar, dónde pueden vivir después de casarse con otro palestino e impacta todos los aspectos de la vida diaria de los palestinos bajo la ocupación”, sentencia Marmur desde la sede de Gisha.
Cuando enamorarse conlleva limbos y reglas cambiantes
Los extranjeros que se radican en Cisjordania no son ajenos a la ocupación y su telaraña burocrática. Quien da fe de ello ante France 24 es la estadounidense Morgan Cooper, quien siente su corazón palestino.
Hace 20 años, cuando se enamoró de su esposo Saleh, decidió vivir en Ramallah y, desde esa fecha, las autoridades israelíes la han considerado una turista a pesar de que sus hijos y su núcleo de vida está ahí.
Su visado –emitido por Israel– tiene asimismo un sello que solo le permite desplazarse por Cisjordania y que debe renovar cada cierto período de tiempo, obligándola a viajar a Jordania u otras naciones para solicitar una actualización y sufriendo bloqueos al intentar volver a ingresar.
De ahí que, cuando nació su primer hijo –hoy de 6 años–, decidiera aplicar para convertirse en residente de Cisjordania, un pedido aún sin respuesta.
“¿Qué tipo de rutina puedes crear para tus niños, qué raíces puedes echar, no solo para ti, sino para tu familia, cuando todo es siempre tan impredecible?”, lamenta Morgan. Y es que su estatus legal, distinto al de su esposo y de sus hijos, le impide desde poner el automóvil a su nombre hasta acudir a su propia embajada en Jerusalén.
En esta ciudad una vez se informó que las autoridades israelíes iban a retirar el sello de los pasaportes y, en lugar de eliminarlo, los oficiales le respondieron que “no tendría que haberse casado con un árabe si quería sus derechos humanos”.
A lo largo de su vida en Cisjordania, Cooper ha vivido múltiples adversidades, como recibir un permiso para cruzar el puente de Allenby (que une Jordania con Cisjordania, el único paso habilitado para que ella pueda viajar al exterior) con apenas unas horas de vigencia; o ser increpada por un oficial de inmigración israelí que le instó a marcharse a Estados Unidos con su esposo, que tiene doble nacionalidad.
Por ello, opina que su situación –y la de 25.000 extranjeros con parejas palestinas– solo empeorará bajo las nuevas reglas de la Administración Civil (COGAT), el órgano militar israelí que controla la vida cisjordana.
Un borrador de estas reglas alcanzó los titulares internacionales por puntos controvertidos como exigir a los extranjeros que declarasen si se enamoraban de un palestino o limitar por cuotas la entrada de alumnos de intercambio o disertantes en universidades palestinas. Si bien las órdenes más criticadas fueron removidas, el documento de 97 páginas eleva las restricciones, aún “poco claras y ambiguas” para esposos extranjeros.
“No sé si mi visa actual como turista que tengo de Israel es válida; no sé si tengo permitido viajar fuera y volver bajo esa misma visa. No sé si tengo que aplicar por un permiso ante los israelíes para que me permitan volver. No sé si se me requerirá estar fuera una cierta cantidad de días, semanas o meses. Y la única manera de averiguarlo es yendo e intentándolo. Porque muchos de nosotros intentamos contactar al COGAT para clarificaciones y no recibimos ninguna respuesta”.
Morgan –que, aunque no tiene permiso de trabajo se siente una palestina más– cree que, de todas formas “(las nuevas reglas) nos van a afectar seria y negativamente”. “Puedo prometerte que no será una buena experiencia, no va a hacer la vida aquí más fácil. ¿Y no es ese el punto?”, sentencia. Un extremo que no detiene que ni ella ni cientos de miles de palestinos luchen por crear una vida familiar, a pesar de las políticas israelíes.
Por Janira Gómez Muñoz y Federico Cué Barberena-France24