Misiones Para Todos

Cuidado con esta democracia

Los discursos de incivilidad

Umberto Eco decía que ser políticamente incorrecto es la capacidad de estigmatizar al otro. Eso es, precisamente, la incivilidad, un signo de nuestra época. Muy efectiva para quienes hacen política en el terreno de la creación constante de conflicto, como mostró Javier Milei en el Foro de Davos. Este tipo de discurso presupone la exclusión del otro y crea un clima cultural que vuelve cotidiana la violencia discursiva. La tolerancia —que hace algunas décadas supo garantizar la estabilidad democrática— hoy está cada vez más atenuada. En un contexto de bajo apoyo al sistema, Mario Riorda se pregunta por este nuevo tipo de democracia y advierte los peligros de desearle la muerte política al adversario.

Elige tu propia democracia

Javier Milei promete ir a buscar a los opositores —“zurdos hijos de puta”— hasta el último rincón del planeta. Por su poder estigmatizante, el insultante —y amenazante— tuit del presidente tras el polémico saludo de Elon Musk que muchos etiquetaron como nazi, es un hito de incivilidad discursiva. Sus palabras modelan conductas gregarias y de aislamiento en la sociedad. Y emerge la pregunta sobre si su discurso es o no democrático.  Aunque los tiempos cambien, los procesos suelen repetirse. Hace 60 años, Gabriel Almond y Sidney Verba escribieron La cultura cívica, un clásico de la ciencia política, y argumentaron que tras las experiencias del fascismo y del comunismo se suscitaban serias dudas acerca de la inevitabilidad de la democracia en Occidente y de poder descubrir una forma estable de proceso democrático.

“Lo problemático en el contenido de la cultura mundial naciente es su carácter político. Mientras que el movimiento, en el sentido tecnológico y de racionalidad organizadora, presenta gran uniformidad en todo el mundo, la dirección del cambio político es menos clara”. Para ellos, el problema central de la ciencia política consistía en saber cuál podía ser el contenido de una nueva cultura mundial, afirmando que en los sistemas relativamente más estables había altos niveles de tolerancia y participación. ¿Cuál era, entonces, la relación idílica para la estabilidad democrática? La tolerancia. Y hoy, que la democracia aún no tiene claras sus formas, la ausencia de tolerancia es una de sus nuevas marcas.

En América Latina la percepción sobre el apoyo a la democracia frena su deterioro de los últimos 14 años, según el último informe del Latinobarómetro. Y más, se detiene y se revierte. Pero tampoco hay mucho para celebrar, porque el apoyo llega al 52%; vale decir, casi la mitad de la población no apoya la democracia. Paralelamente, se observa más indiferencia hacia el tipo de régimen entre quienes desaprueban el gobierno de turno (29%) que entre los que lo aprueban (22%). El propio informe, denominado “La democracia resiliente”, se hace una pregunta: ¿es esta una democracia circunstancial, que viene bien cuando se está en el poder y viene mal cuando no? “Es un síntoma de debilidad de la democracia que dependa de si está o no en el poder el gobernante del gusto del ciudadano”.

Steve Levinsky opinaba que, tras la victoria de Donald Trump, muchos analistas están enojados con el votante de Donald Trump, considerando que su opción electoral es un error porque desafía la democracia  y aclaraba que, quizás, de los motivos por los que el discurso de la defensa de la democracia no siempre funciona como argumento en campaña, se vincula con el hecho de que los votantes de los liderazgos radicales también creen que están peleando por la democracia. Una sentencia aplicable a muchos contextos.

Nada bueno puede esperarse cuando hay incivilidad

Si la democracia actual admite varias formas, son esas formas las que modelan su ser. También sus discursos dominantes, porque es el primer modo en que la tolerancia se deja ver. Es sustancial. Algunos discursos políticos actuales entran en un terreno que la investigadora Emily Sydnor, experta en comunicación política y psicología política de Syracuse Univesity, etiqueta como discursos de incivilidad. El 21 de enero, el Presidente nos proveyó de un ejemplo histórico para el estudio de la incivilidad como discurso. No es el primero ni será el último, pero sin dudas ese tuit marca un antes y un después.

Hace más de 20 años el filósofo italiano Umberto Eco definía que ser políticamente incorrecto es la capacidad de estigmatizar al otro. Precisamente eso es la incivilidad. Inicia con la transformación del tono en el lenguaje que muta a lo insultante, agresivo, muchísimo más allá de la descortesía. La característica de los discursos de incivilidad es que presuponen un ejercicio de exclusión para sus destinatarios. La incivilidad, desde el discurso, es una sentencia que anula derechos y la condición identitaria del destinatario por razones políticas (partidarias e ideológicas), racistas, sexistas, xenófobas, religiosas, geográficas, entre otras.

Lo que suele llamarse incorrecto no es estético, no es lo novedoso. Lo incorrecto políticamente es más grave. Es dejar liberada la zona para que alguien, asimétricamente, humille y otro, en desventaja, sufra. Nada bueno puede surgir de ambientes así. Lilliana Mason, politóloga de la Universidad de Johns Hopkins y preocupada por cuestiones de violencia política, conceptualiza desde hace tiempo que la fase más cruda y más difícil para la convivencia democrática, el grado superior de la polarización, es la idea de “clasificación” partidaria, ideológica o social (partisan, ideological, social sorting). Asusta con sus consecuencias: los estadounidenses crecerán cada vez más políticamente rencorosos e incivilizados en sus interacciones, incluso en presencia de temáticas o cuestiones comparativamente moderadas.

La idea de clasificación habla de personas conectadas emocionalmente con algún partido que prefieren pasar tiempo con otros miembros del mismo. Y cuando el partido se ve amenazado se enfurecen y trabajan para ayudar a vencer esa amenaza. Hay antagonismo grupal, indignación moral antagónica. Se favorece un tipo de clasificación que puede exceder la convergencia entre las identidades partidista e ideológica, con otros factores no relacionados con lo político: el tipo de medios que consumen, los artistas que prefieren, los lugares adonde concurren o los fenómenos que alteran la socialización básica, como a qué empleados seleccionar, dónde pasar las fiestas, casarse con personas cercanas ideológicamente, compartir redes sociales similares. Si la “grieta” entraba en las familias, la clasificación separa y reagrupa a las personas. Puro sesgo cognitivo que activa o que resguarda, entremezclándose en las vidas todo el día. La identidad se transforma en alguna modalidad de afecto al grupo donde el contenido lógico no necesariamente aparece.

Tiempo de sorprendernos con sus paradojas

A mayor incivilidad, mayor será la interacción con la política. Genera engagement, como les encanta decir a los estrategas digitales. Pero a un alto costo: altera la calidad de esa interacción. Atrae, llama la atención. Crea agenda y genera debate. Pero, sobre todo, la incivilidad crea incivilidad. Aleja las partes, ahonda las distancias y promueve el odio. ¿Qué produce la incivilidad? Ansiedad, miedo, frustración, incitación a la ira. Disgusto. Quien se indigna, modifica sus consumos o hábitos mediáticos procurando congruencia con sus preferencias partidarias: cancela el cable, alguna suscripción, cambia de noticiero, se cambia de redes sociales. Pero también altera sus diálogos y relaciones próximas.

La incivilidad lleva a puntos de no retorno y requiere más incivilidad todos los días. Se torna inflamatoria del debate, incendiaria. Lleva a límites insospechados sus consecuencias. Crea un clima cultural que vuelve cotidiana la violencia discursiva (como mínimo). Vale corregir el punto anterior: la incivilidad crea más incivilidad para seguir persistiendo.

Quienes hacen política en el terreno de la creación constante de conflicto no necesitan de la reacción de quienes tienden a evitarlo. Ello es creador de impotencia: si alguien contesta la incivilidad, funciona. Si alguien la ignora, también, aun con el silencio de quién está al frente. Por eso activa tantas dudas en los actores destinatarios de cómo reaccionar.

La conflictividad puede tener una doble dimensión: el desacuerdo sobre la sustancia política (preferentemente las políticas sobre las que se decide) y el nivel de incivilidad en el ambiente. Muchas veces la incivilidad es una táctica para llamar la atención cuando la agenda sobre las políticas decrece. La incivilidad es un total vacío de respeto, pero muchas veces tapa la ausencia de visibilidad sobre un tema. La incivilidad mejora la memorización de las posturas que cada actor político tiene respecto a temas

La investigación de Emily Sydnor aporta algo extra: los que se acercan y tienen mayor predisposición hacia los conflictos pasan menos tiempo viendo contenido adicional a lo que ya han consumido sobre un tema. Ven menos contenido moderado o contenido político que haga evitar conflictos. Hay conformidad, comodidad. En cambio, quienes tienen predisposición a evitar conflictos buscan más noticias, más enfoques, más información. Adquieren más conocimientos. Y experimentan una mayor ansiedad frente a la incivilidad. Quienes podrían moderarse no salen de su radicalidad. Desalienta la apertura mental. Es su zona de confort. El resto manifiesta incomodidades. La pasan mal.

Pero no es sólo un problema de demanda (ciudadana), sino también de oferta (mediática). En el primer gobierno de Donald Trump, el lenguaje en los medios norteamericanos (FOX, MSNBC, CNN, NBC, ABC) entre el 55% y 80% de los contenidos en los diferentes segmentos estudiados estaba marcado por la incivilidad, mientras que la contracara, el tratamiento de temas que refuerzan valores comunes o diálogos con puntos donde hay mayor nivel de consenso, se daba entre el 2% y 18% de los contenidos.

Vale parar (en serio, vale parar)

La incivilidad puede partir más aún cualquier sistema político y social ya partido (por los altos niveles de ideologización que generan polarizaciones). Y esto debido a una espiral de actos de visibilidad trascendente que legitiman la violencia en el trato del día a día. El debate mediático ya está sucediendo desde estas formas. ¿Y si se transforma en los ámbitos laborales, educativos, recreativos? ¿Si se transforma en la convivencia cotidiana donde alguien tenga derecho a la agresión ilimitada frente a otros sólo porque algo haga bien, o haga mejor o haga diferente?

Estos discursos, vengan de donde vengan, son navajas que cortan. Peligrosas. La incivilidad es tan fuerte que empieza a horadar todo el ambiente de forma sistemática. Representa un cambio fuerte en la democracia donde ganar no es ganar en las condiciones de competencia de la democracia, sino más bien desear la muerte política del adversario: su desaparición en la oferta electoral. La anulación de su condición de adversario parte de un juicio moral categórico que quita de sustancia la validez y aptitud de las personas opositoras en el juego democrático. Adversarios como enemigos y negación de la pluralidad e imposibilidad de desacuerdos.

Definitivamente es una nueva democracia. Distinta, llena de interrogantes y con discursos que nos hacen tener que gritar: cuidado con esa democracia.

Por Mario Riorda-Revista Anfibia