Misiones Para Todos

El misterio de la plata yvyguy que mantiene viva la fiebre del oro en Paraguay

Inspirados en leyendas, algunos gastan de 140 a 1200 dólares en aparatos que les permitan hallar tesoros de la Guerra de la Triple Alianza y otras reliquias familiares soterradas. Una legión de buscadores halló cerca de 2 mil piezas. Un depósito de creencias y fábulas aceleran el desenfreno de quienes sueñan con el oro. Algunos mueren en el intento.

Los detectores de metales dibujan círculos a pocos centímetros del suelo. Husmean sobre la superficie y avisan cuando encuentran algo. Los hombres los blanden barriendo el aire sobre una tierra roja sembrada de huesos y de tesoros, las huellas subterráneas del avance del ejército de la Triple Alianza por el territorio paraguayo. Los huesos los pusieron las tres cuartas partes de la población masculina del país, muertos en combate; al oro lo enterraron las familias para evitar los saqueos y hoy desespera a miles de buscadores que se sumergen en las entrañas de su tierra para encontrar plata yvyguy, la fortuna soterrada de uno de los pueblos americanos más prósperos del siglo XIX.

Plata yvyguy se pronuncia rápido, casi de corrido y significa plata enterrada o escondida en guaraní. En esa lengua, los abuelos les dicen a sus nietos que el Paraguay es un país de tesoros por hallar: el de los jesuitas expulsados a palazos por Carlos III, el de los barcos cargados de riquezas que bajaban del Amazonas y que se hundieron en el río Paraguay y el que enterraron los vecinos cuando el acecho de las tropas enemigas se sentía cerca, para no dejar nada al provecho del invasor.

Para las familias, estos entierros fueron el equivalente doméstico de lo que la Guerra Grande significó a escala país: el sepultamiento de su riqueza. Como si quisiera ser exhumada, la plata yvyguy llama a los aventureros. Los seduce con fuegos amarillos, verdes y rojos, luminiscencias que los metales sueltan cuando se oxidan bajo tierra o, directamente, póras, espíritus o fantasmas, según cuán atrapado esté quien los vea en los delirios de la fiebre del oro.

Las historias de cazadores de tesoros que han cambiado sus vidas con un golpe de suerte alimentan la ilusión de jóvenes advenedizos y viejos experimentados; de ricos con equipos de detección tasados en miles de dólares y de pobres que se mueven guiados por precarias varillas de radiestesia hechas a mano; de oportunistas deportivos que se lanzan al campo cada tanto a modo de hobby y de expertos que viven únicamente de la cosecha furtiva de la plata yvyguy. No son pocos los que antes de construir en un terreno lo dan vuelta como una media para ver si esconde algo; tampoco lo son los que hechizados por alguna leyenda local o una señal prometedora han dejado enterradas sus vidas a centímetros de lo que iba a salvarlas.

Pescar en la tierra

Renato, encargado de la empresa Detectores Paraguay, dice que la búsqueda es cansadora. Después de estar todo el día en el medio del monte, comido por los mosquitos, le suele salir de la boca un susurro caliente que se diluye en la humedad del aire paraguaya: “¿por qué carajos estoy haciendo esto?”. Ni bien termina de decirlo escucha el pitido. “Uno dice opa, opa, acá hay algo. Se te empieza a subir la sangre a la cabeza, se te renuevan todas las ganas. Hay veces que estás horas en el monte sin un pitido, la máquina calladita, los bichos ahí rodeándote y nada”. El testimonio se va acelerando como si Renato estuviese en el campo, transmitiendo en vivo la aventura, pero en realidad cuenta la historia desde su local, el negocio de detectores de metales que instaló en San Lorenzo, a cuarenta minutos de Asunción.

Renato ya conocía el rubro antes de venirse a vivir a Paraguay. Natural de Porto Alegre, Brasil, se mudó al país vecino después de enamorarse de la historia de la plata yvyguy durante unas vacaciones. “Me encantó esa leyenda. Todo el tema del oro acá es muy fuerte. Es un pueblo con mucha historia de tesoros, que nacen de tres situaciones: la de los padres jesuitas que estuvieron al sur, la de la guerra de la Triple Alianza y la de la Guerra del Chaco, entre Paraguay y Bolivia. Son todas zonas muy ricas para la búsqueda”, explica el brasileño.

La fiebre del oro parece ser cosa contagiosa, un cuadro que se transmite por medio de la voz guaraní: “Todo el mundo que empieza con la plata yvyguy arranca por una historia antigua, algo que le dijo su abuelo, comentarios sobre los caminos por donde pasaron las tropas. Se comienza por ese lado. Se habla de las cosas enterradas por la propia familia, por antepasados ricos con muchas posesiones. Eran épocas en las que no existían los bancos, entonces esas riquezas se enterraban para protegerlas”, dice el buscador de 33 años.

La palabra de los viejos no es una melancolía ilusoria, sin objeto. Paraguay llegó a ser, antes de la guerra, un territorio rayado por las vías del ferrocarril y las líneas del telégrafo, capaz de albergar a la primera fundidora de hierro de Latinoamérica, “La Rosada”, en Ybycuí. Las exportaciones de yerba y de tabaco, por su parte, habían hecho amasar una incipiente fortuna a varias familias.  La libra esterlina, los francos y otras divisas internacionales circulaban con abundancia en un país que se perfilaba como potencia siderúrgica. 

Lo que para el común de la gente sería tomado como algo extraordinario, increíble, para Renato es cosa de todos los días. Sus clientes encuentran oro bastante seguido. Apenas el día anterior a la charla con El Destape, un cliente le puso sobre el mostrador del local los dieciocho gramos que sacó en su primera salida de prueba con una máquina nueva. A treinta y cinco dólares el gramo, el hombre se hizo con 630 verdes en un rato.

“Y ese es el precio del oro en carácter de valor de mercado, sin valor histórico. Si traes un espadín, o una moneda antigua, tipo libra esterlina, puede llegar a valer mucho más. Para quien se dedica a esto, el detector es una cosa que se va pagando sola. Este hombre, por ejemplo, él vive de buscar oro. Se dedica el 110% de su tiempo a encontrar tesoros”, comenta el encargado de Detectores Paraguay.

Cuando son exitosas, las expediciones para hallar cosas enterradas se separan en dos momentos. Uno en el que el cansancio abruma y la renuncia ante la incertidumbre del hallazgo se torna un pensamiento tentador, cada vez más recurrente, que crece rápido como una hinchazón. Y otro en el que cualquier sueño se vuelve posible. La frontera que divide estos dos hemisferios la traza el pitido de los detectores cortando el silencio del campo. Pero la caza de tesoros tiene algo del gesto de la apuesta y puede que no se encuentre nada. Se entrega mucho y muchas veces la tierra se pone ingrata, guarda para sí el metal dorado. Las jornadas, en estos casos son sólo sudor, tierra y mosquitos.

Renato lo compara con pescar: “Vos estás con tu carnada en la línea y esperás a que el pez pique. Pasa el tiempo. Cuando aparece la señal llega una alegría enorme, hay que contener un poco esa ansiedad, ese entusiasmo. Hay que cavar despacito, porque abajo puede haber una moneda de oro que vale 1500 dólares. La pala es pesada, dura y si le da en el medio, la parte. Hay que ir con paciencia, escarbando, despacito hasta llegar. La alegría al encontrar algo es tremenda. Uno saca algo y piensa en los años en que eso estuvo enterrado ahí, sin que nadie lo toque. Da para pensar en la situación límite en la que se encontraba la gente para enterrar las cosas de esa manera”.

En la tienda de Renato, los detectores cuelgan de las paredes por montones. Hay muchísimos modelos y accesorios: palas plegables, tamices, fundas y cajas. En el medio, hay una mesita con tapa de vidrio bajo la que se exhiben algunas conquistas. “Algo bueno, bonito y barato, como para comenzar, vale entre 130 y 140 dólares. Ya una máquina media gama, que dé para jugar bien y meterse en el tema de la plata yvyguy de verdad, está rondando los 450. Y si querés algo de alta gama, para buscar profundo, bien hondo, los aparatos rondan los 1200 dólares. Después está lo mejor de lo mejor: vale quince mil pero es una máquina que te lleva de lejos, vos estás en tu camioneta, ella te apunta y vos seguís la dirección. Es lo mejor de lo mejor de lo mejor”, se explaya Renato.

Tumbas de la historia

Si de detectores se habla, Hernán Candia Román se jacta de haber traído la primera rastreadora todo metal al Paraguay cuando volvió de su estadía por los Estados Unidos. Con ese equipo se divertía en las playas del país del norte, “rescatando monedas y metálicos” para pasar el rato. Volvió en 1992, después de doce años repartidos entre EEUU y Cuba para estudiar Medicina.

Hoy, ya instalado en Paraguay, Candia es el director de la Fundación Educacional y Ecológica Latinoamericana (LAEEF) y se dedica a dictar cursos profesionales de medicina natural a distancia. En la página de su centro naturista, junto a las capacitaciones que ofrece como médico, aparece su número de Whatsapp y varios canales de contacto. Por allí, cada tanto, alguien le habla y le pregunta por algo que nada tiene que ver con la medicina. Vuelven los recuerdos del azote del sol, los años largos de sacrificio y la inmensa inversión desembolsada, una memoria involuntaria que se desata con un mensaje o un email en los que aparecen las dos palabras detonantes: plata yvyguy.

“De regreso aquí en Paraguay conocí muy pronto a otras personas interesadas en la historia y los rescates, por tanto, hicimos un proyecto, unimos capital conjunto y cada uno aportó el equipo que tenía. Yo puse una camioneta doble cabina para los viajes. Esto se inició en el año 1997”, recuerda el doctor Candia.

El objetivo del equipo era claro y ambicioso: rescatar todos los objetos metálicos enterrados de la época de la Guerra contra la Triple Alianza (1864-1870) y la Guerra del Chaco (1832-1.835). El grupo trazó un itinerario para poner en marcha su tarea colosal. Empezaron por Paso de Patria, al sur del país, en la frontera con Argentina, donde más o menos se desataron los primeros combates.

“Fuimos escaneando, investigando, recabando historia en todos los lugares de las batallas como, Curupayty, Humaitá, Estero Bellaco, Tuyutí, y en todas las zonas ocupadas en la época, como la estancia San Fernando. Realizamos un seguimiento de la misma ruta que hicieron las tropas paraguayas durante los cinco años de conflicto”, explica Candia.

La legión de buscadores de tesoros que se movía en la camioneta del doctor pudo arrancarle a la tierra más de dos mil piezas que hoy descansan en el Museo Histórico de Fernando de la Mora, fundado por el grupo en 2001. Fueron dos años de recorrido constante, internándose en más de quinientos sitios, acompañados por lugareños que aseguraban poder indicar la coordenada exacta en la que dormían su sueño profundo las reliquias de la guerra. Candia dice que más del 98% de estos «seguros lugares donde había tesoros enterrados» eran puras ilusiones o ansias de los paisanos de alzarse con riquezas.

Al margen de los que pudo traer a flote desde lo hondo del suelo paraguayo, el médico guarda para sí otros tesoros cosechados durante esos viajes. Recuerda que las familias paraguayas los recibían con los brazos abiertos, que les daban de todo lo que tenían en sus casas. Como se sentía escuchada, la gente soltaba jirones de historias contadas de generación en generación que —ciertas o no— Candia guarda en otro museo, personal, en lo hondo de la memoria.

Luces y muerte

Raúl López Ortego, quien escribió varios relatos sobre el tema, recuerda con asombro cuando, a finales de los sesenta, empezaron las excavaciones. También le extrañó la cantidad figuras altas, pálidas y rubias que deambulaban como zombies con artefactos raros en las manos. Eran yanquis o europeos a la caza de tesoros.

Una foto sirve para pintar un retrato de la fiebre del oro en el Paraguay: en el patio de atrás de la casa del doctor Villagra Marsal, la familia comenzó a cavar entre perales y manzanos. Para las tres de la madrugada, justo cuando la pala tocó algo sólido, escucharon gritos, aullidos y tiros. Asustados, dejaron el trabajo a medio hacer. Cuando quisieron reanudar la tarea por la mañana, vieron un hueco con un contorno rectangular bien marcado sobre la tierra del pozo que estaban cavando. Alguien o les había jugado una broma pesada o les había dado una mano no solicitada. Con el correr de los meses, la familia empezó a notar como algunos vecinos cambiaban de auto o hacían arreglos un poco desmesurados en sus casas.

Ortego asegura a El Destape que la historia es real y que forma parte, a la vez, de la mitología popular en torno a la plata yvyguy; un depósito de leyendas, creencias y fábulas que aceleran el desenfreno de los buscadores y que incluye cuentos sobre perros blancos que aparecen en la tarde para mostrar donde está el oro, el fantasma de un general a caballo que señala la dirección correcta o la figura, persistente en cualquier mito latinoamericano, de una mujer de blanco que pena la zona. Pero hay dos elementos de este acervo de narraciones que parecen de película pero son de verdad: las luces y los muertos.

Cuando ven las luces, los baquianos gritan hendy pa, hendy pa. Quiere decir “se enciende” en guaraní y suele escucharse en días de lluvia o en zonas pantanosas, las condiciones ideales para que el agua perfore la tierra y deje escapar por ese tubo improvisado la nube de gases que despiden los metales oxidados.

Aparecen, entonces, los fuegos fatuos, bolas de luz incandescente que a veces hasta se mueven erráticamente y que algunos llaman póras, fantasmas o espíritus que vagan por el campo y que son señal de oro. Tanto Renato como el doctor Candia son escépticos. Dan detalles sobre la oxidación de los metales y aclaran que se trata de una reacción con el oxígeno, algo de lo más natural, aunque la historia de los fantasmas resulte menos inverosímil que algunas escenas macabras de la guerra, como la de los nenes a los que se les puso ropa de soldado y se les dibujó bigote debajo de la nariz para usarlos como barrera humana contra las tropas brasileras.

Puede parecer un motivo poético trillado, gastado, un romántico lugar común, pero la metáfora encaja: algunos buscadores realmente van a estos fuegos como la mariposa, a morir en ellos. Cada tanto, plata yvyguy y muerte comparten alguna línea en las noticias de los diarios. Renato, desde que puso el local, conoció a tres. A Don Francisco, en particular, lo consideraba su amigo. Era un cliente habitué del negocio, un viejo buscador de más de 75 años que siguió la pista de un tesoro marcado a seis o siete metros bajo tierra.

“Empezó a escarbar, escarbar y escarbar. Era un suelo medio pantanoso, un estero. Para entubar metía barriles grandes, de esos de aceite. Así iba: entubando y bajando, entubando y bajando. Cuando andaba por los cinco metros la presión del agua y la tierra lo cerró, lo apretó y fin: falleció. Pasó apenas terminó la pandemia. Era un señor que hablaba mucho conmigo, era mi amigo. Quedé muy triste, fue bien impactante. A Francisco yo lo conocía muy bien, era una persona de calidad y murió por un descuido”, cuenta Renato.

Los recuerdos de Ortego y de Candia circulan por libros. Plata Yvyugy Recaha, es la obra del doctor, mientras que Ortego publicó varios relatos que pueden leerse en internet. Renato sigue buscando, vendiendo detectores e instruyendo a los clientes para usarlos. Los aconseja, les dice que eviten peligros y problemas con los propietarios de los terrenos, que no busquen en campos de batalla oficiales, que está prohibido por la ley. El local funciona bien, la gente se acerca, pregunta cada vez más. Se va convirtiendo en un deporte nacional esto de buscar bajo tierra los restos del país que alguna vez fue rico.

Por Marcos Stabile-Ed