Ser o no ser oposición. Unos quieren serlo, pero saben que pasó su hora; otros creen que no pueden; están los que no saben y también los que quieren, pero no tanto.
En lenguaje coloquial, el término “opositor” se usa de la misma forma en que fue concebido desde el latín “opositio”, que es literalmente la acción de ponerse en contra.
Pero en la política argentina un opositor puede ser quien se pone en contra del Gobierno o, al revés, quien actúa a su favor.
Es cierto que la flexibilidad conceptual es propia de una profesión que, por sobre todo, es el arte de lo posible. Y también es cierto que la novedad de una administración sin estructura política propia puede obligar a replantear posiciones sobre la marcha.
En cualquier caso, no deja de llamar la atención que quienes fueron elegidos para ser opositores, hoy respalden al Gobierno con una vehemencia a veces superior a la de los propios funcionarios, defiendan sus leyes como si fueran propias o se opongan a un paro general con los mismos argumentos que el oficialismo.
Como se recuerda, en las elecciones generales, Javier Milei obtuvo el segundo lugar con poco menos del 30% de votos. Con su correlato legislativo: 37 diputados (de un total de 257) y ocho senadores (de 72). Se podría decir que, a priori, en el Congreso debería predominar una amplia mayoría opositora: 220 diputados y 64 senadores. Sin embargo, el poder de fuego de unos y otros casi parecería indicar una paridad de fuerzas.
El poder oficialista. Es que en estos meses, la presencia del relato oficialista tuvo tanto o más peso que el opositor. En Diputados, de hecho, se aprobaron (con cambios) los proyectos oficiales de la ley Bases y el paquete fiscal que el Senado seguirá debatiendo esta semana.
En el Congreso hay una amplia mayoría opositora, pero es el relato oficialista el que predomina
Preguntarse de dónde viene el poder de bancadas minoritarias es preguntarse a qué se debe el poder acotado de las mayorías opositoras.
Creo que la causa del empoderamiento oficialista (y de una oposición desdibujada) hay que buscarla en las acciones del Gobierno y en la crisis de todo el arco opositor. Y, a ambas, en un reacomodamiento político de la sociedad.
El poder de Milei está alimentado por dos combustibles fundamentales.
El primero es la mística. Deviene de sentirse empoderado por el propio “Uno” (su forma de llamar a Dios) que fue, según él cree, quien le dio la misión divina de frenar el avance del “Maligno” (el Estado en todas sus variantes ideológicas) en la Argentina y en el mundo.
Para algunos puede sonar a delirio mesiánico, que tal vez lo sea, pero para un hombre que está convencido de que mantiene un diálogo fluido con Dios y con su perro fallecido, esa misión representa una motivación quizá mayor a la de cualquier político. Eso se percibe bien cuando se posesiona al hablar, grita, levanta el puño, hace citas bíblicas y compara a su hermana con Moisés y a él con Aarón. Su siempre asertiva vehemencia hace ver a los opositores como tibios o faltos de una pasión similar. Como carentes de poder o carentes de la voluntad de conquistar poder.
La segunda fortaleza del Presidente es su fragilidad de origen. Desde lo personal, porque a un hombre roto por una vida violenta y solitaria, no se lo puede romper más. Desde lo político, porque no tiene ni estructura ni partido que perder. Si le va bien, será por haber vencido a la “casta”. Si fracasa, lo atribuirá a que esa maldita “casta” se lo impidió.
Si gana, gana. Si pierde, gana.
El poder de Milei radica en su debilidad de origen, en su deriva mesiánica y en la crisis de la oposición
Ni siquiera es tan relevante que eso funcione así. Lo importante es que Milei lo cree y que la mayoría de los opositores piensan lo mismo cuando se quejan de que “no le entran las balas”.
Quien está convencido (y convence) de que no tiene nada para perder, tiene mucho para ganar.
Los dilemas opositores. Lo otro que empodera al Gobierno son los profundos dilemas que atraviesan a toda la oposición:
1) Los distintos peronismos que participaron del gobierno de Alberto Fernández, en la intimidad asumen como cierto que se trató del peor fracaso de la historia. Ni siquiera atinan a algún tipo de defensa, aunque sea amañada: que la mitad del mandato hubo pandemia, que el último año ocurrió la peor sequía en un siglo, que el país creció un 4%… Fue tal la guerra interna en esos años, que dejó como secuelas la depresión interna y la ausencia de un liderazgo unificador. Unos pretenden relanzar a Cristina, otros azuzan a Kicillof para que sea el sucesor y otros sostienen que debe ser un “tapado”, un desconocido para el gran público o un gobernador nuevo como Llaryora. Planes a futuro, porque el presente es inasible.
2) El peronismo que no participó del último gobierno (la mayoría en Hacemos Coalición Federal) en privado es mucho más crítico con el Gobierno de lo que muestra en público. A tal punto, que su posición dialoguista no es tanto producto de las eventuales coincidencias con el oficialismo, sino del temor a ser percibidos como responsables de la potencial debacle presidencial. Su dilema es cuándo y cuánto acompañar y cuándo y cuánto dejar que tal debacle ocurra.
3) El radicalismo se debate entre dos ideas enfrentadas. Una es la de quienes dicen que si no acompañan al Gobierno vuelve el peronismo, como lo acaba de expresar el gobernador Alfredo Cornejo: “No comprendo a los radicales que quieren que a Milei le vaya mal y creen que la alternativa podemos ser nosotros. Ese lugar hoy lo ocupa el kirchnerismo, con Cristina como líder.” La otra idea es la que sostienen dirigentes como Facundo Manes y Martín Lousteau, que piensan que el radicalismo debe recuperar la ambición de ser alternativa de poder y no ser segundos del macrismo o del mileismo.
4) El macrismo está cruzado por un gran interrogante: “¿Qué pasa con el PRO si Milei fracasa y qué si tiene éxito?”. Todos son conscientes del recuerdo fresco del reciente traspié de gestión, ratificado en las últimas elecciones. Pero mientras unos (como Bullrich y Petri) responden que tenga o no éxito, la suerte del PRO ya está atada a la de Milei; los leales a Macri dudan entre apoyar más o alejarse más. Después está el larretismo, o lo que queda de él, ajeno al partido que alguna vez lo cobijó.
La clave del 26%. La fragilidad empoderada del Gobierno y los dilemas opositores son, en realidad, espejo de un reacomodamiento en marcha de la sociedad.
De ese magma en pugna tras las crisis políticas y económicas de más de una década, surgió el 30% que acompañó en las PASO y en las generales a un candidato que prometía destruir a “una organización criminal” como el Estado y a su “casta” (“los que viven del Estado”). Fueron votantes de todos los estratos sociales convencidos de que estarán mejor sin Estado o, al menos, sin un Estado como el que conocieron hasta ahora.
Ese 30% es una base reducida para garantizar la revolución anarcocapitalista que Milei pretende, pero si se sumara como permanente el 26% agregado en el balotaje, el cambio institucional estaría más cerca.
Asumiendo que el 44% que no votó a Milei en la segunda vuelta por temor a que cumpliera con el ajuste que prometía, hoy se mantiene firme en su rechazo (teniendo en cuenta la dramática coherencia presidencial); la duda central es cómo se reacomodarán las expectativas de quienes compusieron aquel 26% restante.
¿Están conformes porque su voto funcionó más como rechazo al peronismo y entonces cualquier sacrificio personal es aceptable para que no vuelva nunca más? ¿Están más convencidos que antes porque les gusta un político que cumple con su palabra y con la forma de llevarla a la práctica? ¿O se arrepienten, porque creían que el ajuste no los iba a incluir a ellos o porque no se imaginaban que iba a ser tan drástico? ¿O las formas violentas y las derivas esotéricas que toleraban de Milei candidato, generan revulsión con Milei Presidente?
La duda de fondo es qué porción de ese 26% se quedará en el oficialismo y cuánta regresará a las opciones opositoras que habían votado el año pasado. Es probable que hasta que ese reacomodamiento no concluya, tampoco concluirá el rearmado opositor.
Lo inquietante es qué pasará con el porcentaje de la sociedad que sufre con este modelo mientras los opositores vuelven a reconocerse como tales y resuelven sus propios dilemas.
Por Gustavo González-Perfil