El logro del Presidente excede en mucho el cálculo económico. Alivio y promesa de rebote fuerte. Dramas de fondo y la nueva agenda. Política y elecciones.
El acuerdo alcanzado con los principales acreedores externos del país constituye una victoria política resonante para el presidente Alberto Fernández, acaso la primera de su administración de casi ocho meses y una tal, que equivale casi a una segunda asunción. Cuando la pandemia acecha como nunca y la iniciativa parecía perdida, la economía cae como un piano desde el balcón y la calle amenaza con retobarse, la nueva oportunidad que se le abre no es poca cosa. Sonríe el renacido.
El entendimiento para el canje de bonos en default por 66.000 millones de dólares despeja el principal elemento de incertidumbre que pesaba sobre la economía y le brinda al Gobierno la posibilidad de ilusionarse con un rebote importante de la actividad cuando la pandemia quede atrás. Si esto último, por ahora apenas un escenario que se hace más verosímil, se concretara, la consecuencia podría ser una chance para que el jefe de Estado consolide su poder al interior del Frente de Todos y para que la alianza oficialista encare con optimismo las elecciones de mitad de mandato del año próximo.
Una ruptura era posible, como en toda negociación en la que las partes extreman sus posturas, pero no era razonable. Para los fondos extranjeros, liderados en el último tramo de las gestiones por el gigante BlackRock, esa alternativa habría implicado una enorme pérdida, ya que el blanqueo definitivo de un default habría transformado la (pen)última oferta argentina de 53,5 centavos por dólar en un valor de mercado de 25 centavos o menos, carne de buitres dispuestos a litigar. Para el país, en tanto, el empecinamiento en una diferencia final que no era mayor a los 1.000 millones de dólares a lo largo de los años, habría significado la novena cesación de pagos de su historia, otra mancha en su Veraz y un ruido acaso insoportable para una economía demasiado frágil. Ambas sectores hicieron saber a la contraparte las dos caras de esa verdad.
La aceptación previa a la finalmente alcanzada, de un 35%, había sido ridiculizada por los críticos del Gobierno. Pocos vieron que eso, sumado a lo conseguido ahora, permite alcanzar un umbral muy importante que supera todas las cláusulas de acción colectiva de los títulos viejos y pone a la Argentina a salvo de juicios de fondos buitres como los que la atormentaron en el pasado.
Tras la tarea árida de coser la letra chica financiera y legal, se abrirá además la puerta a una normalización veloz, en las mismas condiciones, de los bonos en dólares emitidos bajo ley local, cuyo marco legal trata el Congreso. Poco después, será momento de poner en orden unos 45.000 millones de dólares de deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI), legada, como buena parte de la otra, por la administración de Mauricio Macri.
El arreglo someterá pronto al ministro de Economía, Martín Guzmán –otro renacido–, a una nueva presión: presentar un plan económico a la vieja usanza, pleno de números y proyecciones para los próximos años. Así se hará inevitablemente, por dos razones: primero, porque es posible hacerlo toda vez que queda claro ahora cuánto habrá que pagar en concepto de deuda; segundo, porque lo exigirá el Fondo para convertir el acuerdo Stand-by que caducó de hecho en uno nuevo. El plan, plasmado inicialmente en el Presupuesto 2021, cabe suponer, será parco en proyecciones de crecimiento y recaudación, lo que, en un escenario más positivo, dejaría al Tesoro en poder de fondos excedentes para hacer políticas activas.
A propósito, ¿será la entidad conducida ahora por Kristalina Georgieva tan “nueva” y comprensiva como aseguran en el Gobierno o volverán a estar sobre la mesa las viejas e insoportables condicionalidades, políticamente invendibles?
En lo inmediato, el Gobierno disfrutará de una ganancia política que no se mide en uno, dos o tres centavos de dólar más o menos, algo que acaso sí enfaticen quienes han sido responsables de esta nueva crisis y ahora pretenderán convertirse en sommeliers de soluciones.
Eso se sabrá pronto, pero, en lo inmediato, el Gobierno disfrutará de una ganancia política que no se mide en uno, dos o tres centavos de dólar más o menos, algo que acaso sí enfaticen quienes han sido responsables de esta nueva crisis y ahora pretenderán convertirse en sommeliers de soluciones. Allá ellos. De hecho, el logro es capaz de pagarle dos veces al presidente.
La primera, inmediata, si logra imponer la visión de un éxito que le ahorrará al país pagos de intereses por más de 33.000 millones de dólares a lo largo de los años, una quita en valor presente neto del 45%. Sus detractores, previsiblemente, hablarán de claudicación o de un entendimiento que terminó siendo más caro por las demoras del propio Gobierno. La realidad es que cerrar una negociación de este tipo en ocho meses no es para nada desmesurado.
La segunda ganancia, como se dijo, se concretará si Fernández y Guzmán consiguen restaurar el crecimiento económico y mejorar el humor social cuando las urnas vuelvan a abrirse en 14 meses.
Quedan atrás varios meses de marchas y contramarchas, signadas por el estilo del ministro de Economía para negociar, lo que provocó no pocas polémicas. La demora –en función de lo previsto por el propio ministro– en comenzar las gestiones, la repetición de “últimas ofertas” y la decisión de atarse las manos difundiendo cada una de ellas conformaron un combo poco convencional pero, a la postre, exitoso. Si algo había justificado su llegada al gabinete era su expertise en deuda, por lo cual el cierre del proceso justifica su nombramiento y le abre ahora el camino para encabezar una pelea más difícil y sustancial: encauzar una economía desbocada desde hace décadas y sentar las bases de un crecimiento de largo plazo. Sin eso, no hay futuro posible para la deteriorada Argentina.
Más allá de la espuma de la euforia, la economía que viene será igual de endemoniada que la previa al pacto: persistirán la recesión pandémica y la anterior, que se hizo endemia en el último bienio macrista, que se suman a un país sin modelo de crecimiento, por lo menos, desde el segundo mandato de Cristina Kirchner; el riesgo siempre latente de una espiralización del dólar y la eternización de un cepo que aborta la inversión; la inflación elevada y amenazante; la megaemisión de dinero producto de la emergencia sanitaria; un déficit fiscal que apunta al 8 o al 9% en el año y una sojadependencia cada vez mayor, paralela al colapso de la industria, entre otros estragos.
En ese contexto, el arreglo de la deuda era condición necesaria aunque no suficiente para evitar una posible tormenta perfecta en la economía y para que el rebote posterior a la crisis del nuevo coronavirus sea verdaderamente importante. La tarea de contener esas variables rebeldes es la otra parte, la mayor, del desafío que comienza.
De lograrse eso, el 2021 electoral podría recrear el optimismo de la sociedad y cimentar el proyecto del Frente de Todos. El 2020 terrible, que superará los dolores de 2002, dejará a la Argentina en un pozo económico y social profundo que facilitará la percepción del alivio si este llega.
Sin embargo, el país necesita algo aun más importante: un sendero duradero y sustentable de crecimiento, capaz de convertirse en desarrollo económico y social. El arreglo de la deuda es un primer paso para eso; el resto del camino será necesariamente largo, excederá los alcances de un proyecto político puntual y requerirá la superación de una grieta intelectual y materialmente empobrecedora.
La que necesita renacer es la Argentina.
Por Marcelo Falak – LetraP