Su proyecto no es hacer lo que otros países ya han hecho con éxito, sino convertir al país en un laboratorio para implementar lo que hasta ahora sólo existe en libros o en intentos fallidos en pequeñas comunidades. Por eso sus propuestas no tienen que ver con problemas reales y soluciones plausibles.
Entre las múltiples razones para preocuparse por una potencial presidencia de Javier Milei (propuestas insensatas, inexperiencia política, una personalidad intolerante y agresiva, negación del cambio climático, falta de compromiso con el sistema democrático, intolerancia a distintos puntos de vista, entre otras) quisiera enfocarme en un aspecto en particular.
Muchos se preguntan por qué Milei y quienes lo acompañan hablan de compra y venta de órganos, privatización de mares, ríos y calles, u otros temas que no emergen de las demandas inmediatas de la sociedad argentina. La explicación es que Milei no está planteando políticas para dar respuesta a los problemas de la Argentina sino que su intención principal es transformar a la sociedad de raíz. No se trata de, como hemos escuchado muchas veces, hacer lo que otros países ya han hecho con éxito, sino de convertir al país en un laboratorio para un experimento inédito, que hasta ahora sólo existe en libros que se leen como biblias (o en intentos fallidos en pequeñas comunidades). No sé si los argentinos han tomado conciencia del significado e implicaciones de someterse a este experimento. Y si realmente quieren participar.
Es normal que en elecciones presidenciales los candidatos ofrezcan diagnósticos diferentes, distintas políticas para resolver los problemas del país, y miradas ideológicas divergentes. Pero es la primera vez que una de las opciones con serias posibilidades de ganar es mucho más que una oferta de políticas y orientaciones, sino un proyecto utópico. Utopía aquí tiene un sentido negativo: un sistema perfecto imaginado pero que es imposible de realizar. Los intentos de llevarlo adelante terminan por minar instituciones y lazos sociales que protegían a la sociedad real. Muchas de las peores violencias emergen de este tipo de proyectos.
El lugar del mercado y el Estado en la sociedad es un tema que se discute en todas las elecciones, en Argentina y en otros países, según las diferentes orientaciones ideológicas, lo cual es perfectamente razonable en una sociedad democrática. Pero la propuesta de Milei no analiza caso por caso la conveniencia de usar mecanismos de mercado desregulado para resolver problemas, sino que descansa en una mirada dogmática en la que el mercado desregulado siempre es la respuesta, independientemente del problema. Por eso cuando Milei y otros libertarios presentan sus ideas, no remiten a problemas reales sino a axiomas abstractos (“¿a usted le parece bien el robo?”, para hablar de impuestos y política social, o para cualquier discusión sobre bienes públicos) y a disquisiciones teóricas sobre problemas imaginarios (“¿y por qué no privatizar las ballenas?”). Por eso la mayoría de los argentinos se rasca la cabeza preguntándose por qué estamos discutiendo que no haya licencias de conducir, que se vendan órganos o privatizar las calles, entre otras ideas que jamás se habían planteado en el debate público. Es la falta de realismo y el compromiso doctrinario de Milei lo que conduce a este tipo de propuestas, que tienen poco que ver con problemas reales y soluciones plausibles.
Estas ideas tienen en común que necesariamente dejan de lado “externalidades”, costos y problemas concretos que surgen a partir de su implementación en una realidad más confusa y complicada que la planteada en libros de doctrina y ejercicios mentales. Es peligroso que un proyecto de imponer a la sociedad a una doctrina poco realista tenga tan cerca la posibilidad de conducir experimentos extremos con un país.
Lo que es inédito en esta elección es que no hay simplemente un candidato más orientado hacia el mercado que otro, sino la radicalidad del dogma utópico de diluir la sociedad para que el mercado sea su único regulador.
Pero los mercados son útiles si no se presumen como la respuesta a todo y si operan en donde funcionan y no entran en conflicto con lo que la sociedad valora. Es cuestionable que el Estado subsidie el consumo individual de energías no renovables; los individuos pagan menos pero consumen más, produciendo efectos ecológicos nocivos. Pero hay buenos motivos por los cuales los órganos y la sangre se distribuyen con mecanismos de donación y lista de espera, a pesar de los costos que eso tiene. En todos los países del mundo, buena parte de la ciencia es apoyada por fondos públicos, porque el mercado no siempre resulta efectivo para valorar su contribución social. La mayoría de las personas intuyen que no está mal que caminar por la calle no requiera de un pago individual. Muchos argentinos que valoran la educación pública no creen, por ejemplo, que el Estado tuviera que costear el Fútbol para Todos, porque se trata de distintos bienes.
Una cosa son las discusiones sobre los méritos específicos del mercado en relación con cada bien, reconociendo los valores que las sociedades adscriben a distintos bienes y servicios, y otra es sostener por principio la misma solución para todo: el mercado.
Los seres humanos nos vinculamos a través de distintos principios de distribución y asignación, y el mercado es solamente uno de ellos. Es un mecanismo valioso e importante, sería ridículo eliminarlo, y algunas de las utopías más violentas han intentado hacerlo. Igualmente utópico y absurdo sería reemplazar las variadas maneras en las que nos vinculamos por una única valoración que provee el mercado. Karl Polanyi en 1944 advirtió en La Gran Transformación que intentarlo siempre implica desajustes sociales de una magnitud enorme, que la sociedad tarde o temprano reacciona o bien moderando al mercado autorregulado (y arruinando el mecanismo puro que se proponía) o bien chocando de frente con el mercado, resultando en alta conflictividad y daños irreversibles del tejido social.
Los individuos y las sociedades valoran muchas cosas aunque no les pongan precio. La idea de Milei es tan simple como incorrecta: lo que no tiene precio, no tiene ningún valor. Sin embargo, cuando queremos decir que algo tiene mucho valor, decimos que “no tiene precio”.
Mientras a los argentinos les preocupan los problemas realmente existentes que los aquejan, Milei no piensa seriamente en cómo resolver esos problemas sino en que la sociedad se asemeje a unos principios inflexibles de organización social. Estos principios son de una radicalidad tal que implicaría transformar a los argentinos en individuos que sólo valoren lo que le puedan poner precio en un mercado. Eso es un mundo muy extraño para nosotros. No me queda claro que en las discusiones electorales sobre “el cambio,” quienes optan por Milei hayan tomado conciencia de que el cambio que quiere el libertario es tan doctrinario y radicalizado que requeriría una discusión mucho más profunda que la que se está teniendo sobre medidas de gobierno para paliar los problemas urgentes de hoy.
Es la primera vez que un candidato a presidente en Argentina aspira a que la sociedad se convierta en las utopías de un libro y tiene posibilidades reales de probar. Estos intentos de experimentar con la sociedad ciñéndose a una doctrina con fervor religioso y sin reparar en los costos para la sociedad y los individuos no terminan muy bien. Sería trágico que, con el objetivo de cambiar lo que no les gusta de los últimos gobiernos, los argentinos se conviertan en sujetos de un experimento utópico en el que la mayoría no se inscribieron voluntariamente como participantes.
El autor es profesor de Sociología y Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Texas-Austin, EE.UU. Escribió El sueño de vivir sin trabajar: Una sociología del emprendedorismo, la autoayuda financiera y el nuevo individuo del siglo XXI, publicado por Siglo Veintiuno.
Por Daniel Fridman-elDiarioAr