Misiones Para Todos

El virus que corona a Alberto

La consagración del Coronavirus como único gran tema global le permitió a Alberto Fernández dar un giro en su agenda hasta entonces desordenada, alinear al gabinete, seducir a los periodistas más reacios al kirchnerismo y consolidar “el movimiento albertista” como un hecho autónomo del cristinismo. La reclusión por decreto subrayó en el abogado peronista su faceta del varón justiciero y digno de confianza, el vocero hegemónico del gobierno, el que hace los off y marca la cancha en su esquema propio de poder radial.

Mientras mastica un bocado de bife a punto, ni jugoso ni cocido, Alberto Fernández relojea el celular. Lo tiene estacionado al lado del plato, donde el churrasco convive con una porción de papas a la crema. De golpe, algo le llama la atención al presidente. Apoya los cubiertos sobre la mesa de madera larga y rectangular, en el comedor de la quinta de Olivos. Levanta el Iphone 11, achina los ojos y enfoca. Dirige el índice izquierdo hacia la pantalla del teléfono: le está por dar play a un video que le llegó por whatsapp. La operación genera expectativa entre los once funcionarios que se quedaron a cenar, en el día más importante de la presidencia de Fernández. Ellos forman el primer anillo de confianza de “Alberto”: Santiago Cafiero, Juan Pablo Biondi, Marcela Losardo, Julio Vitobello, Vilma Ibarra, Gustavo Beliz, Juan Manuel Olmos, Matías Kulfas, Agustín Rossi, Cecilia Todesca y Alejandro Grimson.

Hace media hora, en este jueves 19 de marzo a la noche, Fernández anunció una medida absolutamente inédita: cuarentena obligatoria para toda la población. El impacto de la reclusión forzada se empezará a conocer recién a fines de marzo. Y a fines de abril (muy probablemente con la cuarentena prorrogada), el gobierno espera un pico en la cantidad de infectados. En una proyección optimista, podría llegar a ser de unos 250 mil. Ese salto pondrá a prueba el sistema de salud. Especialmente, el de la provincia de Buenos Aires, donde faltan camas y respiradores para cubrir las proyecciones más dramáticas (y también las benévolas) que hace el ministerio de Ginés González García. El AMBA, esa mancha hiperpoblada que abarca a la Capital y los primeros 40 municipios del conurbano, encierra una bomba a punto de explotar. Sólo resta conocer los alcances y la cantidad de damnificados. En la Casa Rosada apuntan a una reducción de daños efectiva.

Dependiendo de su resultado, la decisión sellará la suerte del mandato de Fernández. Vista en perspectiva, definirá el lugar en la historia del presidente inesperado. La pandemia alteró por completo su hoja de ruta. El rosario de campaña sobre la necesidad de revertir el ajustazo macrista, pero sin desatender el déficit fiscal ni caer en default, fue corrido de un codazo por el Coronavirus. Ahora, su “responsabilidad es garantizar que el Estado cuide la salud y la vida de los argentinos”. Así lo explicó Fernández hace poco más de treinta minutos. Se trata de un objetivo que, con suerte, se alcanzará de manera parcial: el presidente sabe que el número de enfermos crecerá exponencialmente, aumentando inevitablemente la cantidad de muertos.

Como contracara de esa elección, la prioridad sanitaria multiplica la incertidumbre sobre un pelotón de argentinos. ¿Cuál? Todos, pero muy en particular sobre el grupo que ya protagonizaba una película de subsistencia y miseria: siete millones de desocupados, cuentapropistas, changarines y trabajadores no registrados; el casting ideal para una novela de Charles Dickens, escenificada en la época de la sociedad post-industrial.

Fernández parece dispuesto a pagar el costo. En lo inmediato planea suavizar el desplome económico, a fuerza de keynesianismo en pesos: un mini-New Deal de planes, créditos, subsidios y exenciones impositivas. ¿Alcanzará? ¿Qué otras opciones tenía? Para el presidente no había alternativa. Se terminó de convencer el domingo 15 de marzo cuando escuchó a un seleccionado de infectólogos. Le impresionó especialmente la opinión del médico del Hospital de Niños Eduardo López. En caso de no restringir la circulación y el contacto social, más de la mitad de los argentinos se podría contagiar: alrededor de 25 millones de personas enfermas, con un virus letal. Ese día Fernández terminó de asumir el giro irreversible de su agenda. Y más: esa noche consolidó su papel de vocero hegemónico del gobierno. No hay un día en el que se guarde y evite mostrarse en público: da conferencias de prensa, tuitea jocoso a la madrugada y acepta reportajes a quien le insista lo suficiente. En paralelo, lee los diarios en papel y en digital, escucha la radio compulsivamente y hace zapping por TV, sin despegarse nunca de su smart-phone. Por día, les manda a sus ministros cientos de whatsapp en los que consulta, pingponea y propone. El presidente gobierna y mira el mundo desde el prisma de su celular.

“Es cien por ciento el estilo de Alberto. Es hiperactivo, transmite seguridad y concentra en su figura la comunicación oficial. Después de que habla, suele haber un ordenamiento hacia abajo, en distintas instancias del gobierno. Pero él es el portavoz, el que hace los off y marca la cancha con la información”, revela un funcionario. Y agrega: “En este contexto de Coronavirus, se profundizó muchísimo su estrategia. Es una fórmula que puede ser buena o mala, según cómo se ejerza y según las circunstancias. Por ahora, Alberto la viene desarrollando muy bien, pero a la vez es riesgosa porque lo expone mucho”.

Ahora, pasadas las 10 de la noche, Olivos todavía exuda adrenalina. Se percibe tanto en el aire del salón, como en el cuerpo de los doce políticos sentados a la mesa. Si bien los nueve varones y las tres mujeres hacen un esfuerzo por charlar de forma distendida (en muchos casos son amigos), se mantienen atentos al rebote del anuncio en medios y redes. Y también, claro, a las micro-reacciones del jefe, como la que ya mismo despliega con su celular.

Fernández mira la pantalla del Iphone con atención. El video dura 17 segundos. En ese lapso, al presidente se le cuela una semi-sonrisa colgate: alivio entre los once funcionarios. Antes de que termine de verlo, aparece una risita. Y al final, una carcajada. Relax total en la tropa, que envidia el aplomo de Fernández. Él les comparte el videíto casero: es el de un nene rubio de unos ocho años, que se indigna cuando la mamá le pide que haga la tarea. Desde el asiento de atrás del auto, Jonás le retruca a los gritos y haciendo montoncito con los dedos: “Si Alberto dice que se suspendieron las clases, ya está. ¡No me hinchen las pelotas con la tarea!”. El presidente jarajajea cada vez que le muestra a su equipo la performance del rubiecito cabrón.

A los 60 años se enoja de la misma manera que Jonás con los que incumplen el aislamiento. Ese fastidio frente a la negligencia lo indujo a marchar hacia una política de máxima: reclusión por decreto, dentro de dos horas. A las 12 de la noche arrancará el experimento sociológico. Unas cuatro horas antes de la cena con los once funcionarios el abogado peronista mostró su faceta de macho alpha: un estereotipo del varón justiciero, que puede resultar socialmente atractivo. Estaba reunido con casi todos los gobernadores en Olivos. Ya tenía decidido aplicar la cuarentena, pero quería escuchar la opinión de los mandatarios. Ante la sugerencia de decretar el Estado de sitio, hecha por uno de los gobernadores norteños, el presidente se endureció: “Cuando ven a uno en la calle, lo meten adentro de los pelos”. Si bien fue una respuesta al intento de correrlo por derecha, la orden manodurista descolocó a los interlocutores de ADN progresista. Durante la cena nadie se anima a reprocharle aquel arranque. El miércoles 25 de marzo, Fernández expondría en público su costado cowboy del far-west. “Les aviso que a donde los encontremos, los detenemos y les vamos a sacar los autos porque son unos inconscientes. Porque si no entra con la razón, va a entrar con la fuerza”, advertiría en el canal A24.

Fernández no ocupa la cabecera. La suele evitar; cierta falsa modestia. Prefiere el medio, en el lado largo de la mesa. A la derecha se sienta su sombra: Santiago Cafiero. El día anterior, el jefe de gabinete había refrendado su condición de mano derecha: el presidente le otorgó superpoderes por DNU, modificando el decreto previo sobre la emergencia sanitaria. En adelante, Cafiero podría contratar bienes y servicios de forma directa. También quedaría habilitado para reasignar empleados de la Administración Nacional y empresas estatales, como si moviera fichas en un tablero de TEG.

Cafiero guarda un metro de separación con el presidente. ¿Respeto reverencial hacia el líder? No, Coronavirus. A diferencia del amuchamiento que se armó en la cena póstuma de Jesús, el óleo realista de Olivos exhibe una distribución más espaciosa de los actores: Alberto Ángel Fernández y sus discípulos mantienen una distancia prudencial. Acatan el protocolo de seguridad contra la peste.

“Nuestra máxima responsabilidad es proteger a la sociedad argentina. Por eso, después de escuchar a los expertos, las fuerzas políticas y a los gobernadores he decidido restringir la circulación. Cada uno y cada una se quedará en su propia casa. Nadie tiene que entrar en pánico”, afirmó el presidente al principio de su discurso reciente. Lo dijo rodeado por cuatro gobernadores, en una postal que buscó transmitir consenso partidario. Fernández habló durante trece minutos parado detrás de un atril, con dos micrófonos y un pote de alcohol en gel. A su izquierda se ubicó el cristinista Axel Kicillof y el radical jujeño Gerardo Morales. A la derecha, el alcalde (¿macrista?) Horacio Rodríguez Larreta y el santafesino Omar Perotti, un peronista tradicional, exponente de la tribu de los gobernadores. Dos opositores y dos aliados, con muchos matices entre ellos. Así lo quiso Alberto Fernández, obsesionado desde la campaña con reivindicar los mensajes del último Perón y el John Lennon de Imagine: moderación, amplitud sin fronteras y que toda la gente viva su vida en paz.

El anuncio ya estaba preparado, casi una hora de antes de que se emitiera. Pero el presidente optó por esperar hasta las 21.15. El gobernador estaba demorado en La Plata, en una sucesión de reuniones con los 135 intendentes de la provincia. La ausencia de Kicillof iba a alimentar el runrún de la tensión entre el presidente y el cristinismo hard. Fernández lidia con esos rumores desde el 18 de mayo a la mañana. Ese sábado, Cristina Kirchner rompió el prode de las candidaturas, al confirmarlo como cabeza de fórmula del Frente de Todos. Desde aquel dedazo, Fernández encabezó la campaña, ganó las PASO y las generales, hasta desembocar en la Casa Rosada y chocarse con la pandemia. Pero en ningún momento se apagó la máquina de versiones que lo daba por peleadísimo con la ex presidenta. Se trata de fricciones que, ya sean exageradas, verosímiles, reales o directamente inventadas, Fernández se encarga de minimizar en cada oportunidad. En eso se va una parte de su diaria presidencial. Y así será hasta el final de su mandato, ni siquiera el Coronavirus sosegará el morbo que despierta su relación con la vice. Así las cosas, el presidente prefirió dilatar el anuncio hasta que el niño mimado de Cristina arribara a la quinta de Olivos.

Dentro del team comunicacional albertista -donde Cafiero, Biondi y Grimson opinan, pero siempre define Fernández- se libró otro debate. ¿No sería conveniente grabar una cadena nacional? “Si llegás a toser o estornudar estamos fritos”, le advirtió uno de sus ministros. El presidente se inclinó por el vivo, sin apelar al recurso de la cadena nacional. “Igual, aunque no sea cadena, la gente me va a escuchar”, argumentó con tono paternal.

Fernández construyó un esquema de poder radial, con bilaterales entre él y una parte de su gabinete. Sobre todo, el sector atravesado por el Coronavirus y sus efectos. En realidad la pandemia simplemente multiplicó la cantidad de conversaciones y whatsapp que ya cruzaba con sus ministros. A diferencia de la organización que tenía el macrismo, no existen grupos de whatsapp temáticos que incluyan al presidente. Él prefiere el trato uno a uno. Así se relaciona con Ginés González García y Daniel Arroyo, para controlar la evolución de la enfermedad y la asistencia social. También con Eduardo “Wado” de Pedro, embajador ante los gobernadores y encargado del despliegue de la gendarmería. Con Claudio Moroni pelotea detalles sobre los beneficios para empresas y trabajadores. Gabriel Katopodis adquirió protagonismo, a raíz del plan para poner en funcionamiento diez hospitales nuevos. Fernández vive online con Vilma Ibarra y Gustavo Beliz, dos generalistas a los que escucha con atención. Sus amigos Vitobello y “El Gordo” Olmos, devenidos asesores con oficina en la Rosada, son otros de los que influyen sobre el rumbo presidencial.

Respecto a los encuentros fijos, los del gabinete económico preservan su centralidad. Cada miércoles se juntan los ministros Martín Guzmán (Economía), Matías Kulfas (Desarrollo Productivo), Moroni (Trabajo), Cecilia Todesca (la vice de Cafiero, con un papel de engranaje operativo entre áreas) y Miguel Pesce (presidente del Banco Central). Para los jueves se agendó otra mesa: la de territorio y ciudadanía. Ahí participan Katopodis (Obras Públicas), María Eugenia Bielsa (Desarrollo Territorial y Hábitat), Malena Galmarini (directora de AySA) y Matías Lammens (Turismo y Deporte). Cafiero coordina todas las citas. Les pasa un rastrillo, saca conclusiones y se las transmite al presidente. El equipo del nieto del mítico Antonio Cafiero a su vez difunde un parte interno con la línea del gobierno. Lo reciben los funcionarios de primera y hasta de segunda línea. Son versiones más ideológicas del “Qué estamos diciendo” que mandaba Marcos Peña por mail. Pre Corona-crisis, algunos dirigentes se las tomaban en sorna, en plan de limar un poco el poder del jefe de gabinete. “Apoyar la producción, el trabajo y el abastecimiento frente al Coronavirus”, se tituló uno de las cartas más recientes.

Fernández a veces decide sumarse a alguna reunión, como la del equipo económico del miércoles 18 de marzo. O también pide subirse a un helicóptero de forma intempestiva, para recorrer La Matanza junto a Katopodis. Algunos asistentes le piden que afloje el ritmo. A punto de cumplir 61 años, en junio del año pasado estuvo internado en el Sanatorio Otamendi por una inflamación de la pleura, la membrana que recubre los pulmones. Desde que se entregó al tele-trabajo en Olivos, el presidente se impuso una rutina: caminar por los jardines de la quinta. La preocupación por la salud del presidente se volvió un mini-fervor de redes el 18 a las 22.53, cuando Biondi publicó una foto de Alberto y él subiendo al auto para salir de Casa Rosada: el presidente maneja, los tuiteros lo retan y le piden que lo cuide.

La consagración de la enfermedad como el gran tema tuvo una consecuencia indirecta: alineó a un gabinete que, hasta la irrupción de la pandemia, se mantenía algo des-coordinado, con ritmos e iniciativas desparejas. En confianza y antes de que el virus trastocara el mundo, así lo admitía uno de los ministros más activos. Hubo otra derivación beneficiosa para Fernández: se potenció la capacidad del oficialismo para marcar la cancha informativa. En los primeros dos meses, al gobierno le costó horrores imponer una agenda. Y ni siquiera eso: le resultaba difícil consensuar algún tipo de agenda, aunque fuera una cortina de humo, para primerear a los medios y a la oposición. La pandemia le simplificó la tarea.

Los compañeros históricos de Fernández ven al presidente más aplomado que en los primeros días de su gestión. Tras haber coronado en la Rosada gracias a la voluntad cristinista y al fiasco de Mauricio Macri, el presidente encontró la excusa perfecta para mandar. Los medios con una línea encarnizada hacia el cristinismo ya le rinden un trato diferencial. Su figura entró en un territorio en el que, al menos, rige la adaptación periodística de la Convención de Ginebra. Y en muchos casos ya recibe un abordaje entre neutro y amistoso, parecido al que le daban a Néstor Kirchner en su presidencia. Si el movimiento albertista todavía está en etapa de construcción, en algunos diarios, radios y canales ya lo dan como un hecho dado y autónomo del cristinismo.

Ex jefe de gabinete de Kirchner entre el 2003 y el 2007, Fernández solía intercambiar figuritas con periodistas, editores y dueños de medios en busca de una cobertura amable. Ahora, más de 15 años después, mientras lidia a tientas con un virus desconcertante, cuenta con otras facilidades: ascendió de operador en bambalinas a presidente; se tiene una confianza ciega; y maneja un smart-phone último modelo. A la fecha, ese combo le sirvió para construir la imagen de un líder racional y sensible, apoyado por la oposición y por una parte mayoritaria de la sociedad.

“Estamos en un escenario dinámico, hay que seguir día a día cómo van las cosas”, afirmó Fernández el lunes 23 de marzo a la noche. Fue durante una recorrida por el Hospital Favaloro, uno de los dos centros de emergencia que se reactivarán en La Matanza para amortiguar lo que se viene. Otros cinco módulos de emergencia se abrirán en Florencio Varela, Quilmes, Tres de Febrero, Hurlingham y Moreno. Si bien todavía resulta difícil y antipático imaginar una suerte de apocalipsis sobre el conurbano, Fernández sabe que el salto exponencial de enfermos tarde o temprano va a llegar. Su objetivo es aplanar la curva y estirarla en el tiempo, para evitar que colapsen los hospitales y la red de contención social en las zonas más vulnerables. El escenario dinámico al que se refiere Fernández incluye esa película de género catástrofe, en la que su figura también empezaría a ser cuestionada. La oposición, la prensa, la clase media y los millones de trabajadores informales le podrían perder la paciencia. Dentro de un mes, todo puede cambiar.

Por Andrés Fidanza- Revista Anfibia