Misiones Para Todos

Fernando Savater: “En todas las épocas les pedimos a los políticos cierta dimensión mítica”

La crisis sanitaria global sucede en un momento de la humanidad en el que existe mucha más información. Esto le dio una característica peculiar a la pandemia del covid-19. El principal intelectual español señala, en conversación con Jorge Fontevecchia, qué varía y qué permanece en la desafiante situación actual. Reflexiona sobre el valor de extender la vida, el populismo y el momento de paz global que vive la humanidad. Dice que el camino para los países latinoamericanos es la educación y el desarrollo. 

—En una conferencia contó que de chico le tocó vivir otra pandemia, la de 1957, la “gripe asiática”, que causó una cantidad de muertes análogas a las actuales por el covid-19. ¿Cambió la percepción del valor de la vida de 1957 a hoy? ¿Se aceptaba la muerte con una subjetividad distinta que la de hoy?

—No creo que sea nuestra percepción subjetiva de la muerte lo que varió. Tenía 10 años en 1957, en la época de aquella primera pandemia, y los recuerdos son un poco aproximados. Pero lo que cambió son nuestras noticias respecto del mundo. Hoy somos conscientes de las muertes en todas partes, de cómo va la epidemia prácticamente en cualquier rincón del mundo. En aquella época no teníamos noticias, salvo de lo que sucedía en nuestro país y un poco más. Nos sentimos impresionados por la tragedia a nivel mundial. No creo que la muerte haya variado. Hay una especie de tecnificación de la lucha contra la muerte. Tenemos más hospitales y unidades de cuidados intensivos. Una serie de cosas que en la España del año 57 estaban en un nivel mucho más rudimentario, mucho más elemental. No sé qué ocurrirá en los informativos en Argentina, pero en España prácticamente todos los informativos de televisión, de radio, comienzan con el coronavirus y ocupan buena parte del programa con las noticias sobre cada uno de los lugares del país, cómo va la pandemia, cuantos contagiados hay, cuantos muertos. Todo eso nos hace tener una vivencia directa, una especie de interacción participativa que en el año 57 no ocurrió.

—En la pandemia de peste negra, se dijo que el miedo produjo más muertes que el virus. ¿Esta proliferación de informaciones genera un miedo a la pandemia, con el consiguiente enfriamiento de la economía que genera otro tipo de costos? 

—Esos costos los produce la propia epidemia. La epidemia es algo real, es una catástrofe humana; es una catástrofe también económica. Pone en riesgo toda nuestra vida. Las epidemias atacan la parte social. Uno de los grandes teóricos del hospital que reflexionó sobre las epidemias en el siglo XIX fue Rudolf Virchow. Decía que “una epidemia es un fenómeno social con algunos aspectos médicos”. Ataca la parte social, nuestras relaciones, nos aísla, nos hace temer la compañía de los otros, incluso de los familiares más próximos. Eso tiene un impacto mucho mayor que la simple enfermedad. La enfermedad es una enfermedad, a veces sin un desenlace fatal, pero lo otro está destruyendo. Llevamos un año entero. Ataca nuestras relaciones sociales, nuestros puestos laborales, nuestras escuelas. Todo eso tiene una trascendencia que no es imaginaria; es real. Ocurre. También las noticias permanentes acerca de cómo va la epidemia nos van causando una especie de ansiedad. Al principio era una ansiedad que nos mantenía atentos, vigilantes, y poco a poco nos hemos ido acostumbrando. Hoy oímos hablar de los muertos, oímos hablar de la catástrofe económica y lo damos un poco por descontado. Probablemente vamos relajando nuestra vigilancia por ese acostumbrarnos a la situación. Eso también tiene sus peligros.

—¿El exceso de información finalmente crea otro problema, además del de la pandemia? Como si el conocimiento fuera algo que tiene un efecto negativo.

—No diría que es un efecto negativo. La información nos hace ser más partícipes del asunto. En la peste negra de la Edad Media las personas morían sin saber que a tres kilómetros morían otras personas, no vivíamos en otro continente. Solo se padecía la plaga de la propia aldea. Hoy sufrimos por todo lo que ocurre en el mundo. Cuando vemos que hay un maremoto o una catástrofe en la otra punta del planeta, lo sentimos, nos preocupamos y vemos imágenes. Los seres humanos ahora somos mucho más conscientes de nuestra semejanza y vinculaciones con el resto de los que habitan el planeta. También es verdad que aumenta nuestro estrés. Si solo nos preocupáramos por nuestra ciudad, probablemente no estaríamos tan agobiados.

—Como sucede con la ciencia, es una herramienta que se puede usar para el bien para o el mal. No estoy siendo crítico de la información. Se establece una diferencia en la percepción.

—Eso es indudable. En el año 57 no había visto nunca la televisión. Yo vivía en San Sebastián, en el País Vasco, en una zona todavía periférica de España. Cuando llegué a Madrid con mis padres, tres o cuatro años más tarde, vi por primera vez la televisión. No tenía ni idea de la cantidad de noticias globales que vemos ahora y vivimos online. La percepción de lo bueno y de lo malo, de las catástrofes y de los acontecimientos positivos, es completamente diferente. Hoy vivimos a la vez en todas partes del mundo. Esta misma conversación a través de una plataforma es una prueba de cómo cayeron las barreras de la geografía y del tiempo. Nos parece algo normal. Este acto milagroso, mágico, de nuestra conversación a través del océano nos parece una cosa habitual. Estamos acostumbrados a ello.

—¿Hay un punto en que la información necesaria para tomar recaudos y que exista conciencia de la gravedad que tiene termina produciendo más daño que el que viene a suplir?

—La epidemia ataca nuestra situación social. No solo el enfermo no acude a su puesto laboral. Para prevenir la epidemia los demás, aunque no estén enfermos, tampoco pueden ir. Hay una paralización de nuestra vida social, productiva, creativa. La paralización no es para los enfermos solamente. Llega a todos los que podrían enfermar. Es verdad que la única forma de luchar contra la epidemia es manteniendo apartados a los enfermos de los que están a salvo. Ese apartamiento daña nuestra capacidad de producir. Ahora nos damos cuenta de hasta qué punto nuestra vida es una creación colectiva. Nuestros puestos de trabajo, de educación, de ocio, son lugares colectivos. Si nos quitan a los demás, nos quitan también las ocupaciones que tenemos y las más productivas de nuestras tareas.

—La letalidad de la pandemia crece exponencialmente a partir de los 70 años. En 1957 no había ese porcentaje. ¿El aumento de la longevidad hace a las pandemias más letales? 

—El alargamiento de la vida nos da más posibilidades de contraer enfermedades y de adquirir males. Digo, por experiencia propia, que la vejez convierte la vida en un deporte de riesgo. Las cosas que no tenían un riesgo ninguno cuando tenía 20 años, si me atrevo a hacerlas, son un peligro mucho mayor. Hay enfermedades, como el Alzheimer, que casi no se desarrollaban cuando las personas morían más jóvenes. Casi eran desconocidas. Con el tiempo se convirtieron en un mal que afecta a cuatro o cinco personas de cada diez. Lo mismo ocurre con otras enfermedades. Vivir más tiempo, llegar a viejo, tiene sus ventajas, si llega uno con cierta fuerza y con cierta capacidad de trabajo. Tiene ventajas, pero cuanto más tiempo vivamos, más expuestos estamos a los ataques de la naturaleza. El desarrollo natural intenta librarse de los que vivimos demasiado. A partir de habernos reproducido, de haber pasado la edad de la reproducción, todo en la vida se convierte en una permanente amenaza. Ya no servimos para los ciclos naturales. Seguimos estando por empeño nuestro, pero la naturaleza no advierte el sentido de nosotros.

—Si uno mira la relación con la muerte del Che Guevara hace unos cincuenta o sesenta años, percibe la variación de la subjetividad de la época, la relación con la vida era distinta. ¿El avance de la ciencia hace que la ficción de inmortalidad sea cada vez mayor?

—Nuestra época es particularmente pacífica. Estamos acostumbrados a que la violencia sea una cosa rara, una excepción. Antes era relativamente normal. A comienzos del siglo XX, la causa de muerte más frecuente entre los hombres, los varones, entre los 20 y los 35 años, era la violencia. Las mujeres morían de parto y los hombres de violencia. Hoy no. Viví una vida ya bastante larga y no conocí una guerra civil en España. En ninguna época precedente nadie duraba tanto para no haber visto una guerra civil. Desgraciadamente vi el terrorismo, otra forma de violencia, pero no una guerra civil. Europa no conoció una guerra en los años en que viví. Nos estamos acostumbrando a que lo normal es vivir y no morir. Hubo épocas en que lo raro era que una persona llegara a cumplir 60 años.

—Se dijo que la adolescencia es un invento del siglo XX. ¿El derecho a la longevidad es un fenómeno del siglo XXI? 

—Sin duda. Hoy estamos acostumbrados. Hoy alguien nos dice que tiene 70 años, cuando en otras épocas de la humanidad fue una edad casi bíblica. Hoy nos parece una persona ya madura. Pero todavía no nos parece una edad descartable, una edad como para que alguien deje de participar en las cosas de la vida. La idea de la vida se va alargando muchísimo más. Tenemos más período de niñez y más período de adolescencia, de aprendizaje, de juventud. El mundo está lleno de jóvenes. Se producen desde arte a tecnología para los jóvenes. Son un mercado abierto, permanente. Hace algunos siglos los jóvenes no existían para el mercado comercial, sino que simplemente eran trabajadores o personal ocioso, pero no tenían esa vivencia de hoy. La longevidad y la prolongación de la vida, el hecho de que hoy se hable de que se pueden derribar las actuales fronteras de la longevidad, que se pueda llegar a vivir 150 o 200 años, son cosas que revelan que cada vez más tenemos una especie de rebelión contra la muerte. La vemos como una especie de ofensa que no queremos soportar. Queremos aplastarla.

—¿Sería una explicación para la diferente actitud de los gobiernos y las sociedades? 

—Existía una sensación de impotencia. Hoy creemos que tenemos instrumentos suficientes para enfrentar las epidemias. Nos rebelamos ante la necesidad de morir. Nos preguntamos por qué la gente se muere pese al avance tecnológico o científico. En otras épocas se aceptaban con resignación algunas cosas simplemente porque no se podía luchar contra ellas. Había cosas que había que soportar, como hoy soportamos los terremotos. El día que se encuentre un remedio para los terremotos, nos rebelaremos también contra ellos. Mientras no sepamos cómo parar un terremoto, tenemos que resignarnos a que existan. Con las epidemias pasa lo mismo. Hoy decimos “tiene que existir una vacuna”; “tienen que existir medios de curación”. En otras épocas se aceptaba con más resignación.

—¿Cómo interpreta usted lo que pasó en Estados Unidos con la elección y el proceso que llevó primero a Donald Trump a presidente? La emergencia de los libertarios, del Tea Party. La ampliación de lo que llamamos grieta en Argentina.

—Es algo que venía gestándose en Estados Unidos desde hace bastante tiempo. Es una sociedad muy compleja, mucho más diversa de lo que parece. Vemos a los estadounidenses, a los yanquis, como algo bastante común. Pero es un país de inmigración, de grupos sociales que crearon su propio nicho, a veces opuesto y enfrentado a los demás. El acceso a la tecnología, a la cultura, no es igual. No tuvo un proceso de educación igualadora como otros países. En Europa, el gran elemento igualador de los países fue una educación pública que atendía a todo el mundo. Lo ponía en cierto modo al mismo nivel. En Estados Unidos eso no ha existido. Está el MIT (el Massachusetts Institute of Technology) con unos medios fabulosos de educación. Y hay zonas del país donde casi no hay más que escuelas elementales. Todo eso crea desigualdades que los sociólogos analizarán con más detalle. Es lo que permite crear figuras como Barack Obama o Donald Trump. Eso, más que exagerar esas diferencias, llevó a situaciones de violencia, sobre todo racial, una enfermedad permanente en los Estados Unidos.

—Ahora, a lo mejor no de una manera tan marcada y tan espectacular como se dio con Trump, también en Europa vemos unas tensiones entre la emergencia de una derecha más reaccionaria… ¿A qué atribuye la creciente polarización que también se da en Europa?

—Bueno, por supuesto, esto tampoco es un caso solo de Estados Unidos. Estados Unidos después de todo es una creación europea. Es decir, esos grupos diversos que se combinan en Estados Unidos en buena parte son grupos llegados de Europa que transportaron hasta allí también nuestras divergencias y nuestros enfrentamientos. Hoy en Europa existe esa aparición del populismo, un intento de desprenderse de las garantías, de las precauciones democráticas y acceder directamente a no se sabe qué paraíso. No es de extrema derecha, como suele decirse. En España lo que hemos padecido y padecemos es un populismo de izquierda, que es grave y amenaza nuestra vida cotidiana. Hubo brotes de ese populismo en otros lugares de Europa. También hay esos populismos teocráticos, como el islamismo violento, que amenazan tanto a Europa como al resto del mundo.

—¿En ese populismo de izquierda español hay cierta influencia norteamericana? 

—Algo de eso hay, aunque existió también por ejemplo en Grecia. Pero no ha ocurrido en otros países. Es muy posible que sea la vinculación permanente que tenemos con América Latina. Defendí muchas veces la idea de que los hispanoamericanos no son únicamente quienes están del otro lado del océano; también somos nosotros.

—En su libro “La tarea del héroe”, usted reflexiona sobre la voluntad de poder. ¿Cómo la definen Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche?

—La voluntad de poder es una clasificación de Nietzsche, no de Schopenhauer. Schopenhauer habla de voluntad; Nietzsche habla de la voluntad de poder, y para él es un fenómeno positivo. En cambio, para Schopenhauer es negativo. Toda su filosofía es un intento de apaciguar y en algún modo marginar la voluntad de poder. Los seres humanos lo lograremos a fuerza de la racionalidad de darse cuenta del dolor de la vida. Nietzsche lo que quiere es un desarrollo creativo de la voluntad de poder. Es un mismo fenómeno visto desde un aspecto positivo y desde uno negativo.

Libros de Fernando Savater.

—¿Para usted pertenece al terreno de la indeterminación radical y se la puede anular mediante el conocimiento, como creía Schopenhauer, o ve aspectos positivos a la manera nietzscheana? 

—La voluntad y el conocimiento no se pueden separar. Hay una voluntad que nos lleva a intentar conocer, crear y expresar; también, a intentar poseer. Los medievales hablaban de la libido sentiendi, la libido cognoscendi y la libido dominandi. Todo eso existe en cada uno de nosotros. Puede ser utilizado de una manera creativa. Nuestras sociedades cambian y crecen y se transforman gracias a que hay personas que producen su voluntad en lo colectivo. Y hay un peligro en voluntades nefastas que se convierten en letales para la comunidad. El siglo XX ha tenido abundantes pruebas de esa voluntad letal. Desgraciadamente, vemos lo mismo en el XXI.

—¿Cuál es la misión del héroe en el siglo XXI? 

—El héroe es el hombre de acción; pero no en el sentido de que se enfrenta a un dragón con una espada. Cualquiera de nosotros cuando toma una decisión, cuando hace un proyecto, cuando se pone a actuar, tiene que vencer una serie de dificultades tanto internas como externas en el mundo. Toda acción lograda tiene una cierta dimensión heroica, aunque sea ir a prepararse un café a la cocina en un momento de la tarde. Es una audacia que nos tomamos y tiene una conspiración de causas en contra que tenemos que vencer para llevar a cabo la acción más sencilla. Quería ver la dimensión activa del ser humano como algo heroico porque tiene que enfrentarse a la conspiración de lo inerte que nos rodea y que impide que llevemos a cabo nuestro propósito.

—¿Se reclama menos en el siglo XXI la ficción heroica de lo que se pedía en el XX?

—En todas las épocas les pedimos a los políticos una cierta dimensión mítica. Decimos que suelen mentir. Prometen en los momentos electorales. Hacen una especie de misión heroica de lo que será nuestra vida y después no cumplen. Esto es inevitable. La pregunta es si votaríamos a un político que dijera la verdad, que hay problemas que no se van a poder resolver. Uno puede intentar una solución y, si no sale, intentar otra, pero sin garantía de que vaya a lograr un triunfo general. La mayoría de las veces la vida no es más que trabajo, sacrificio, con algunas compensaciones familiares, y no tiene ese relumbre mítico de los relatos o las películas. Si un político hablara con esa sencillez no sería votado. Uno de los líderes de la Unión Europea dijo: “Nosotros sabemos qué habría que hacer para resolver problemas económicos o sociales. Lo que no sabemos es cómo lograr que nos voten después de haber propuesto las soluciones necesarias”.

—En su libro “Malos y malditos” plantea que los personajes malvados son tan importantes en cualquier trama como los héroes. ¿Son necesarios en la política? 

—Preguntémonos con una mano en el corazón: ¿Quién es más divertido: Donald Trump o Joe Biden? Trump llegó al poder y empezó a hacer exabruptos. Todos seguíamos esas emociones con más diversión que la que probablemente proveía un político mediano o discreto, que no nos brinda ninguna sorpresa. La mejor política que hay en este momento en Europa y en el mundo es la canciller Angela Merkel. Es estupenda. La desearía como política en mi país para gobernarnos de aquí a los próximos tres siglos. Pero no es una fuente de diversión, de pasiones épicas para los ciudadanos. En cambio, hubo otros políticos menos fuertes e inteligentes que, sin embargo, nos dieron emociones. También, además de soluciones, vivimos de emociones. Por eso nos gusta un político capaz de emocionar a la gente y a la vez de llevarla por un buen camino, como fue la figura de Winston Churchill. Probablemente eso hace que todavía recordemos con nostalgia esa especie de heroísmo eficaz. La mayoría nos conformaríamos con que fueran personas honradas y eficaces. Tenemos que acostumbrarnos a pensar que la parte emotiva, romántica, de la vida nos la tenemos que buscar nosotros. A los políticos hay que pedirles serenidad, seguridad y productividad.

—¿Qué visión tiene sobre los populismos fuertes de Hugo Chávez, Lula o Néstor Kirchner?

—La visión un poco heroica de la colectividad del populismo siempre exige figuras. La gente no se apasiona con las ideas. Uno puede salir en un combate, en una trinchera, con la bayoneta en las manos, gritando: “¡Viva el emperador!” o “¡Viva el rey!” o incluso “¡Viva la nación!”, pero es raro que uno salga de la trinchera con una bayoneta gritando: “¡Viva la educación pública obligatoria!” o “¡Viva la sanidad universal!”. Las ideas no son tan estimulantes como las personas. Es con lo que podemos identificarnos en el fondo. Desgraciadamente, esas personas son fuertes, paternales, pero también severas, y parece que nos defienden de otros enemigos y arrastran al pueblo de una manera negativa. En América Latina y en Europa también existieron estos ejemplos de figuras muy carismáticas, también para el mal.

—Usted propone una distinción conceptual entre grados de maldad. Primero, habla de los malos que se han creado a sí mismos, los que han tenido que elegir entre el bien y el mal, y que eligieron gustosos la forma de vida por el mal. Después se refiere a los malditos, que practican el mal porque no tienen elección. Por último, menciona a los adversarios, generalmente animales, que no pueden ser ni buenos ni malos porque desconocen el significado de los conceptos. Pero usted siente admiración por los primeros brillantes y condenadamente malvados y por los segundos siente conmiseración.

—Me remito a alguien que fue especialista en hablar de malos y malditos como fue Dante Alighieri. Este año recordamos su obra extraordinaria. En la Divina comedia marca la diferencia entre esos malos y esos malditos. Los malos son los irrecuperables, es decir personas que no quieren arrepentirse. A pesar de encontrarse en los tormentos infernales, no se arrepienten de lo que hicieron, volverían a hacerlo. En cambio, los personajes del Purgatorio están arrepentidos. Se dan cuenta de que cometieron errores, de que se dejaron llevar por pasiones. Confían en la misericordia para salir de esa situación. En la vida no ocurre eso. Es tan difícil encontrar a alguien realmente malo como encontrar a alguien realmente bueno. Los que llamamos buenos tienen algunas razones no demasiado confesables para hacer el bien. Y los malos tienen alguna vertiente de amor por algún familiar, algún tipo de pasión generosa.

—Un presidente de Argentina, Carlos Menem, llegó a decir de algunos funcionarios que “no tienen la cuota de maldad suficiente para ser políticos”. ¿Hace falta una cuota de maldad además de heroísmo? 

—Un cierto espíritu asesino. Émile Cioran decía que “la paradoja trágica de la libertad es que los políticos capaces de otorgarla no son capaces de defenderla”. Si sinceramente quisieran garantizar la libertad de los pueblos, no son el tipo de político enérgico capaz de garantizarla. Si queremos ser pesimistas, podemos atenernos a aquella boutade del director de cine Fritz Lang, quien cuando le preguntaron qué pensaba de los seres humanos, dijo: “Existen dos clases de seres humanos: los malos, que son a los que nosotros llamamos buenos, y los muy malos, que son a los que llamamos malos”.

—Escribió su libro más vendido, “Ética para Amador”, cuando su hijo tenía 15 años.

—Ahora tiene 45.

—¿Qué cambió en este tiempo?

—No cambió el mensaje; sí los ejemplos, las argumentaciones. Hice argumentaciones adecuadas a lo que había. A lo que los jóvenes veían, leían, escuchaban en televisión. En cada edición o cada dos ediciones hay que cambiar el libro. En un momento determinado, yo decía que todos sabemos lo que es un buen futbolista. Por ejemplo, Emilio Butragueño. La mayoría de los jóvenes no saben ni quién fue ni lo reconocen. De Butragueño se pasó a Zinedine Zidane, y de Zidane a Lionel Messi.

—Aristóteles también escribió una ética para su hijo Nicómaco. ¿La ética es una de las ramas del conocimiento que tiene mayor perdurabilidad? 

—Todo está circunscripto a las circunstancias históricas. En mi modestísimo Ética para Amador, el título del libro era una broma respecto de la obra de Aristóteles. Aristóteles no escribió su obra para Nicómaco. A pesar de que Nicómaco era en aquel momento un niño de cortísima edad, fue el clasificador de sus obras. Él propuso que la ética se llamara nicomaquea. No es que Aristóteles pensara en su hijo. La ética se ocupa de lo que no cambia en la vida, a diferencia de la estética. La estética habla de los cambios de una serie de valores, los del arte y la belleza. Las obras de arte, incluso las mejores, tienen que cambiar. No podríamos escribir las mismas obras que William Shakespeare. Ya lo hizo él. Si hay alguien que las escribiera exactamente iguales hoy, ya no nos gustaría porque la estética exige transformaciones. Pero la ética no. Tiene un mensaje permanente, aunque cambien las circunstancias en que se la transmite a un joven o a un niño.

—En “Ética de urgencia”, usted mencionaba las variaciones de esos veinte años que la distanciaban de “Ética para Amador”. Que los jóvenes actuales disfrutan más de la libertad y el confort, son más desenfadados y menos ceremoniosos. 

—La sociedad es muy diferente. Cuando tenía 15 años, yo vivía en una dictadura, de características puritanas, bastante rígida. Un chico de 15 años era un niño. No tenía más libertad que la de los niños pequeños. Hoy un joven, y no digamos una muchacha, de 15 años tiene libertades y una vida propia casi sin ataduras. Tanto los beneficios como los peligros de la libertad humana se adquieren mucho antes. Los jóvenes se liberan de las responsabilidades de sus familiares, de sus padres. Hoy un chico de 15 años a su padre lo puede escuchar con relativa paciencia, pero probablemente no le haga ningún caso. Las relaciones padre/hijo y madre/hijo cambiaron. En cambio, cuando yo tenía 15 años, todavía un padre y una madre eran referencias con peso extraordinario en la vida de uno. No sé qué es mejor o peor.

—Dijo que cambia la epidermis del mundo, pero por debajo el núcleo sigue vivo. ¿Podríamos decir que la ética sería ese núcleo? 

—El núcleo, lo que nos importa de la vida humana, se mantiene a través del tiempo. Varían los accesorios, los planteamientos un poco más folclóricos, pero no varía el contenido. Si leemos una poesía de Safo de Lesbos, o de Horacio, o de alguno de los poetas de la Antigüedad, la entendemos y disfrutamos completamente como si las hubiera escrito un contemporáneo. Quiere decir que algo no ha variado. Personas como Horacio o como Safo, que vivían en un mundo totalmente distinto al nuestro, sin embargo hablaban de un interior que nos preocupa a nosotros también. No creo que una epidemia vaya a hacernos variar. Puede que introduzca costumbres diferentes, precauciones distintas. Nos costará vencer ese temor a acercarnos a los otros. Cuando vemos una película de los años 50 en la que todo el mundo fuma desenfadadamente, nos causa cierto impacto”. Probablemente dentro de treinta años, cuando la gente vea películas en las que los seres humanos nos relacionamos, nos besamos, nos abrazamos sin ningún tipo de miramiento, le extrañará. Pero el contenido de la vida sigue siendo el mismo.

—A finales del siglo XVII los ingleses habían ya decapitado a su rey, reforzado el Parlamento, tenían fama de revoltosos y levantiscos, mientras que los franceses, bajo el absolutismo del rey Sol, pasaban por un pueblo sumiso y el más ordenado de Europa. Cien años más tarde, el enciclopedismo subversivo y la Revolución Francesa hicieron que esos supuestos caracteres nacionales hubieran invertido sus papeles. De los argentinos se nos dice continuamente que somos ingobernables, levantiscos, insumisos, revoltosos. Por eso la Argentina, habiendo sido una de las economías más importantes del mundo hace cien años, hoy se ha retrasado respecto de sus vecinos. ¿Podemos tener la esperanza de los ingleses? 

—No creo mucho en los caracteres nacionales porque, como bien señala, fueron cambiando con el tiempo. Los pueblos que ahora tienen fama de trabajadores y de militaristas, como los alemanes, tenían fama de que no servían más que para la labranza. Con el tiempo, las cosas cambiaron. Y también nuestra percepción. Es verdad que hay pueblos que sorprenden, sobre todo por la pujanza cultural y la abundancia de recursos, que están menos desarrollados de lo que parece lógico. Recuerdo una conversación de hace años con el que entonces era presidente de Uruguay, Julio María Sanguinetti. Me dijo que en el mundo hay diversos países y hay unas paradojas. Están los países desarrollados, están los países subdesarrollados, está el caso de Japón, que nadie sabe por qué está desarrollado, y está el caso de Argentina, que nadie sabe por qué está subdesarrollado. Es verdad que hay situaciones paradójicas. Lo lógico sería que un país como Japón no encontrase modo de salir de esas pequeñas islas de pocos recursos. Pero es un país muy avanzado. Y en cambio Argentina, que parece que estaba destinada, sobre todo a finales del siglo XIX y comienzos del XX, a ser un poco junto con Brasil la dueña de América, no llegó a realizar todas esas promesas. No creo que eso dependa tanto del carácter como de circunstancias históricas. No soy un filósofo de la historia. Pero no creo que valga refugiarse en la idiosincrasia nacional. Es un refugio para excusar una pereza, para excusar la incompetencia. Durante la dictadura de Franco escuchamos que España no estaba preparada para la democracia, que habíamos nacido para ser gobernados por un dictador. Hay que rebelarse contra esos caracteres nacionales. Ni en Argentina, ni en España, ni en Suecia los pueblos están obligados a ser de una manera determinada. La lucha contra las circunstancias históricas muchas veces es la tarea fundamental de los países.

—¿Cuánto es dado y cuánto es construido por los propios pueblos? ¿Cuánto es fruto del propio esfuerzo de los actores y cuánto lo dado de las circunstancias?

—Las dos cosas intervienen. Después del final de la dictadura, viajaba por América. Me preguntaban cómo se hizo para que la transición española fuera relativamente pacífica y sin grandes episodios sangrientos. Mi respuesta era que elegimos bien nuestro lugar en el mundo. Gracias a que estábamos en Europa salimos de la dictadura sin mayores daños. Si hubiéramos estado donde Zambia, probablemente hubiésemos tenido muchas más dificultades. Una tragedia extraordinaria en Europa, como la peste negra, cambió las circunstancias históricas. Después de ella, vino el Renacimiento. Se empezó a arrinconar la visión puramente religiosa de la vida. Comenzó una más humanista, artística, científica. No vamos a decir que la peste negra fue positiva, porque los que murieron, murieron y se acabó.

—¿Cuáles son las causas de que Latinoamérica tenga un desarrollo siempre pospuesto?

—Las personas que viven en esos países lo sabrán mucho mejor que yo. Es verdad es que nunca miré a los países hispanoamericanos con distancia ni neutralidad. Los vi como una prolongación de nuestro propio problema de España, de lo que me afecta. No tengo una visión tan objetiva como la que tendría sobre Singapur. Creí que América Latina iba a dar el gran salto adelante hace ya treinta o cuarenta años. Pero se retrasó. Sigo pensando que América Latina es una reserva cultural y creativa, que debe terminar de salir a la luz. En el caso de África, a pesar de todo, lo veo con dificultades.

—¿La herencia ibérica condiciona el desarrollo latinoamericano?

—Quedaron cosas. Para bien y para mal. No es lo mismo el peso de lo hispano que el anglosajón. La tradición católica de España vertida en toda América es distinta a la tradición protestante. Max Weber explicó que el espíritu del capitalismo está cerca del protestantismo. Los católicos nos llevamos mejor con el sexo y peor con el dinero y los protestantes se llevan peor con el sexo y mejor con el dinero. Las ideologías, la religión, las culturas tienen que ver. En toda América la presencia de algunas de nuestras virtudes y de muchos de nuestros vicios se nota. Pero no creo que debamos estar demasiado fascinados con nuestras características, con nuestra identidad, porque eso es una forma de acomodarse a lo que hay. Funcionan como excusas. Hay que evitar esas visiones reduccionistas y buscar un camino propio, que no es único nuestro, sino que es del desarrollo, de la industria, de la ciencia, de la democracia. Las soluciones están ahí.

No hay que inventar ninguna nueva. Los países prosperan cuando los gobernantes son honrados, cuando se aplican las pautas democráticas, cuando se apuesta por la investigación y por la ciencia, sobre todo por la educación. Los países educados salen adelante y los no educados no… Los caracteres son mucho menos importantes que esas variables.