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Fracaso diplomático y militar de Estados Unidos en Afganistán

Embajadas improvisadas en el único sitio que se mantiene liberado. El aeropuerto.

Fracaso diplomático y militar de Estados Unidos en AfganistánCae Kabul. Como cayó Kandahar, Lashkar Gah o Mazar Shariff.
Acorralado, sin la menor influencia de Salvador Allende, el presidente Ashraf Ghani escapa sin resistir.
Los talibanes toman el Palacio Presidencial y recitan solemnes versículos del Corán.
Mientras tanto, el vocero barbado anuncia la inmediata creación del Emirato Islámico de Afganistán.
Adelante con el Mullah Abdul Ghani Baradar.
Los talibanes (“estudiantes”, en pastum) humillan a Estados Unidos y acaban con la aventura de 20 años.
Junto a la sumatoria de países occidentales de la OTAN.
Pero la cruzada civilizadora derivó en una causa perdida.
La conclusión es prematura. Se asiste al retroceso de la potencia hegemónica.
Los fundamentalistas perforaron el liderazgo que se presentaba de acero. Pero era de cartón.
Felizmente, la sociedad americana ya no toleraba el sistemático regreso de ataúdes envueltos en banderas y con fondo solemne de trompetas.
Desde lo alto del poder mundial, en adelante hoy solo pueden apretar por imponer el 5G americano. En desmedro del chino.
Y demostrar las muecas de la ferocidad, apenas, ante el espejo.
De manera que Maduro, Ortega y Díaz Canel pueden dormir tranquilos. Sin frazadas. Sin peligros. Quienes los deben desalojar son los suyos.
Otra conclusión mantiene el aroma del lugar común. Es la ratificación del mito históricamente instalado: Afganistán es el “cementerio de los imperios”.
En semejante tierra se estrelló Alejandro El Grande, latinizado como El Magno.
Fue a estrellarse también el temerario Leonid Breznev, para que finalmente se rindiera el olvidado Chernenko. Antesala de Gorbachov, liquidación del imperio.
La conquista fue intentada también por George Bush Junior. Para que, 18 años después, Donald Trump ofreciera, con relativa elegancia, la bandera blanca.
Y para que la huida fuera instrumentada por el Abuelito Dulce. Joe Biden.
Ni los mongoles, los persas o los británicos pudieron conquistar del todo a los afganos.
Pero es improbable que lo intente China. Para mantener a Afganistán como un hotel al paso en la Ruta de la Seda.
Sean pastunes, uzbecos, tayikos. Sunnitas de rigorismo cultural, pero con sofisticados conocimientos de computación y sabiamente especializados en la industria del hash.
El afgano -complejidad étnica- se acostumbró a convivir con la rutina de la guerra perpetua.

Diplomacia enternecedora

El penúltimo fracaso le costó a Estados Unidos un billón de dólares. Y le dejó un desprestigio inapelable. Aparte de miles de muertos.
Fueron a civilizar a los bárbaros, impulsados por una lícita venganza, y vuelven veinte años después con el trasero entre los tobillos.
Pese al ejército de 300 mil hombres adiestrados y armados por el presupuesto americano.
Mientras se entregaba en bandeja la base militar de Bagram, legitimaban la estruendosa huida del occidente superior que pregona el mundo libre.
Abruma el infantilismo enternecedor de la diplomacia de Estados Unidos. Henry Kissinger no dejó discípulos que lo continuaran con brillantez.
En efecto, en la cumbre de los talibanes con los representantes del gobierno (artificial) de Ghani, celebrada en Doha, capital de Qatar, en febrero de 2020, el Secretario de Estado Mike Pompeo llegaba dispuesto a firmar lo que fuera.
Debía cumplir Pompeo con la instrucción del halcón oral Donald Trump. Consistía, simplemente, en rajar de Afganistán.
Ante el talibán que supo esperarlos, la diplomacia de Pompeo desplegó su inocencia calculada. Hasta forzar, para rendirse, un compromiso trivial.
Que ningún grupo terrorista pudiera operar desde Afganistán. Ni Al Qaeda o Daesh (Estado Islámico).
Nada les impedía a los talibanes prometerles que sí. Total, sabían que el adversario mantenía el apasionamiento urgente de partir.

Opio y fe

Aunque el Secretario de Estado Donald Blinken, El Afrancesado, lo niegue y se irrite, hoy en Kabul se repite el escenario grotesco de Saigón de 1975.
Con las embajadas improvisadas en el único sitio que mantienen liberado. El aeropuerto.
Complementa la precipitación de los desesperados por treparse al penúltimo avión o helicóptero.
Se reitera, además, la huida de los soviéticos derrotados de 1989 (los que habían gestado la “revolución popular” de 1979).
Alucinación comunista que fue combatida por los románticos “guerreros de la fe”. Los estimulaba espiritualmente Washington merced a los encantos de la guerra fría.
Entonces la CIA financiaba a los muyahidines, antecedentes de los talibanes. Exactamente los tácticos alimentaban al monstruo que estratégicamente iba a tratar de devorarlos.
Pero cuando ya no necesitaran de sus dólares. Podían sostenerse por la generosidad calculada de los sauditas.
Paisanos de Osama Bin Laden que la ponían para que nunca se arrojaran bombazos en tierras y valores del Reino.
Pero se sostenían, además, por el opio redituable que solía envenenar a los infieles.

Desde las rocas impenetrables de Afganistán, con temperaturas que superan los 50 grados, entre cientos de tribus de etnias diferentes surgieron los rigoristas suníes que se perfeccionaron en las «madrazas» de Paquistán.
Y desde Al Qaeda pulverizaron las Torres Gemelas y atacaron el Pentágono.
Tres mil muertos que provocaron una herida infinita al orgullo americano. Derivó en la catastrófica equivocación de invadir Irak. Una estafa.
Y en la folklórica fotografía de las Azores. George Bush junto a los políticamente extinguidos José María Aznar y Tony Blair.
Estadistas que avalaron el error estratégico de ocupar también Afganistán. Para vencer pronto a los talibanes que se iban a esfumar por los países vecinos.
O se mezclaron inadvertidos entre las aldeas de las montañas.
Para ejecutar a Osama Bin Laden los marines debieron esperar otros diez años.
Osama se había trasladado a Paquistán. Se sentía protegido por los servicios de inteligencia que lo entregaron.
Oficialmente, su cadáver fue lanzado al mar. Pero nadie lo cree.

Cubrirse hasta la mirada

Al cierre del despacho los resistentes afganos o extranjeros que permanecen en Kabul tratan de alcanzar la liberación en el aeropuerto.
La capital es un caos sin agua ni luz. Las mujeres que no lograron huir comienzan preventivamente a cubrirse hasta la mirada.
Los hombres se esmeran en dejarse crecer la barba. Pronto.
Pronto también se va a acabar la música y solo amaga la epidemia de la fe con los cinco llamados diarios a la oración.
Los triunfadores del Islam celebran el reencuentro con el atraso. Volverán los castigos severos, las flagelaciones y los latigazos, en una Sharia que va a consumir en occidente reacciones indignadas. Y el interés de los especialistas por indagar en el conflicto que se impone entre El Emirato sunita de Afganistán y el chiismo del fronterizo Irán.
Brotarán las denuncias inútiles en los organismos internacionales que van a amenazar con invadir otra vez a los talibanes que supieron doblegarlos.
Occidentales infieles cotidianamente envenenados con el producto mágico que legitima la algarabía coránica.
El insumo principal, el mejor commodity, el refinado hash que consolida la fe y se consume en las grandes capitales, en encuentros íntimos no necesariamente disipados.

Por Jorge Asís