Misiones Para Todos

¿Hacia dónde va Iberoamérica?

Unidos para el progreso regional o divididos por las nuevas utopías neocomunistas.

El comienzo de siglo ha sido, para las izquierdas latinoamericanas, un intento de resucitar del duro golpe propinado por el progreso arrollador del capitalismo global, que trajo prosperidad, desarrollo y derechos humanos a lugares del mundo que hasta hace poco tiempo eran culturas cuasi premodernas, por no decir lisa y llanamente feudales. Para esto hay que recordar por enésima vez que Occidente no le ganó a los colectivismos ruso y chino esta guerra crucial para el futuro humano tan sólo con las armas: también se conquistó las almas de los jóvenes del otro hemisferio con la fuerza de las ideas mismas de libertad e imaginación que la izquierda hiperideologizada de los 60 había reclamado como suyas.

Ahora bien: ¿cómo intentaron los marxistas desencantados volver al centro de la escena cuando la fuerza misma de los acontecimientos les había negado toda razón en su diagnóstico de los problemas que atravesaba la humanidad? Podríamos decir que fue un intento bastante heterogéneo: Lula aprendió a mezclar un estilo de retórica neomarxista en su relación con los otros países de la región pero fue pragmático en lo económico al encarar sus alianzas con las naciones emergentes que habían emergido como buenos alumnos de la globalización: India, China y Sudáfrica. Chavez promovió un marxismo identitario asociado a la figura de Simón Bolívar, muy ligado afectivamente a los cubanos. Algo parecido, aunque salvando las distancias, ocurrió en Argentina, donde el kirchnerismo intentó una especie de izquierda setentista que levantara al mismo tiempo las banderas identitarias del peronismo. Este mismo juego se repitió en países con menor gravitación regional como Ecuador o Bolivia, pero le permitió a la izquierda regional vivir su pequeña “primavera” de resurrección.

Aquí es donde empezaron a entrar en juego las nuevas formas del marxismo: a los viejos vicios de la centroizquierda comenzaron a agregarse los intentos de construir una retórica similar a la de Podemos en España o a la del “left-wing liberalism” norteamericano. Una especie de constelación de reclamos identitarios que ya no obedecen a la lógica de la posmodernidad. En efecto, no son los viejos reclamos del “oprimido” o del héroe de la clase trabajadora que había sido el modelo ejemplar para el socialismo del siglo pasado. Ahora se trataba de defender los nuevos tipos de identidad: los colectivos LGBT –que reclamaban un tipo de identidad que paradójicamente procura destruir cualquier signo concreto de identidad-, las mujeres –como si esa mitad de la humanidad fuera realmente un colectivo con objetivos afines- o las minorías étnicas –como si no hubiera contradicción entre los jóvenes inmigrantes que huyen de las sociedades ancestrales y los pueblos que luchan a brazo partido por conservar sus tradiciones en una cultura global líquida que las pulveriza-.

Los liberales de la región, previsiblemente, trataron de responder a esta extraña combinación de populismo latinoamericano, desarrollismo de escaso vuelo y retórica marxista de los años 70 con sus propias versiones del fracaso colectivo: Brasil volvió a un alineamiento excesivo que parece desdeñar sus propios intereses, Bolivia y Ecuador reincidieron en la tentación de romper su estabilidad política para imponer una especie de pragmatismo cortoplacista y la Argentina de Macri volvió a las recetas liberales a rajatabla que ya habían fracasado, a los viejos errores del neoliberalismo que llevó a la economía mundial a la Gran Recesión de 2008 y al endeudamiento con los organismos internacionales. El problema siempre es el mismo: falta una conciencia cabal de que el progreso, en las naciones desarrolladas, ha sido impulsado por estados-nación con proyecto e identidad de país clara. Y, en consecuencia, no hay una certeza de cómo deben ser negociados los intereses soberanos. La región pega saltos entre el caos del aperturismo extremo y la coacción excesiva de las recetas proteccionistas.

Esta ambigüedad sin dudas le da fuerzas al juego temerario de los neocomunismos, que pretenden asociar cualquiera de las inevitables crisis del capitalismo global con el fracaso total de ese mismo sistema para llevarnos a chocar, por enésima vez, con la utopía irracional del hombre nuevo que hundió en la pobreza, el retraso económico  e incluso el terror a tantos países durante el siglo pasado. Por eso resurgen, casi al margen de la lógica del liberalismo, las formas de la indignación ciudadana que procuran un retorno a las bases que constituyen la identidad de las naciones: no es casual. De este y del otro lado del Atlántico se libra una batalla entre la identidad legítima de las naciones y los sueños utópicos de una izquierda posmoderna, que descree de los grandes relatos y parece flotar en un progresismo en estado de flotación. En efecto, estos movimientos neocomunistas se caracterizan por una apuesta a las identidades alternativas como el neoindigenismo, la retórica verde y todo aquello que ponga en duda el viejo acuerdo democrático de las repúblicas que nacieron al amparo del estado-nación y de sus respectivas constituciones. Minar ese acuerdo constitucional parece un contrasentido, pero hay que ver la estrategia de supervivencia que la nueva izquierda ha transformado en su razón de ser: amparados en este nuevo paisaje identitario, pueden volver a poner en duda, sin ser acusados de retrógrados, de la mismísima democracia liberal.

Las naciones latinoamericanas y España están en un momento límite entre la trampa del regreso al pasado y la profundización de los cambios que habrán de llevarnos al progreso globalizador que, con sus errores, ya ha dado pruebas de funcionar en todas aquellas sociedades que supieron equilibrar identidad y desarrollo sin renunciar a los logros que la democracia liberal trajo consigo. Nadie puede acusarnos de no haber visto los errores recientes del liberalismo, pero es hora de subrayar que pese a las sucesivas crisis del proceso globalizador, éste sigue siendo el camino indicado frente a los cantos de sirena de quienes quieren llevarnos de nuevo a tropezar con una piedra en la que –como han probado en todos estos años el caso cubano o venezolano- corremos el riesgo de perder el rumbo para siempre para transformarnos no en estados fallidos sino en toda una región fallida. Queda la esperanza de que nuestras clases políticas –tanto en Chile, México, Argentina o Brasil- sólo  estén manifestando –y por razones meramente electorales- un coqueteo pasajero con la agenda pseudoprogresista que de hacerse real podría retrasar nuestra voluntad y nuestras negociaciones con el resto del mundo para apostar en serio por un modelo regional ambicioso que termine de sellar la prosperidad que muchas veces damos por sentada y que, en cualquier caso, nuestros ciudadanos sin duda se merecen.

Por Fernando León