Los misioneros (y los argentinos) vuelven a las urnas para elegir a sus representantes en el Congreso Nacional. El desafío es reafirmar la identidad propia y apostar por proyectos que nazcan desde la provincia, sin caer en la lógica de votar en contra. El aire de esta elección también deja ecos de otro tiempo. Como en 2001, cuando la pérdida de confianza marcó el principio del fin para un gobierno desconectado de la sociedad, hoy el electorado argentino vuelve a mostrarse exigente y cambiante: otorga confianza, pero la retira sin demora ante la decepción. Es una muestra de madurez, aunque también un riesgo.
Hay días que no se parecen a los demás. Días en los que las calles se despiertan más temprano, el silencio de la mañana suena distinto y el mate se enfría entre la charla de vecinos que piensan, cada uno a su manera, cómo armar el mejor equipo posible. Porque elegir también es jugar.
La política, como el fútbol, tiene algo de pasión y algo de estrategia. Hay quienes prefieren importar tácticas de otros clubes, convencidos de que lo que triunfa en otro lado también puede servir acá. Pero los misioneros sabemos que cada cancha tiene su clima, su pasto y su historia. Que no es lo mismo jugar bajo la neblina del Paraná o de los cientos de arroyos que atraviesan nuestra geografía que en los grandes estadios del centro del país. Que hay estilos que no se copian, se sienten.
Por eso, más que nunca, este domingo se trata de jugar con la nuestra. De elegir lo que mejor nos represente sin caer en la tentación de seguir modas pasajeras o de dividirnos en grietas que solo benefician a quienes hacen del conflicto su negocio. La política nacional lleva años repitiendo esa escena: la de votar en contra de. Y en ese bucle permanente, el país perdió goles hechos por mirar más al rival que al arco.
Votar en contra de alguien o de algo es, en parte, comprensible. Muchos argentinos, en 2023, lo hicieron movidos por la decepción, el hartazgo o la sensación de que el sistema político había dejado de jugar por ellos. El resultado fue un presidente que prometió romper con todo, pero que terminó generando nuevas frustraciones. Una paradoja de época: el voto bronca se convirtió en bronca sin salida.
En cambio, cuando uno juega con la nuestra, la lógica cambia. No se trata de negar los problemas, sino de enfrentarlos desde lo que somos, desde una identidad construida a base de esfuerzo y comunidad. Misiones aprendió a no depender del humor del poder central para resolver sus desafíos. Y eso, en política, también es una forma de ganar.
Este domingo, más que un acto electoral, es una oportunidad para reafirmar esa pertenencia. Para elegir representantes que entiendan el terreno que pisan, que conozcan la realidad del interior profundo, que sepan que detrás de cada voto hay una historia, un barrio, una familia, un sueño.
Porque al final, votar no es solo marcar una opción en una boleta. Es decidir con quién queremos salir a la cancha, a quién le confiamos la camiseta. No se trata de importar ídolos ni de seguir gritos de tribuna ajenos. Se trata de mirar alrededor y reconocer que acá también hay talento, proyecto e identidad.
Hoy, los misioneros vuelven a elegir. Y en tiempos donde todo parece tan incierto, hacerlo desde lo propio, con convicción y serenidad, es una jugada maestra. Porque los equipos que saben quiénes son, no necesitan copiar tácticas: las crean.
Ecos
Hay elecciones que, aun sin proponérselo, despiertan recuerdos. Este domingo, el aire político tiene una reminiscencia inevitable a aquel 2001, cuando la Alianza, con Fernando de la Rúa al frente, perdió las legislativas y comenzó el principio del fin de su gobierno. No porque la historia vaya a repetirse tal cual —ningún contexto es idéntico—, sino porque el humor social vuelve a parecerse: hay un clima de agotamiento, de promesas incumplidas y de expectativas desinfladas que resuena en la memoria colectiva.
En aquel entonces, la Alianza había llegado al poder con la esperanza de poner fin al ciclo de corrupción y desigualdad que marcó los últimos años del menemismo. Pero el sueño se desvaneció rápido: la recesión económica, el desempleo, el ajuste y la falta de respuestas del gobierno provocaron una fractura entre la dirigencia y la sociedad. La derrota legislativa de 2001 fue el primer síntoma visible de ese divorcio. Dos meses después, el país estallaba.
Más de veinte años después, el escenario político argentino vuelve a mostrar señales parecidas. No necesariamente por el riesgo de una crisis institucional, sino por la fatiga social ante un sistema político que no logra ofrecer estabilidad, ni mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Desde la crisis de 2001, los argentinos aprendieron a usar el voto como un arma de confianza, pero también de castigo. El voto ya no se da para siempre: se concede, se revisa y se retira con la misma rapidez.
Esa dinámica se repitió una y otra vez. Pasó con Mauricio Macri, que en 2015 representó la promesa de un cambio y en 2019 no pudo revalidar su gestión. Pasó con Alberto Fernández, que fue elegido con un discurso de unidad y terminó prisionero de las disputas internas, al punto de no poder ser candidato. Y hoy ocurre con Javier Milei, quien asumió hace dos años con un apoyo social enorme, pero enfrenta una realidad que golpea fuerte en los bolsillos y en la paciencia de la gente.
La velocidad con que los votantes cambian de dirección es un reflejo del desencanto. La política, en su conjunto, no logra reconstruir un pacto de confianza con la sociedad. Y eso es peligroso: un país que no sostiene proyectos de largo plazo, que se mueve de un extremo al otro cada cuatro años, no puede construir futuro. En el péndulo argentino, el equilibrio siempre parece una utopía.
Estas elecciones no son presidenciales, pero tienen un peso decisivo. Son legislativas, y por eso son las provincias las que eligen a sus representantes en el Congreso Nacional. Ahí se juega buena parte del poder real. Para el gobierno nacional, el desafío será sumar diputados y senadores que le permitan dejar de depender de los gobernadores, como viene ocurriendo desde los primeros meses de gestión. Para las provincias, en cambio, la elección representa una oportunidad de reafirmar su autonomía política y económica, de tener más voz en la
discusión sobre los recursos que se distribuyen desde Buenos Aires.
En ese sentido, las elecciones legislativas funcionan como un termómetro. Miden el humorso cial y la confianza o desconfianza hacia un gobierno, pero también reflejan el peso político de los territorios. Son una radiografía del país federal, donde cada provincia busca hacerse oír.
Y aunque el contexto es distinto, el recuerdo de 2001 se impone como advertencia. No porque se esté ante el mismo desenlace, sino porque el mensaje de las urnas podría ser similar: la gente ya no tolera gobiernos que no cumplan con lo prometido. Los votantes argentinos aprendieron a ejercer su poder con madurez, incluso con crudeza. Si el contrato político se rompe, el veredicto llega sin demora.
Quizás por eso, más allá del resultado, el mensaje de esta elección sea otro: que el voto sigue siendo el último refugio de la esperanza. Que, pese al desencanto, los argentinos aún creen que algo puede cambiar. Que cada elección es una oportunidad para volver a empezar, aunque la historia insista en recordar sus viejas lecciones.
Por Sergio Fernández

