Misiones Para Todos

La cresta de la ola

El voto violeta barrió con los pronósticos y confirmó que Javier Milei sigue en la cresta de una ola difícil de romper. En Misiones, el arrastre presidencial pesó más que los nombres locales.

Como toda marea, también esta encontrará su límite. La designación de Manuel Adorni como jefe de Gabinete y el regreso discursivo de Cristina Fernández de Kirchner revelan una misma crisis de fondo: el vaciamiento del arte de la política. Mientras uno transforma la gestión en streaming y la otra baila sobre su propio pasado, la Argentina sigue buscando liderazgo en medio del ruido.

Hay momentos en la historia política que se parecen a las mareas: suben con fuerza, arrastran todo a su paso, y parecen eternas… hasta que, inevitablemente, comienzan a retroceder. El resultado electoral del domingo pasado dejó esa sensación. Javier Milei surfea, por ahora, la cresta de una ola poderosa, difícil de dañar, sostenida más por el magnetismo del personaje que por la solidez de su proyecto político. En Misiones, esa ola llegó teñida de violeta, con un voto que se explica más por la fascinación presidencial que por el conocimiento profundo del candidato que encabezó la lista libertaria, Diego Hartfield.

Sería injusto negar la magnitud del fenómeno: Milei, con su discurso desafiante y su estética antisistema, logró conectar con una sociedad cansada de promesas incumplidas. Pero también sería ingenuo creer que las olas no rompen. La realidad, como el mar, siempre impone su propio ritmo. Las políticas que hoy despiertan aplausos y consignas en redes sociales, mañana deberán medirse con los precios, los salarios y los servicios públicos. Y en esa orilla, más temprano que tarde, la fuerza del relato empieza a desvanecerse.

En este escenario la clase política tiene que dejar de lado la superioridad moral con la que algunos analizan las preferencias de un electorado que, desde hace más de una década, viene dando señales de hartazgo. Pasó con la victoria de Mauricio Macri en 2015, se repitió con la asunción de Alberto Fernández en 2019 y tuvo su punto más elevado en 2023, cuando se impuso Milei. Respetar el voto de la gente no es una concesión, sino una reflexión sobre el ejercicio del poder y de la representación. Porque el mensaje electoral de este domingo no fue contra algo, sino a favor de alguien que, paradójicamente, basa su discurso en contradecir al resto del sistema, al que denomina la casta. Y eso cambia la dimensión del análisis.

En Misiones, el resultado fue un llamado de atención más simbólico que estructural. El Frente Renovador —con imagen fuerte, gestión reconocida y figuras con respaldo— enfrenta el desafío de interpretar el mensaje sin perder serenidad. No hubo un voto castigo directo, sino una ola de arrastre. La ciudadanía no buscó un cambio de rumbo radical desde la provincia, sino que se vinculó a una figura nacional que prometía innovación.

Aun así, pensar que el futuro político de la provincia quedó condicionado sería apresurado. La historia enseña que las olas políticas —como las del mar— no duran para siempre, y que los proyectos sólidos, los que echan raíces en la gestión y en el vínculo con la gente, suelen resistir el oleaje. Hoy, el oficialismo misionero sigue siendo el único que le ofrece a la sociedad una red de contención y previsibilidad.

Apuntar a 2027, en un país donde una semana puede cambiarlo todo, parece un ejercicio de oráculo. La política argentina vive en presente continuo, en el zumbido de los flashes, en la inmediatez de un tuit. Milei disfruta de su momento, pero la realidad —esa marea que nunca se detiene— terminará por imponer su ley. Y cuando eso ocurra, será tiempo de ver quién sigue de pie cuando el agua se retire.

Por ahora, el mar ruge. La ola libertaria brilla al sol. Pero toda cresta, tarde o temprano, conoce la orilla.

Trompada

La designación de Manuel Adorni como jefe de Gabinete de la Nación es una trompada al arte de la política. No por el nombre en sí, sino por el símbolo que encierra el cargo: el jefe de Gabinete no es un vocero ni un comentarista; es el articulador de la gestión, el puente entre el Presidente, los ministros y el Congreso. Es, nada menos, que el jefe de todo un gabinete. Pero en esta Argentina de paradojas, el flamante funcionario —construido desde la retórica del
streaming y el sarcasmo diario— llega a una silla que, desde la reforma constitucional de 1994, estuvo reservada a figuras de otra estatura.

Edgardo Bauzá, el primero, supo inaugurar el cargo con la impronta de quien entendía los pasillos del poder. Alberto Fernández, Marcos Peña, Santiago Cafiero, o incluso Guillermo Francos —a quien Adorni reemplaza—, más allá de sus diferencias ideológicas y sus aciertos o fracasos, eran hombres de política. Conocían el oficio, sentían la rosca, interpretaban el clima.

Adorni, en cambio, encarna otra lógica: la de la comunicación como fin en sí mismo. No es un político que comunica, sino un comunicador que ahora deberá gobernar.

El contraste no es menor. La política, con sus formas y sus códigos, requiere de negociación, empatía y oficio. Adorni hizo de la antipolítica su bandera, de la ironía su tono y del desprecio hacia el sistema su marca personal. Que hoy ocupe uno de los cargos más relevantes de ese mismo sistema es, cuanto menos, una ironía histórica.

Claro que nadie duda de que quien seguirá moviendo los hilos será Karina Milei, la verdadera arquitecta del poder dentro de la Casa Rosada. Adorni será, probablemente, la voz ejecutiva de un esquema que responde al círculo cerrado de la hermana del Presidente.

Lo preocupante no es tanto quién ocupa la silla, sino lo que esa elección revela: un gobierno que confunde comunicación con gestión, marketing con conducción, fidelidad con idoneidad.

La política —ese arte que requiere tanto de intuición como de compromiso— se ve reducida a un monólogo de frases cortas y titulares de redes sociales.

Nombrar a un vocero como jefe de Gabinete es, en definitiva, un gesto de época: el reemplazo del diálogo por la transmisión, de la estrategia por la consigna. La política convertida en relato, la gestión transformada en streaming. Una trompada, sí. Pero no solo al arte de la política, sino a la idea misma de Estado.

El baile y el espejo

Cristina Fernández de Kirchner sigue bailando en el balcón. Lo hace con la misma gestualidad de siempre, convencida de que aún marca el ritmo, aunque abajo, la música haya cambiado hace rato. Su tiempo —y el del espacio político e ideológico que representa— ya forma parte de la historia. Pero ella parece no haberlo notado.

La escena se repite: declaraciones ampulosas, diagnósticos tardíos y una incapacidad casi obstinada de no permitir que emerja una nueva conducción dentro del peronismo. Su relación con Axel Kicillof, el gobernador bonaerense y su exministro de Economía, es la evidencia más clara de ese ego que no suelta el control. Kicillof intenta construir una referencia hacia 2027, un peronismo renovado y con identidad propia, pero choca contra la pared del personalismo kirchnerista, donde todo debe girar alrededor de ella.

Lo más preocupante es que ese cierre sobre sí misma impide cualquier posibilidad de reconstrucción real del movimiento. Porque, más allá del discurso épico y de los gestos de superioridad moral, no hay proyecto, no hay estrategia, no hay lectura política. Solo una mirada narcisista que confunde liderazgo con propiedad.

Decir —como ella sostuvo— que el error fue desdoblar las elecciones bonaerenses de las nacionales es, en el mejor de los casos, una pavada. Si los comicios se hubiesen unificado, el resultado podría haber sido aún más devastador: dos derrotas en un mismo día. En cambio, la decisión permitió que en septiembre el oficialismo bonaerense se impusiera, generando dudas y preocupación dentro de La Libertad Avanza. La política no se analiza con el diario del lunes, pero Cristina parece haberse acostumbrado a hacerlo.

Tampoco se sostiene su razonamiento de que “seis de cada diez argentinos no votaron a Milei”, porque con esa misma lógica, siete de cada diez rechazaron a los candidatos de su propio espacio. Es un consuelo matemático, no político. Un intento de disfrazar con porcentajes la magnitud de una derrota que ya no se puede negar.

Resulta llamativo observar el declive en el que se encuentra su figura, justo cuando se cumplen diez años desde que dejó la presidencia. En aquel diciembre de 2015, Cristina se marchó con poder simbólico, con una base militante activa -y en la calle- y con un caudal de votos considerable. Hoy, una década después, su peso electoral se convirtió en una verdad incómoda dentro del propio peronismo: los votos del kirchnerismo ya no definen una elección. Son un piso, no un punto de partida.

Kicillof, con su perfil técnico y su vocación de gestión, es la prueba viviente de esa afirmación. Ganó en la provincia sin depender del arrastre de Cristina, e incluso a pesar de ella. Mientras el peronismo busca reencontrar un sentido, la expresidente insiste en observarse en el espejo de su propio pasado, como si el reflejo todavía respondiera al presente. Cristina sigue bailando en el balcón, pero el público se fue. Y lo que queda no es épica ni mística: es el eco de una música que ya dejó de sonar

Por Sergio Fernández