Para las personas en búsqueda de un hijo con ayuda de la ciencia de la reproducción, es complejo dar por terminado el intento o pensar en otras posibilidades. La penetración de los mandatos culturales y el debate sobre la felicidad en las recomendaciones de los especialistas y en las vivencias de dos mujeres que no pudieron ser madres
Hace unas semanas una lectora llamada Marisa me envió un correo electrónico que, entre otras cosas, decía lo siguiente: “Hola. Recibí tu newsletter y el tema que me interesaría que pudieras explorar, si es posible, es qué pasa con las personas que buscamos quedar embarazadas, incluso hicimos tratamientos, y nada funcionó. En mi experiencia personal, no he encontrado ningún lugar o libro que hable sobre el tema. Todo lo que escuché siempre, de primera mano o a través de historias que la gente te cuenta, es de personas que trataron y lo lograron a pesar de las dificultades. Pareciera que nadie habla de las personas que no tuvimos un resultado positivo. Es como si de alguna manera estuviéramos invisibilizadas. Sí he encontrado cosas sobre las personas que deciden no tener hijos, pero no me siento representada. Yo no decidí esto, no siento que sea lo mismo”.
Después de leerla me quedé pensando en muchos de los casos que conozco. Incluso en la historia de Natalia, una de las protagonistas de El deseo más grande del mundo, que después de muchísimo padecimiento físico e intentos frustrados, un día se encuentra con su oftalmóloga que le dice: “Yo conozco eso, sé cómo es y dije basta. ¡Sabés todos los viajes a Europa que me habría pagado con lo que gasté en los tratamientos! Ahora me dedico a viajar con mi marido, a pasarla bien, a mi carrera, a hacer cursos… ¿Y sabés qué? Soy muy feliz”.
Marisa tiene razón. Este discurso está invisibilizado. No todo vale la pena por tener un hijo y hay un momento en el que hay que decir “basta”: poner límites es saludable. Mensajes exitistas y romantizados como “todo vale la pena”, “tu puedes”, “nunca rendirse”, “después del esfuerzo viene la recompensa” e incluso Voy a ser madre a pesar de todo (el libro de la periodista Marisa Brel, allá por 2010, uno de los pioneros) empujan a las personas a dejar su felicidad, su pareja y hasta su salud en un camino que es absolutamente incierto. Pues no depende de ellas, no tienen el control de que llegue el embarazo, ni hay certezas de cómo va a terminar. E inyectan una buena dosis de culpa a la idea de parar, como si esto fuera una derrota personal, lo que hace más difícil tomar la decisión a tiempo.
Aún recuerdo las palabras del psicólogo Miguel Espeche, a quien invité a la presentación de la primera edición de El deseo más grande del mundo en la Feria del Libro de Buenos Aires, en abril de 2016. Él dijo: “La vida puede ser fértil y fecunda más allá del resultado de la búsqueda. Y si no, se trata de construirla con este norte”.
Esto me quedó resonando durante muchos años, y lo llevé a cada una de las charlas que di sobre el tema. Entendí que la mejor manera de atravesar la búsqueda de un hijo es seguir teniendo proyectos alternativos y estar enfocados también en ellos, algo que luego nos hace más fácil tener un plan B.
La psicóloga Agustina Vera convoca a las personas a descubrir hasta cuándo intentarlo e invita a preguntar si lo hace por una cuestión de mandato o porque “hay que ser madre para pertenecer” (Pexels)
En sintonía con el mensaje de Marisa, hace pocos días, leyendo el libro In Vitro, de la escritora mexicana Isabel Zapata, me topé con este párrafo: “Si es difícil encontrar voces de las mujeres que decidieron no ser madres, hallar las de quienes quisieron serlo pero no pudieron es prácticamente imposible”.
La española Miriam Aguilar, ex paciente de fertilidad y quien se está formando en psicoterapia Gestalt, empezó a predicar desde su cuenta de Instagram, @holasoymir, su historia: después de siete años de búsqueda en los que perdió cuatro embarazos y un tratamiento que no resultó, dijo “hasta acá llegué, no quiero seguir postergando más una felicidad que tenía antes de empezar”. Hoy, trece años después, no se arrepiente y hasta lo reivindica. Se dedica a acompañar a otras, a través de círculos de mujeres.
En un vivo de Instagram (que puede verse en @agustinavera.psi) con la psicóloga argentina Agustina Vera, especialista en estos temas, Miriam habla del silencio en el que vivió su búsqueda, lo que la hizo sentirse más aislada, más presionada por seguir adelante, sin alguien que pudiera asesorarla y ayudarla a ver con más claridad sus alternativas.
También llama a las personas a hacerse preguntas para descubrir hasta cuándo; si seguir es una cuestión de mandato, de necesidad de estatus social porque “hay que ser madre para pertenecer”, o realmente es una decisión íntima y consciente que parte del deseo. Si el impulso son las ganas de volver a intentarlo o el miedo a no lograrlo y entonces qué.
“En el mandato de seguir a toda costa, hay una brutal autoexigencia”, reflexiona. Tener presente la posibilidad de decir “hasta acá” brinda un tremendo alivio, les da a las personas un plan, un rumbo, un plazo que luego puede correrse porque es muy personal, sin tener que rendirle cuentas a nadie.
“Es importante -agrega Vera- pensar quizás en otros modos de acceder a la experiencia. Porque se trata de eso, de una experiencia única y singular, que cada unx deberá transitar con sus preguntas, con sus recursos, y con sus limitaciones”.
Miriam dice que muchas mujeres se sorprenden cuando ella les cuenta que es plenamente feliz. Y agradece que su pareja haya estado en sintonía con este proceso, porque entonces las cosas son mucho más fáciles.
La psicóloga argentina Agustina Vera (@agustinavera.psi)
¿Quién dijo que para ser feliz hay que tener hijos?
“Menuda responsabilidad para ese hijo que la felicidad de sus padres dependa de él. Menuda carguita en los hombros que trae antes de nacer”, sostiene irónica otra española, Marian Cisterna, quien también desde las redes sociales (con @GrupoHello) ayuda a otros.
Tiene su propia historia a cuestas: varios tratamientos, pérdidas de embarazos, un diagnóstico de esclerosis múltiple que la hizo ponerse el límite.
Entrevisté a Marian para el podcast El deseo más grande, cuyo episodio saldrá en unas semanas (podés suscribirte aquí para escucharlo), y me contó sobre el día en que se dio cuenta de que tenía que parar: “¡Fue un abismo y una tristeza tan grande, y un desasosiego y un enfado con el mundo! Todas las emociones que tenemos en reproducción asistida, elevadas a la máxima potencia y juntas”.
Ella también da fe de que hay muchas alternativas a los hijos para ser felices (en términos estrictos, tener hijos tampoco nos lo garantiza). Dice que cuando se acuerda de su bebé que perdió, de lo que podía haber sido su vida de madre, no le produce tristeza, sino algo como la añoranza de un país donde vivió y ya no vive. “Pero soy muy feliz -agrega-: tengo gente que me quiere, tengo un sol que amanece para mí cada mañana, tengo un don a explotar que me salva de todo, y un proyecto”. Marian recomienda a quienes atraviesan tratamientos aprender a gestionar muy bien las expectativas: “La vida te lleva y te hace los planes que ella quiere”.
Es importante reflexionar sobre los mandatos que pesan sobre nosotros en torno de la ma/paternidad, de dónde vienen, cuáles nos sirven y cuáles no. “Se trata de comenzar a escucharse; si el monto de angustia ya supera el entusiasmo por cada tratamiento, si aparecen la falta de ganas o la dificultad de sostener las rutinas necesarias en los tratamientos, si dudamos acerca de si encarar otro procedimiento, si estamos cansadxs de poner el cuerpo de esa manera, si nos comenzamos a imaginar sin el hijx, si comienza a aparecer la idea o pregunta de qué pasa si nunca sucede, es momento de frenar, de quizás comenzar un espacio terapéutico y comenzar a trabajar en qué hacer con esta frustración y el dolor que implica”, me dijo Vera. No hay un tiempo límite igual para todos, cada persona deberá encontrar el suyo.
La española Miriam Aguilar es una ex paciente de fertilidad: en siete años de búsqueda, perdió cuatro embarazos hasta que decidió dejar de intentarlo (@holasoymir)
Dos cosas facilitarían todo este proceso, entendiéndolas más claramente a nivel personal y social:
1. Aceptar que hacer tratamientos de fertilidad implica un gran padecimiento.
2. Ser realistas sobre las bajas chances de éxito de los tratamientos de fertilidad (un 30 por ciento es el estándar mundial; 45 por ciento si es con óvulos donados). Y cuantos más tratamientos, más bajas las chances según las estadísticas de la comunidad científica.
Es difícil convivir con la incertidumbre. La pregunta que resuena en las personas es: ¿qué me deparará la vida más adelante, sin hijos? Nadie lo sabe.
Uno de los fantasmas frente a la idea de dar vuelta la página es la soledad en nuestra vejez, quién nos acompañará o cuidará entonces, como si la paternidad fuera una caja de ahorro. Ir tan lejos no tiene ningún sentido; tampoco sabemos si ese hijo estará con nosotros, si llegaremos a la vejez, si querremos en el futuro que esto sea de tal manera.
También está la noción de la trascendencia muy asociada a los hijos, como si la descendencia nos hiciera menos dolorosa la finitud de la vida. Sobre esto la escritora española Silvia Nanclares en su libro Quién quiere ser madre, cita a la filósofa Marina Garcés, quien dice: “Con su muerte aprendí algo que en la filosofía no había sabido leer o comprender. Que nuestra finitud, la humana, no es nuestra mortalidad. Que no somos finitos cuando morimos, sino cuando nos sentimos impotentes y arrastrados por la inercia de lo que no queremos vivir”.
Dice Miriam Aguilar: “La vida me ha puesto este límite y aceptarlo no es rendirse ni resignarse. No es ‘no puedo más’, si no, ‘no quiero más’”. “Descubrir la posibilidad de elegir, no sin angustia -agrega la español- es un gran aprendizaje”.
La gran pensadora Simone Weil (filósofa, activista política y mística francesa, a quién recomiendo enfáticamente buscar y leer), dice que el dolor conduce al crecimiento.
Por Luciana Mantero-Infobae