Ojalá la política y las elecciones se definieran tan fácilmente como mover una ficha de ajedrez en el tablero. Pero la realidad se resiste.
Seguro que sí! Ya verá usted, lector/a que el ganador de las primarias sacará el 100% de los votos este domingo 22. ¿Cómo? Claro, porque es lo que se desprende de esa frase: la enorme mayoría –que tienen una cabeza de chorlito, que no piensan– frente a la urna (aunque nadie lo vea) se hará “amiga del campeón”, para no quedar afuera de la corriente social. ¿Acaso no es así? Ah, ¿no? Entonces, ¿cómo es?
Esto parte de otro prejuicio, a saber: “la gente” (que no existe, lo decimos por millonésima vez, existen segmentos diferenciados) se deja influir, se deja llevar por la opinión de los demás, por la publicidad, por las promesas vanas de un amor, por lo que dicen las redes, por los formadores de opinión, por la dádiva del puntero, etc. ¿Y usted, lector/a? “Yo nooooo, de ninguna manera, pero vio cómo es la gente…”. Es universal: en todos lados todos pensamos que no somos influenciables, pero la mayoría sí lo es. Hay algo que no cierra.
Si hubiese voto a ganador, Scioli debería haber sido presidente y Aníbal Fernández gobernador, Menem no debería haber bajado del ballottage con Kirchner y Massa debió ser presidente en 2015. Pero eso sucedió. ¿Por qué? Porque el “voto a ganador” es un fenómeno marginal. La gran mayoría vota en función de sus valores, sociológicamente hablando.
Existe un error habitual cuando se habla de la famosa “espiral de silencio”. Ese concepto desarrollado por la ya fallecida especialista alemana Elisabeth Noelle-Neumann dice que ciertos segmentos de la población captarían los cambios de los climas de opinión y que, para no quedar fuera de la corriente mayoritaria, termina volcándose electoralmente hacia lo que opina la mayoría. Para la autora, las preguntas sobre quién cree que ganará anticipan los cambios en el clima de opinión y en las conductas electorales. Sin embargo, mucha gente politizada confunde la espiral de silencio con el “voto vergonzante”, es decir, silencio mi opinión porque no cuaja con mi medio social. Ese vergonzante obviamente existe: sin ir más lejos, en parte lo hemos visto en la elección del 13 de agosto con el candidato de La Libertad Avanza.
Ahora, ¿tenía razón Noelle-Neumann? No, al menos en la Argentina (perdón doctora). Para no perder tiempo, ni asignarme méritos, recomiendo leer el libro Qué tenemos en la cabeza cuando votamos, del colega Hugo Haime, en donde desarrolla específicamente este tema. Ahí muestra con evidencia empírica que la creencia en quién va a ganar no necesariamente se correlaciona con la intención de voto. Es más, muchas veces detectamos lo inverso: una corrida hacia el segundo para equilibrar los tantos, por el temor que genera el que se percibe que triunfará (ojo con este detalle este domingo 22).
El hecho de creer que “la mayoría vota a ganador” lleva la política a tratar de difundir encuestas donde los muestren ganadores o al menos muy competitivos. Por lo tanto, aparecen operaciones en los medios tratando de instalar una tendencia y así volcar a los electores “incautos” hacia el bando probablemente triunfante, en función de la teoría de la espiral de silencio. Pues, si hubiese sido por los sondeos preelectorales, el libertario debería haber salido tercero, pero parece que ocurrió algo distinto…
Acá vuelvo a abusar del colega Haime, ya que en el citado libro expone con claridad que no hay evidencia empírica respecto a que la publicación de encuestas a favor de un candidato vuelca la tendencia previa. Es más: los desajustes que está mostrando el instrumento en muchas oportunidades –amplificado por algunos medios– termina haciendo dudar a todo el mundo, más allá de la honestidad o no de los profesionales a cargo.
Por consiguiente, se debe ser muy cauto respecto a los efectos de diversos elementos que giran alrededor de la cabeza de un votante en el período inmediato anterior al día de la elección. Ya se mencionó a la corriente social predominante y a la publicación de encuestas como factores no positivos. Un tercer mito se corresponde con la incidencia de las estructuras territoriales, que llevan a muchos ciudadanos a votar o los condicionan mediante algún tipo de ayuda social, lo cual obviamente le daría un hándicap al oficialismo de turno, pero sobre todo se le asigna ese plus al peronismo.
Ese análisis parte de la base de que los votantes son cabezas vacías que alguien se las llena, sin tener en cuenta qué piensan aquellos previamente al desarrollo de las campañas. Sin irnos lejos en la historia, este año se quebraron a nivel provincial varios predominios políticos provinciales, la mayoría de larga data: Santa Cruz, Chubut, Neuquén, San Luis, San Juan, Chaco y Santa Fe, y quizá se sume Entre Ríos, es decir, un tercio de los distritos (amén de lo que puede suceder a nivel nacional). En teoría, los respectivos oficialismos deberían haber podido incidir fuertemente en las decisiones individuales… pero pasaron cosas.
Como siempre decimos los consultores, si nos dan a elegir entre tener suficiente aparato y tener poco, la respuesta es obvia. Pero los conocedores finos del territorio de las distintas fuerzas políticas coinciden en que la estructura puede incidir en 2 o 3 puntos de votación como máximo. Cuando existe una ola de opinión pública, no hay aparato, ni dádiva que la frene. A riesgo de ser reiterativo, Milei jamás podría haber ganado en 16 distritos, en muchos lugares sin fiscales, sin dirigentes, sin pasacalles, etc. En todo caso, al peronismo (y a los oficialismos en general) este año lo territorial le rindió menos que nunca.
“¡Pero Milei ganó porque el peronismo le llevó gente a votarlo!”, diría un crítico de mis argumentos. El lector/a se podrá imaginar que uno recolecta una infinidad de anécdotas que hablan sobre cómo se produjo la movilización en distintas geografías. Ojalá la política y las elecciones se definieran tan fácilmente como tomar una ficha de ajedrez y moverla en el tablero. Las fichas nunca se resisten a ser manipuladas en ese juego. Pero la realidad no es un tablero.
Por Carlos Fara