Los Reyes de Orange-Nassau se casaron el 2 de febrero de 2002. Llevaban tres años juntos y el pueblo holandés se había enamorado de la naturalidad de la argentina. Pero el Parlamento de ese país estuvo a punto de no aprobar el casamiento y la novia fue sometida durante meses a una exhaustiva investigación por orden de la Reina Beatriz. Sus días en Aruba
Ahora celebran su aniversario con su heredera, Amalia, en el mismo lugar que hace veintiún años se sumó a la lista de secretos infranqueables en torno a la boda real, la isla a la que volaron en un clima de hermetismo total veintiún años atrás, después de cumplir con los compromisos oficiales y familiares posteriores a la fiesta. Máxima y Guillermo Alejandro de Orange-Nassau bailan con su hija mayor –también tienen a Alexia y Ariane– en las calles de una Aruba en pleno carnaval y es imposible no recordar la historia oficial del día en que se conocieron, en la Feria de Sevilla de 1999. Aquella vez él la sacó a bailar y ella le dijo: “You are made of wood” (“Sos de madera”). Fue amor a primera vista: no tardó en mandarle a su madre, la reina Beatriz, una foto de la economista criada en Barrio Norte –que entonces era vicepresidenta de ventas institucionales del Deutsche Bank en Nueva York– con la leyenda “es ella”.
Aruba forma parte de las Antillas Holandesas y fue el último destino de la luna de miel de los aún príncipes. No es casual que el primer viaje oficial de su primogénita sea en las mismas playas en que ellos fueron felices desde el principio, una isla con ritmo y calor caribeño donde pueden ser tan espontáneos como permite el protocolo, e incluso relajarse un poco más. Es la primera vez que vuelven como reyes, pero la prensa local no nota diferencias en el trato ni la actitud después de más de una década: “En el Festival BonBini la reina Máxima bailaba con la comparsa unos pasos delante del rey, aunque se supone que siempre debe ir detrás. Los dos parecían divertirse en serio y se mezclaban entre los bailarines típicos, igual que la princesa Amalia”, cuenta a Infobae el periodista y estilista arubeño George Bislip.
La pareja real celebra el 21° aniversario de casamiento en Aruba, la isla a la que volaron después de los compromisos oficiales
En febrero de 2002 Aruba fue un remanso esperado tras una celebración tan alegre como tensa: la novia recién había podido reunirse con sus padres en Londres después de la fiesta en el Palacio Real de Amsterdam. Jorge Zorreguieta y María del Carmen Cerruti Carricart no habían podido participar de la ceremonia en la Nieuwe Kerk porque el padre de Máxima fue funcionario de la dictadura militar. La imagen de la princesa argentina secándose las lágrimas con un pañuelito blanco que acababa de sacar de la manga de su Valentino tras escuchar el tango preferido de su padre, Adiós Nonino, en su boda real, permanece como la prueba dolorosa del momento más agridulce de su vida.
Esa foto de Máxima llorando en su casamiento sin soltar jamás la mano de Guillermo Alejandro de Holanda, marcó una nueva era en la forma de entender y contar a la monarquía europea: detrás del cuento de hadas de la princesa plebeya también hay príncipes decolorados y princesas que sufren. Y sin embargo, la diferencia con la entonces aún reciente tragedia de Diana de Gales era abismal; Máxima no llegó a esa catedral medieval engañada ni con la inocencia de la británica, los meses previos a esa mañana del 2 de febrero de 2002 habían sido lo más parecido a un calvario para ella.
En uno de los días más importantes de su vida, cuando contrajo matrimonio con el rey Guillermo de Holanda, Máxima rompió en llanto en un momento de gran emotividad AFP
Estaba enamorada, aceptaba y quería a Alex –como llama cariñosamente al hoy rey de Holanda– aunque tenía claro que ni ese momento ni los que vendrían serían sólo perdices y felicidad. Junto a los acordes del bandoneón, comenzó a escribirse un relato inédito: Máxima fue la primera de una era de princesas que ya no están obligadas a fingir perfección; el pueblo holandés ama su sonrisa, pero también le permite llorar y se conmueve con ella. Lo que adoran en la princesa argentina es que se emocione, que demuestre lo que siente, la misma naturalidad que conserva hasta hoy más allá del protocolo.
Astor Piazzolla compuso Adiós Nonino como un homenaje al morir su padre, pero en aquella ceremonia el tema cobró otro significado: aunque Jorge Zorreguieta aún estuviera vivo, Máxima se estaba casando como una huérfana. Ni siquiera su madre –María del Carmen Cerruti Carricart– participó de la ceremonia, y era evidente entonces para los 900 millones que siguieron la transmisión en todo el mundo que la novia lloraba su ausencia. En ese mismo instante se transformó en la figura más querida de los Orange-Nassau y elevó con ella la popularidad de toda la casa real. Todavía sonaba la canción cuando, como si lo supiera, la sonrisa amplia que con los años se volvió su sello personal, asomó luminosa entre las lágrimas.
La imagen de la princesa máxima secándose las lágrimas con un pañuelito blanco tras escuchar el tango preferido de su padre, Adiós Nonino, en su boda real, permanece como la prueba dolorosa del momento más agridulce de su vida.(REUTERS/Jerry Lampen)
Aquel 2 de febrero del que hoy se cumplen dos décadas, Máxima estuvo rodeada por sus hermanos y sus amigas de toda la vida, pero a sus padres no les quedó otra que seguir el casamiento de su hija casi como cualquier espectador plebeyo: por televisión desde un hotel en Londres. Era imposible no pensar en ellos ante las palabras del pastor Carel Ter Linder, que celebró la boda: “Querida Máxima, habrás tenido momentos en los que te preguntaste: ‘¿Tengo que hacer esto? ¿Tengo que ir con él a otro país tan lejano? ¿a un país distinto, a un pueblo distinto, con otra historia, otra identidad, otra cultura?’ Seguro que a veces habrás escuchado voces interiores que te decían: ‘Regresa, hija mía, regresa a tu pueblo’”.
El costo del camino que había elegido junto a Alex se había fijado definitivamente el día que tuvo que pedirle a su propio padre que no fuera a su casamiento. Esa había sido la condición para que el parlamento holandés aprobara el matrimonio del heredero del trono con la hija de un funcionario de la dictadura argentina, y ella tuvo que ocuparse personalmente de que así fuera. La resolución favorable llegó después de arduas negociaciones y de meses en que no sólo el pasado de su padre y su eventual participación en los crímenes del gobierno de facto fueran sometidos a una exhaustiva investigación: también la vida privada de la futura princesa estuvo bajo la lupa por orden de la reina Beatriz.
Hasta entonces, la monarca siempre había influido en la vida sentimental de su hijo e incluso había echado del palacio a su novia anterior, la azafata Emilie Bremers, por no considerarla una consorte adecuada: era hija de un dentista que se había mudado a Bélgica para evadir impuestos, y eso le dio una excusa a Beatriz para vetarla, ya que su perfil nunca le había cerrado. Al principio, aunque Máxima le cayó bien, tampoco le pareció tan buena idea: era plebeya, latinoamericana, vivía en los Estados Unidos y no hablaba una palabra en holandés. “¿No podrías haber elegido algo más fácil?”, le preguntó a su hijo.
Una imagen de octubre de 2001, cuando Máxima y Guillermo eran novios. AFP PHOTO JUAN VRIJDAG ****
Pero Guillermo Alejandro estaba decidido. Viajaba a Nueva York, llamaba a Máxima por teléfono a diario y le mandaba todo tipo de regalos. Cuando la relación se consolidó, la argentina fue estratégicamente trasladada a Bruselas como representante del banco en el que trabajaba ante la Unión Europea. La prensa tendría las primeras noticias sobre la pareja a fines de agosto de 1999, cuando llevaban cinco meses juntos. Pronto, Máxima conoció a sus futuros suegros en el palacio de Huis ten Bosch. El príncipe también conocería a la familia Zorreguieta en Villa La Angostura, en la Patagonia argentina, un destino al que, como buenos amantes de los deportes de invierno, regresarían cada temporada. De hecho, fue en una pista de patinaje sobre hielo donde él le propuso casamiento el 19 de enero de 2001, un año antes de la boda. Pero antes de eso tuvieron que superar varias pruebas.
Las tensiones comenzaron a principios del 2000, cuando Máxima pasó sus vacaciones en la India, cerca de la familia real. Mientras el primer ministro holandés Wim Kok admitía públicamente que la relación “de amistad” existía, grupos de Derechos Humanos denunciaron la participación de Jorge Zorreguieta en la dictadura argentina que tomó el poder después del golpe del 24 de marzo de 1976. El padre de la novia había sido, sucesivamente, subsecretario y secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca, una de las áreas con mayor presupuesto del gobierno militar. La foto de Jorge Rafael Videla tomándole juramento apareció en la portada de todos los diarios de los Países Bajos. Era un escándalo, sobre todo en un país tradicionalmente comprometido con la defensa de los Derechos Humanos, que además había recibido a muchos exiliados argentinos durante los años de plomo.
Como Holanda es una monarquía parlamentaria, es el Parlamento el que debe aprobar el casamiento del príncipe heredero. Y con ese antecedente, no era difícil anticipar que la pareja no conseguiría el visto bueno oficial. Si tener un padre evasor, como el de Bremers, ya era una mancha para cualquier aspirante a princesa, las chances de Máxima no parecían mejores, salvo por un detalle: esta vez, el príncipe estaba absolutamente determinado a seguir su corazón y ya había hecho saber a su familia que, de ser necesario, estaba dispuesto a renunciar al trono.
El primer ministro Kok estaba alarmado: el deseo de Guillermo Alejandro podía derivar en una crisis institucional de consecuencias insospechadas para la corona. Fue por eso que le asignó a la cuestión la dimensión de un asunto de Estado. Convocó al historiador especialista en América Latina Michiel Baud y le encargó una investigación confidencial sobre la actuación de Jorge Zorreguieta en los crímenes de la dictadura militar. Lo central era saber hasta qué punto el padre de Máxima estaba involucrado en la desaparición de personas.
“Sólo tiene cuatro meses y no puede comentarle esto a nadie”, le dijo el premier a Baud, según relata una crónica de la época. Kok repetía la fórmula usada muchos años antes, cuando un escándalo de ribetes similares amenazó el compromiso de la reina Beatriz. Al anunciar su casamiento con el alemán Claus von Amsberg, trascendió que había sido soldado del régimen nazi. Por entonces, también se designó una comisión de historiadores para analizar el pasado del novio. La boda se anunció sólo después de que los expertos determinaron que el príncipe Claus no había cometido ningún crimen ni era responsable de actos antisemitas.
Baud entregó el dictamen en tiempo y forma, pero fue lapidario: si bien no había pruebas de la participación de Jorge Zorreguieta en ningún crimen, era imposible que un funcionario de su rango desconociera lo que ocurría en el país en esos años. Kok tuvo entonces la certeza de que el Parlamento holandés no iba a aprobar la boda real, a menos que se le ofreciera algo como compensación. La moneda de cambio fue fijada por el propio primer ministro: el padre de la novia no podría asistir al casamiento.
Máxima con su familia, en su juventud
El informe llegó el mismo día en que Guillermo le pidió formalmente la mano a Máxima mientras patinaban sobre hielo: ella sí había superado una incisiva investigación sobre su propio pasado. Es que un escándalo entonces reciente en una casa real cercana obligaba a la Reina a una precaución extra. El príncipe heredero Haakon de Noruega acababa de comprometerse con Mette-Marit, una madre soltera con un historial de drogas y filtraciones de videos sexuales, que además había pasado por un reality buscando novio, y cuyo ex –el padre de su hijo– era un traficante que estaba preso y había hecho fuertes declaraciones desde la cárcel en cuanto supo que Mette-Marit iba a casarse con Haakon. Beatriz no podía permitir que algo así ocurriera en Holanda: le encargó la misión de hurgar en la intimidad de Máxima a servicios de inteligencia extranjeros e investigadores privados que revisaron su vida en Nueva York, Buenos Aires, la Patagonia y Bélgica. No quería fotos, videos o ex amantes sorpresa al estilo noruego.
También la prensa buscaba con avidez alguna historia oculta para revelar sobre la futura princesa argentina. No la encontró. Solo apareció el video de una fiesta de casamiento en la que se la ve alegre, fumando, y tal vez con alguna copa de más. Un canal holandés se lo compró a un conocido de Máxima en Buenos Aires con la idea de generar una nota picante. “Pero su efecto fue fantástico. A la gente le encantó que la futura reina fuera capaz de divertirse en una fiesta como una persona normal”, dijo por entonces un periodista local. El pretendido revuelo sólo echó más leña a la “maximanía”: los holandeses no podían amarla más. Con el pueblo de su lado, el informe secreto del Palacio Real fue concluyente: no había antecedentes personales en la vida de Máxima que pusieran en riesgo la boda. Pero quedaba por delante encarar la negociación con su padre.
El primer ministro Kok envió entonces al ex canciller Max van der Stoel y al profesor Baud a un encuentro secreto con Jorge Zorreguieta en Nueva York para discutir su ausencia en la ceremonia. Los registros de la época dicen que la reunión, en un hotel cercano al Central Park, empezó de modo cordial, pero concluyó abruptamente cuando el padre de la novia aseguró que hasta 1984 no había tenido idea de lo que ocurría en su país. Claro que Zorreguieta no habló de desapariciones, sino de “excesos” y, para los holandeses, esa postura fue inaceptable. Hubo otro encuentro, con nuevos emisarios, en Bariloche: también fracasó. El “señor Z”, como era llamado por los negociadores holandeses, insistía en que se estaba cometiendo una injusticia con él y se negaba a ceder el rol de padrino en el casamiento de su hija.
El último cónclave, en San Pablo, veinte días antes del anuncio del compromiso, parecía destinado a correr la misma suerte. Los dos enviados de La Haya salieron de la suite frustrados: Zorreguieta no perdía la esperanza de ir a la boda y pidió hablar a solas con su hija y el príncipe. Durante la hora que duró la charla que iba a definir el resto de sus vidas, hubo argumentos y hubo lágrimas, pero sobre todo, hubo una verdad tan dolorosa como incontrastable que tuvo que pronunciar Máxima: “Papá, vos no podés venir”.
Jorge Zorreguieta comprendió finalmente al escuchar a su hija que no había nada por hacer, salvo evitar que Máxima pagara un costo todavía más alto por una decisión tan irreversible como el pasado. Entonces la abrazó, salió del cuarto y le dijo a los emisarios holandeses: “¿Dónde tengo que firmar?”. En solidaridad con su marido, María del Carmen, la madre de Máxima, tampoco asistiría a la boda real. Su hija se casaría con el príncipe heredero, que no tendría que resignar la corona a favor de su hermano, Johan Friso, pero ellos no iban a estar ahí para celebrarlo junto a ella.
La reina Máxima en su visita a Aruba
El 30 de marzo de 2001, la Reina Beatriz anunció oficialmente por televisión el compromiso de Guillermo Alejandro con Máxima Zorreguieta. “Es un hombre bueno que actuó en el gobierno equivocado”, dijo ella sobre su padre, en un holandés fluido con el que sorprendió a la audiencia. El público desconocía la magnitud del sacrificio que había detrás de esa declaración estudiada, pero la quiso inmediatamente por esa voluntad para adaptarse al idioma y las costumbres de su nuevo país.
Diez años después, en 2011, la popularidad de Máxima había crecido tanto que, el mismo Parlamento que estuvo a punto de impedir la boda, votó para que pudiera ser reina consorte cuando Guillermo fuera coronado. “Tan enamorada de Máxima como su pueblo, la misma Beatriz fue la que pidió que se modificara la ley que indicaba que debía ser princesa, como lo fue Claus en su momento”, dice desde Aruba George Bislip y cuenta que entre los imperdibles de los reyes en la capital de Oranjestad está comer la tradicional cazuela de mariscos en los jardines tropicales de Papiamento, el restaurante preferido de la suegra de Máxima, que hasta tiene una sala nombrada en su honor.
Cuando en enero de 2013 la entonces soberana se despidió de los neerlandeses antes de abdicar en favor de Guillermo Alejandro, tuvo otro gesto con la madre de sus nietas que compensaba las dudas iniciales. En un discurso televisado, Beatriz recordó que su “mejor decisión” había sido casarse con Von Amsberg. Era un paralelismo con Máxima, “con su gran corazón y sentimiento puro para las relaciones personales”, según la describió. Dijo que era “una bendición” que su nuera pudiera “desempeñar un papel especial” junto al futuro rey.
La princesa que lloró de tristeza en su boda, estaba lista para convertirse en la reina más popular de Europa, y ahora nadie tenía dudas al respecto. Tal vez sin saberlo se había preparado toda su vida para eso igual que ahora lo hace con total conciencia su hija Amalia. Mientras bailan con su rey en las calles de Oranjestad como si no les pesara el compromiso, este debut oficial de la heredera del trono de los Países Bajos es el resultado más cabal del camino elegido por Máxima hace veintiún años. Esa argentina cuya sonrisa luminosa nunca escondió las dificultades es también la madre de la futura reina.
Por: Mercedes Funes–Infobae