El radicalismo podría reinventarse, pero primero tendría que recordar quién fue. Y para eso, tendría que animarse a hacer lo que mejor supo hacer en sus días de gloria: política.
Cuenta la leyenda griega que, cuando los dioses del Olimpo sintieron que los mortales ya no los adoraban como antes, comenzaron a marchitarse. Zeus perdió el rayo, Poseidón vio evaporarse sus mares y hasta Hermes, el más pícaro y adaptable, tropezó con su propio caduceo. Sin creyentes, los dioses mueren. Sin militantes, los partidos también.
El radicalismo, que alguna vez fue el dios de la democracia, hoy es un busto polvoriento en el despacho de algún intendente. Los viejos templos de la UCR ya no retumban con la voz de Alem gritando “¡que se rompa, pero que no se doble!”, sino con el eco de las peleas entre progresistas y conservadores que quieren “acuerdos” con el gobierno libertario. La última vez que el radicalismo se rompió, al menos tenía ideología: la UCR del Pueblo y la UCR Intransigente disputaban el rumbo del país con ideas. Ahora, los radicales discuten si es mejor claudicar de pie o sentados.
El radicalismo: entre la nostalgia y la irrelevancia
En un salón de paredes descascaradas, bajo un retrato descolorido de Alfonsín, un grupo de dirigentes discute acaloradamente. No por el rumbo del país ni por una gran reforma política, sino por un tema de vital importancia: ¿quién trae las empanadas para la próxima reunión?
Mientras algunos sugieren comprar en la tradicional casa de empanadas de la esquina (“como siempre se hizo”), otros más modernizadores plantean pedir por aplicación (“porque hay que adaptarse a los tiempos”). Unos pocos, radicales rupturistas, osan mencionar la posibilidad de probar sushi, provocando miradas de horror y murmullos indignados. La reunión termina sin acuerdo, con una nueva fractura en el centenario partido: los empanadistas tradicionales, los innovadores del delivery y los subversivos del sushi.
Es así como esta pequeña sátira que acabo de relatarles se convierte en un diagnóstico de mi partido, la UCR. Un espacio paralizado, discutiendo a destiempo mientras el mundo gira a su alrededor.
No es que el radicalismo haya muerto oficialmente. No hubo cortejo fúnebre ni crespones negros en las puertas de los comités. Pero el duelo es evidente. Hace tiempo que el partido camina como un cadáver político que no termina de caer, sostenido por la inercia de su historia y por dirigentes que temen admitir lo obvio, que ya nadie los ve como protagonistas de nada.
En un país donde Milei gobierna como si estuviera en una guerra santa contra el “estatismo maligno” y el peronismo busca desesperadamente un nuevo mesías, el radicalismo parece el típico tío en la fiesta de fin de año: demasiado viejo para la pista de baile, demasiado sobrio para el descontrol, pero demasiado terco para irse a casa.
Se suponía que debía ser la gran fuerza opositora, la contracara institucional y republicana del “caos libertario”. Pero en lugar de pararse con firmeza, se dedicó a estudiar con cautela la velocidad del viento. Unos miran con simpatía a Milei, otros intentan desmarcarse con tímidas críticas, y la mayoría simplemente espera, como si la historia fuera a resolver sus problemas mágicamente.
La crisis de representación de los partidos tradicionales tiene al radicalismo como un protagonista de lujo. Lo curioso es que no tiene un problema de estructura, sino de espíritu. Posee una red territorial sólida, intendentes que gobiernan en varias provincias y un partido que, en los papeles, sigue siendo una maquinaria electoral potente, pero sin una identidad clara. ¿Es progresista? ¿Es conservador? ¿Es oficialista o es opositor? Nadie lo sabe porque los propios radicales tampoco lo tenemos en claro.
La historia del radicalismo es una historia de divisiones. En 1957 se partió entre la UCR del Pueblo y la UCR Intransigente. En los ’80, Alfonsín y los sectores más progresistas intentaron aggiornarlo a una época democrática y moderna, pero en los ‘90 terminó subordinado al liderazgo de De la Rúa en la Alianza, con el desenlace ya conocido: el helicóptero y la implosión total del gobierno. Desde entonces, la UCR ha vivido a la sombra de otros liderazgos: primero de Kirchner, después de Macri, y ahora de un Milei al que algunos radicales miran con temor y otros con resignada simpatía.
Hoy, nuevamente, el radicalismo está al borde de la ruptura. Lousteau y Manes se preparan para competir internamente con un discurso de reconstrucción progresista, mientras que los sectores más conservadores se inclinan por un pragmatismo acuerdista con el gobierno libertario. En otras palabras, la UCR está discutiendo si quiere volver a ser algo o si prefiere seguir siendo la eterna muleta de otros.
Milei y la política como acto de fe
No es que Milei haya inventado nada nuevo. El libertario entendió lo que los partidos tradicionales olvidaron, que la política se hace con convicción y audacia. Mientras la UCR se acomodaba en la tribuna para ver a quién le gritaba más fuerte, Milei se llevó la pelota y les cerró la cancha. No le teme al conflicto, no le tiembla el pulso y no tiene problemas en incendiar puentes. El radicalismo, en cambio, quiere construirlos con naipes.
Milei ganó porque entendió que la política no es administrar sino creer. Y ese es el problema de los partidos tradicionales: no creen en nada. Perdieron la fe en sí mismos. La UCR tiene miedo de romperse cuando en realidad ya está hecha trizas.
La pregunta es si el radicalismo tiene la capacidad de volver a generar sentido. Si puede construir una narrativa potente y, sobre todo, si tiene dirigentes dispuestos a arriesgar algo más que su cuota de poder. Los progresistas (lease Lousteau, Manes, etc) creen que sí. Los conservadores acuerdistas (entiéndase por De Loredo y su caterva libertaria) creen que no hace falta. La historia, tarde o temprano, los obligará a tomar una decisión.
Una pequeña nota al pie: el peronismo, entre la rebelión y la entrega
El otro gran dios del panteón político, el peronismo, no lo está pasando mejor. Se partió en mil pedazos y algunos de sus hijos descarriados votaron con los libertarios para suspender las PASO. Casi 20 diputados de Unión por la Patria le dieron media sanción al proyecto, mientras Germán Martínez –jefe del bloque– se abstuvo, quizás esperando que la historia no lo recuerde. El gobierno de Milei ganó con 162 votos a favor, contra 55 en contra y 28 abstenciones.
El peronismo tiene una tradición de traiciones, pero lo que sucedió con la votación de las PASO es un síntoma de algo más profundo, una crisis de liderazgo que deja a sus dirigentes en un estado de parálisis. Durante décadas, el peronismo se sostuvo por su capacidad de adaptación. Si la realidad cambiaba, el peronismo también. Pero ahora no se trata solo de adaptarse, sino de redefinir su razón de ser. La ausencia de una conducción clara hace que cada dirigente haga lo que le conviene, sin una estrategia común.
El peronismo nunca ha tenido problemas para reinventarse. Lo hizo con Menem en los 90, con Kirchner en los 2000 y con Alberto Fernández en 2019. Pero hoy, sin un líder fuerte ni un rumbo claro, el partido navega en aguas turbulentas, con la posibilidad latente de una fragmentación mayor.
El desafío de la política
Los dioses del Olimpo no murieron porque fueran débiles, sino porque dejaron de inspirar a los hombres. Los partidos tradicionales tampoco mueren porque sean inútiles (aunque a veces lo parezcan), sino porque dejaron de emocionar.
En un país donde la incertidumbre es la norma, los votantes buscan certezas. Y Milei, con su estilo mesiánico, se las ofrece. El radicalismo y el peronismo, en cambio, están atrapados en su propia crisis de identidad.
El radicalismo podría reinventarse, pero primero tendría que recordar quién fue. Y para eso, tendría que animarse a hacer lo que mejor supo hacer en sus días de gloria: política.
Por Alejo Ríos- Diario con vos