Reflexiones sobre el juicio por el asesinato de Fernando Báez Sosa
“Lo que quiero es tomar un vino y fumar flores”, escribió el rugbier Blas Cinalli después del asesinato de Fernando Báez Sosa.
Hemos llegado al punto de la tragedia identitaria de consultar a cada rato las redes para comprobar si todavía existimos. Es lo que le pasó a Ciro Pertossi, uno de los imputados en el crimen de Fernando Báez Sosa. Realizó al menos siete búsquedas en el Google de su celular con frases como “Villa Gesell pelea”, “pelea Gesell”, “misteriosa pelea en Gesell”. Necesitaba “verse”, saber si “existía”. Si era reconocido en las redes sociales por su violencia salvaje, obscena, irracional. Si no estás en las redes no existes.
La competición es por lograr más ojos en tanto canjeables como nueva forma de valor. Da igual que sea un asesinato o una simple agresión. Se necesita golpear, violentar, denigrar, y fundamentalmente grabar, para ser “visto” y ser visto para seguir “existiendo”. Sin filmación no hay heroicidad. Hay algo excesivo que fatiga y ensucia en la hipervisibilidad de la violencia extrema. Hannah Arendt no inventó la banalidad del mal, inventó simplemente un concepto que ilumina ciertos aspectos de nuestras relaciones con el mal. La banalidad no sería uno de los elementos constitutivos del mal, sino una de sus dimensiones. Ese horror que nace de la deshumanización del otro y de la maldad arrasadora de la condición humana.
Uno se encuentra, sorprendentemente, con ambientes de enorme pureza autoritaria sin autoritarios. Con intentos de golpes de estado sin golpistas. Con espacios de una violencia exacerbada, paradójicamente, sin violentos (La presidenta del primer partido de la oposición todavía no ha condenado el intento de asesinato de la vicepresidenta de su país). Esa orfandad deliberada de los silencios cómplices. Es como dice Bernardo Sitges, fundador del Náutico Arsenal Zárate Rugby: “Esto fue “un accidente, peleas así se ven todos los días”. Rugbiers, “copitos”, Revolución Federal: cosas de chicos traviesos, un poco díscolos, indomables.
Los machos, el “Tonto”, y Fernando, “el Negro de Mierda”, anidaron en una tragedia a la que solo le queda la rabia. Demasiado odio, demasiado dolor, demasiado de todo.
Los Machos: “Flasheamos, creo que matamos a uno”, escribió Blas Cinelli. La violencia obscena siempre está ahí. Esa violencia nuestra, de macho cabrío. Tan ligera de piel y huesos. Una violencia que se construye a menudo con la ayuda de las herramientas más eficaces y variadas de la sociedad. Toda vez que transigimos con la violencia la banalizamos, y quedamos atrapados en su banalización. Un golpe, una paliza, un insulto. Todo naturalizado, cotidiano. Machos salvajes que salen de “caza” a pegar como entretenimiento de fin de semana. De Báez Sosa se alejaron “festejando contentos, riéndose”. La violencia ya había sido banalizada, la muerte también.
El “Tonto”: “Lucas Pertossi me decía que yo era el tonto del grupo”, expresó Pablo Ventura. Según el rugbier, el “tonto” no participaba de las peleas. Cuántos “tontos” como Pablo necesita este país, con ese no rotundo a la violencia salvaje, obscena, irracional. El remero fue incriminado falsamente en la agresión.
El “Negro de Mierda”: La violencia sobre el “negro” de clase fue siempre una obsesión concreta de la estructura social dominante y jerárquicamente explotadora. Se necesita inferiorizar para explotar y dominar. El odio de clase estuvo presente: “A este negro de mierda me lo llevo de trofeo”.
El odio está. Siempre está. Está en la carne, en los huesos, en los silencios huérfanos, deshabitados. En esa breve raja de luz donde existimos. Una raja, no obstante, que es todo lo que tenemos. “Que bien se conserva en nuestro siglo el odio, con que ligereza vence los grandes obstáculos”, dejó escrito la Nobel polaca Szymborska. Densa, como una noche oscura.
Por José Luis Lanao – Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón del Mundo 1979