En la presentación de su propuesta de reforma judicial, a Fernández lo acompañó solo un miembro de la Corte, Helena Highton de Nolasco. No estuvieron ni Lorenzetti, ni Rosenkrantz, ni Maqueda, ni Rosatti. Los vacíos de la foto indican que no habían sido consultados y que por lo tanto no podían aprobar lo que vendrá a libro cerrado, según se anunció en un discurso pletórico de intenciones generales y pobre en detalles precisos.
Los que tienen alguna formación jurídica y los que no la tienen discutimos cuántos miembros debería tener una Corte Suprema ideal que garantizara la ecuanimidad y la transparencia. Para quienes carecemos de formación jurídica resulta un tema sobre el cual solo opinamos por las corazonadas de la política, los impulsos de la ideología o aferrándonos a lo que indica la ley que, en 2006, redujo a cinco los nueve miembros de la Corte de Menem, esos nueve cuya reverencia ante el presidente fue despreciable. Pero nueve miembros no es una cifra en sí misma mala ni buena, ya que la respetada Corte de EE.UU. está así compuesta. Sobre el número, se ha argumentado que una Corte más numerosa permitiría el funcionamiento en salas que se ocuparan de temas específicos.
Son discusiones de procedimiento, y quienes no conocemos los procedimientos no estamos capacitados para intervenir en ellas. Una Corte dividida en salas puede que nos parezca verosímilmente más eficaz, pero no podríamos demostrarlo. Una Corte de pocos miembros quizá resulte más inclinada a acuerdos fuertes y rápidos. O, por el contrario, podría suceder que una Corte reducida sea un pentágono de componendas. No sabemos.
Opinar sobre la composición de la Corte exige una formación jurídica e histórica. Como si una multitud opinara sobre vacunas o tratamientos sin tener formación médica y sin haber recibido extensas y detalladas explicaciones. Lo que puede defenderse con fundamento y sin claudicaciones es la igualdad del acceso a la salud. En el caso de la Justicia, la igualdad y la transparencia en las decisiones de los jueces. Hace cuatro años, Alberto prefería una Corte de cinco miembros y argumentaba despreciativamente sobre otras opciones, a las que llamaba “de fantasía”.
Hoy, el Presidente, que es un astuto cazador de oportunidades, cree que ha llegado el momento de realizar aquella “fantasía”. Habiendo modificado tantas de sus ideas, no hay razón para sorprenderse. Tiene el don de la oportunidad. Los malpensados afirman que tiene una disposición innata al oportunismo. En este caso, la oportunidad es favorecer a su socia, Cristina Kirchner.
Saber y no saber. La democracia no es un sistema donde todos sabemos todo sobre todas las cuestiones. Tal sería un régimen de improvisados, que se ilusionan con la omnisciencia, y cuyas opiniones tendrían un valor muy relativo. Por eso, las grandes cuestiones deben ser planteadas ante los ciudadanos con una claridad que no exija de ellos los saberes del especialista. Si se exigieran los saberes del especialista, la democracia sería un régimen siempre minoritario, de elites intelectuales diferentes según los temas en debate.
Cristina hace valer los votos que le pasó a Alberto F a cambio de una reforma judicial hecha a la disparada
Por eso, la información pública es un requisito inclaudicable. Y no me refiero solo a la sagrada libertad de prensa, sino a la razonada información que los protagonistas deben ofrecer sobre sus actos, sus motivaciones, sus preferencias y sus rechazos. Si estos no quedan claros, no hay posibilidad de debate democrático. Sobre todo en áreas tan especializadas, tan teóricamente resguardadas por el saber, como la justicia o la medicina. En estos campos, son frecuentes las versátiles opiniones que se escuchan en los medios.
La democracia no exige de los ciudadanos la cualidad inalcanzable de que sean expertos en todo. Yo no confiaría al mejor cirujano del mundo que dictaminara sobre los cuadros que deben colgarse en el Museo de Bellas Artes. No confiaría a los más diestros ingenieros que, recordando lo que aprendieron de historia en el secundario, tomaran posición sobre los programas de esa asignatura. No les preguntaría a los estudiantes qué libros quieren leer para aprobar literatura. Les propondría la lista mejor razonada de los libros que tienen que ser leídos y que no incluyen necesariamente el último best seller ni los autores populares en los medios. En cada uno de estos casos se necesitan saberes mayores y diferentes que los del ciudadano o el consumidor, que tienen el derecho a elegir lo que les venga en gana, pero no pueden imponer esa elección como norma. La democracia consiste en que los que se hagan cargo de cada una de esas áreas especializadas piensen en función de un interés general, sepan asordinar sus inclinaciones y, sobre todo, no hagan pesar sus conveniencias.
Tanto tiempo hemos vivido bajo dictaduras, que a veces suscribimos visiones populistas de la democracia. Entonces, ¿la democracia es imposible? La máxima igualitaria de la democracia es a cada ciudadano o ciudadana, un voto. Ese es el momento electoral. Pero a ese momento lo preceden y lo siguen muchos otros, que son diferentes y no siempre se cuentan per cápita.
Reforma bajo sospecha. Todo lo que se intente en relación con la Justicia cae hoy bajo la sospecha de una táctica cristinista para cerrar los caminos que conduzcan sus juicios hacia tribunales no amigos. Por eso, si Alberto y Cristina quieren reformar la Justicia, deberían presentar de manera asequible y argumentada sus razones, que deben ser independientes de lo que convenga a Cristina en su periplo judicial.
Alberto interviene sin cesar en cotidianos picoteos en la televisión, pero no ha tocado con frecuencia por ese medio el complejo entramado judicial. En primer lugar, porque sabe que no es cuestión para dos minutos frente al micrófono de un movilero. En segundo lugar, porque la sospecha de que esta reforma tiene que ver con la vicepresidenta debería contestarse abiertamente, tomando el tema como corresponde a la democracia. Es decir, despejando en primer lugar la sospecha de que Cristina busca jueces piadosos que se ocupen de los que podrían ser sus delitos. Alberto prefiere no hablar de esas cosas.
Sobre todo, porque, entre los posibles miembros de una comisión de expertos para una reforma que concierne a la Corte figura justamente Carlos Beraldi, defensor de Cristina Kirchner en sus causas por corrupción. Aunque ese letrado mereciera estar en la comisión, habría perdido su oportunidad, no por falta de méritos sobre los que no puedo pronunciarme, sino por la cercanía con la vicepresidenta. De ser designado, Beraldi integraría la mayoría oficialista que muchos denuncian en la propuesta de Fernández de ampliar la Corte para sumar a su gente. Basta con la existencia de esa fundada sospecha, para objetar la presencia de Beraldi en la Comisión de Expertos que estudiará cambios en la Corte Suprema.
Fernández necesita ganar o recuperar su autonomía. Un fracaso en esta operación complicada de liberarse de las influencias de su vicepresidenta avalaría todo lo que sus críticos dijeron sobre la pobreza de fuerzas que posee para ejercer su autoridad. Esta situación estaba planteada desde el comienzo de la alianza bifernandina. Fueron estas las condiciones tácitas con las que llegó a la presidencia. Cristina hace valer los votos que le pasó a Fernández a cambio de una reforma judicial hecha a la disparada.
Me permito un final más entretenido. Esopo no fue un fabulista para niños sino un moralista ingenioso. Copio una de sus historias: Un lobo encontró a una oveja alejada de su rebaño y se propuso apoderarse de ella con un argumento que lo justificara. Primero le dijo: “El año pasado me insultaste más allá de todo límite”. La oveja le contestó: “Yo todavía no había nacido”. El lobo buscó otro argumento: “Te alimentas en mis praderas”. La oveja aseguró que nunca había probado ni una brizna de su pasto. El lobo le dijo: “Pero bebes agua de mi pozo”. La oveja juró que todavía se alimentaba con la leche de su madre. Llegado a este punto, el lobo la agarró y se la comió, diciéndole: “No me voy a quedar sin cena porque refutas todas mis acusaciones”.
¿Cristina es la pobre ovejita o el lobo?
Por Beatriz Sarlo