Existe una coincidencia generalizada en la opinión política y mediática que explica los distintos modelos económicos como si estuvieran producidos desde la maldad o la bondad de los individuos.
Entiendo la importancia que ambos valores puedan tener en la vida de las personas, pero descreo de su relevancia en el devenir histórico.
Demonio el otro. Coincido con quienes piensan que el desarrollo de la humanidad se puede entender mejor desde la comprensión de los sucesivos sistemas de producción y de la puja entre los intereses en pugna en determinados momentos y lugares.
Por eso, no concuerdo con que este gobierno ahora (ni los otros, antes) planee sus medidas con la pretensión de dañar a los demás. Aunque eso pueda terminar siendo una consecuencia. Me parece más razonable suponer que hay sectores sociales, que en las democracias se expresan a través de mayorías circunstanciales, que impulsan modelos que suponen que serán más beneficiosos para ellos y, tal vez, para otros.
La última semana fue un ejemplo del protagonismo que se le atribuye a la supuesta maldad y bondad como como motor de un gobierno.
Unos interpretaron que el veto presidencial a la modificación del haber jubilatorio solo puede provenir de un Presidente cuyo objetivo es “hambrear a nuestros jubilados”. Otros, como el Presidente, también ven la maldad enfrente, en su caso encarnada en “degenerados fiscales, políticos malintencionados que piensan que los argentinos somos tontos”.
La demonización del otro es un facilitador histórico del discurso público. Es más sencillo para políticos y comunicadores explicar que Javier Milei no quiere subir los haberes jubilatorios porque es una persona cruel, que mostrar las complejidades que enfrenta un sistema previsional, y las cuentas públicas. O es más fácil llamar “golpistas” a aquellos que promovían un aumento jubilatorio acotado, en lugar de contemplar las razonables urgencias de personas que no tienen tiempo para esperar beneficios que, si ocurren, sucederán en el futuro.
Esto no quita que Milei actúe con crueldad o que haya opositores malintencionados que quieran desestabilizar al Gobierno. Pero lo que hoy está en juego, igual que siempre, es la confrontación de modelos que reflejan intereses y sectores distintos. Cada uno pretenderá que los suyos son los intereses del bien y los del otro, del mal; y los políticos y comunicadores harán la segunda voz de cada relato. Pero de lo que se trata en realidad es de una legítima defensa de intereses encontrados.
En esta oportunidad, y a grandes rasgos, confrontan aquellos que pretenden la desaparición completa del Estado (el objetivo final propuesto por el Presidente), o al menos su reducción a la mínima expresión, con otros que quieren mantener en mayor o menor grado su actual protagonismo.
Entre un extremo y otro, existen decenas de escuelas económicas. Todas concluyen, al menos en teoría, en que su modelo es el más justo y el que más beneficios sociales arrojará. Los distintos sectores luego elegirán, defenderán y promoverán a alguna de esas escuelas que, seguramente, será la que mejor refleje sus necesidades y aspiraciones.
Vetos y razones. Hay algo cierto, además de los relatos. Los sistemas jubilatorios están en crisis en el mundo, en principio por el abrupto aumento de las expectativas de vida
Hace medio siglo las personas vivían, promedio, poco más de 50 años. En la actualidad, el promedio mundial es de 72 años, mientras que la población mayor de 80 años se duplicó en las últimas dos décadas y se prevé que se triplique de aquí a 2050. O sea, cada vez son más las personas que siguen viviendo durante décadas después de jubilarse, pero que obviamente ya no realizan aportes previsionales.
Siempre se dice que un sistema jubilatorio saludable es el que contempla a cuatro trabajadores activos por cada pasivo. El envejecimiento de la población hace que eso resulte cada vez más difícil. En la Argentina, hay 1,4 activos por cada jubilado.
A esa problemática intrínseca del sistema previsional se le agrega la posición del Gobierno de “mantener el superávit a cualquier precio”. Un tercio del superávit actual lo consiguió por la baja real de los haberes jubilatorios.
Milei es incluso más extremo. Fiel a su escuela austríaca, piensa que el Estado se debería desentender de la sustentabilidad económica de las personas mayores. Tendrían que ser ellas las responsables de planear su futuro mediante sistemas de seguros privados o de la forma que consideren mejor, y asumir el riesgo de acertar o equivocarse en su decisión.
El Presidente puede ser poco empático al presentar el veto a la mejora jubilatoria en tono festivo, habiendo personas mayores de por medio que sufren por no llegar a fin de mes, pero lo que lo impulsa es un modelo económico. No es la maldad. O es más allá de la maldad.
En 2010 fue Cristina Kirchner quien vetó la ley del 82% móvil que hubiera aumentado los haberes de cinco millones de jubilados. Y así como ahora Milei les exigió a los legisladores que explicaran de dónde saldría la financiación para la suba de haberes, en 2010 aquel gobierno pedía lo mismo: “Toda ley que autorice gastos no previstos en el presupuesto general deberá especificar las fuentes de los recursos a utilizar para su financiamiento”. Cristina criticó a la oposición de entonces por buscar “algún mezquino rédito político”, producto de “demagogos que intentan engañar a todos los argentinos”.
Tanto en aquel caso como en el actual, no dejan de llamar la atención (siendo un tema tan sensible) aquellos gobernantes que optan por enfrentar a la opinión pública mayoritaria en lugar de ceder a sus reclamos. Sabiendo que lo resolverían con dinero que no sale de su bolsillo.
La ruta del dinero. Más allá del debate de fondo sobre el futuro del sistema previsional, el rol del Presidente y el de algunos legisladores en torno al veto jubilatorio dejaron expuesta a la “casta” aliada a Milei. Porque justamente la casta, según Milei, está formada por aquellos políticos que transan a espaldas de la sociedad sin importarles otra cosa que sus propios beneficios.
De hecho, Milei mismo sacó provecho en el pasado de la “casta” peronista que lo apoyó con dinero y estructura para instalarse electoralmente contra del macrismo.
Pero esta semana, como nunca, Milei expuso y protagonizó las prácticas de casta que siempre cuestionó. Fue a través de un escandaloso y público toma y daca que involucró a unos 30 diputados del PRO, la UCR y el PJ que, tres meses después de que el Congreso votara a favor de la suba de haberes, cambiaron sus posiciones para satisfacer al Gobierno.
Las negociaciones incluyeron la renuncia a su banca del radical Pedro Galimberti, quien aceptó un cargo en la Comisión Técnica de Salto Grande. En junio, Galimberti había votado en contra del oficialismo. En cambio, su reemplazante, la macrista Nancy Ballejos, ahora lo hizo a favor.
Este caso recordó otro. El de la senadora Lucila Crexell, quien, después de votar contra el mega-DNU de Milei, cambió de opinión y votó a favor de la ley Bases. Ocurrió tras aceptar el cargo de embajadora ante la Unesco.
Uno de los radicales que cambiaron repentinamente su voto fue Martín Arjol. Lo hizo luego de una reunión con Milei junto a otros cuatro diputados de la UCR. Cuando un sorprendido Eduardo Feinmann le preguntó qué lo había llevado a cambiar en tan poco tiempo de opinión, Arjol respondió: “El Presidente nos explicó la importancia del equilibrio fiscal”.
Volviendo al principio, son los intereses (a veces sectoriales, a veces personales) los que están detrás de los modelos económicos y las leyes (y decretos) que los sustentan.
Después se le podrán encontrar a cada acción atributos maléficos o benéficos. Pero para entender la trama, siempre es recomendable seguir la ruta del dinero.
Por Gustavo González-Perfil