Desplegando una política audaz y a contrapelo de las hegemonías mundiales, subvirtiendo las “formas” institucionales aprovechando el profundo descrédito en el que habían caído esas mismas instituciones en el giro del siglo y en medio del estallido de 2001, rescatando lenguajes y tradiciones sobre las que el paso del tiempo y las garras de los vencedores habían dejado sus marcas envenenadas, ejerciendo, con fuerza anticipatoria, una decisiva reparación del pasado que habilitó, en un doble sentido, un camino de justicia y una intensa querella interpretativa de ese mismo pasado que tan hondamente había marcado un tiempo histórico rescatado del ostracismo, Néstor Kirchner rediseñó, hacia atrás y hacia adelante, la travesía del país. Conmoción e interpelación. Dos palabras para dar cuenta del impacto que en muchos de nosotros provocó esa inesperada fisura de una historia que parecía destinada a la reproducción eterna de nuestra inagotable barbarie. Ruptura, entonces, de lo pensado y de lo conocido hasta ese discurso insólito que necesitaba encontrarse con una materialidad histórica que, eso pensábamos, huía de retóricas del engaño o la autoconmiseración. El kirchnerismo, ese nombre que se fue pronunciando de a poco y no sin inquietudes, desequilibró lo que permanecía equilibrado, removió lo que hacia resistencia, cuestionó lo que permanecía incuestionable, aireó lo asfixiante de una realidad miasmática y, por sobre todas las cosas, puso en marcha de nuevo la flecha de la historia.
Con pasiones que parecían provenir de otros tiempos, los últimos años, en especial los abiertos a partir de la disputa por la renta agraria en el 2008, han sido testigos de querellas intelectuales y políticas que obligaron a cada uno de sus participantes a tener que tomar partido. Fue imposible sustraerse a la agitación de la época y a la vigorosa interpelación que el kirchnerismo le formuló a la sociedad. La política, con sus intensidades y sus desafíos, con sus formas muchas veces opacas y otras luminosas, se instaló en el centro de la escena nacional para, como hacía mucho que no sucedía, convocar a aquello que siempre estuvo en su interior aunque pudiera, en ocasiones, quedar escondido por las hegemonías del poder real: “el litigio por la igualdad”.
El kirchnerismo salió al rescate de tradiciones y experiencias extraviadas corriendo la pesada lápida que había caído sobre épocas en las que no resultaba nada sorprendente el encuentro, siempre arduo y complejo, de la lengua política y los ideales emancipadores, y al hacerlo desafió a una sociedad todavía incrédula que sospechaba, otra vez, que le querían vender gato por liebre. En todo caso, hizo imposible el reclamo de neutralidad o de distanciada perspectiva académica, hizo saltar en mil pedazos la supuesta objetividad interpretativa o la reclamada independencia periodística mostrando, una vez más, que cuando retorna lo político como lenguaje de la reinvención democrática se acaban los consensualismos vacíos y los llamados a la reconciliación fundados en el olvido histórico. Lo que emerge, con fuerza desequilibrante, es la disputa por el sentido y la irrevocable evidencia de las fuerzas en pugna. El kirchnerismo, lo decía en otro lugar, vino a sacudir y a enloquecer la historia. El impacto enorme de su impronta, de esa invención a contracorriente formulada en mayo de 2003, sigue irradiando alrededor nuestro y continúa definiendo el horizonte de nuestros conflictos y posibilidades.
Pocos, muy escasos, acontecimientos políticos han despertado tantas polémicas, tantas querellas y tantas pasiones como lo abierto por la irrupción de esta extraña figura proveniente del sur patagónico. En Kirchner y, con una potencia duplicada por el propio dramatismo de una muerte inesperada, en Cristina Fernández se ha desplegado lo que pocos creían que podía volver a suceder en el interior de la realidad argentina: la alquimia de voluntad, deseo y audacia para torcer una historia que parecía sellada. El retorno, bajo las condiciones de una particular y difícil época del país y del mundo, de la política como ideal transformador y como eje del litigio por la igualdad. Ese es el punto de inflexión, lo verdaderamente insoportable, para el poder real y tradicional, que trajo el kirchnerismo: el corrimiento de los velos, el fin de las impunidades materiales y simbólicas, la recuperación de palabras y conceptos arrojados al tacho de los desperdicios por los triunfadores implacables del capitalismo neoliberal y revitalizados por quienes, saliendo de un lugar inverosímil, vinieron a interrumpir la marcha de los dueños de lo que parecía ser el relato definitivo de la historia.
2Kirchner como el nombre de una reparación, como el santo y seña de un giro que habilitó la restitución de derechos y de memoria, pero también como el nombre de una refundación de la política sacándola del vaciamiento y la desolación de los noventa. Y haciéndolo de manera transgresora, pero no al modo de la farandulesca, banal y prostibularia “transgresión” del menemismo, sino quebrando el pacto ominoso de la clase política con las corporaciones, tocando los resortes del poder y haciendo saltar los goznes de instituciones carcomidas por la deslegitimación. Kirchner como el nombre de una insólita demanda de justicia en un país atravesado por la lógica del olvido y la impunidad.
Ese nombre tantas veces gritado y llorado en esos días de octubre de 2010 guardaba dentro suyo, y como un mentís histórico al fraude mediático, la verdad de lo negado, la verdad de aquello que quiso ser ocultado, el gesto desenfadado de quien había creado las condiciones, tal vez inimaginables años atrás, de una esencial reconstrucción no sólo de la economía sino, fundamentalmente, de la vida social, cultural y política envilecida por décadas de degradación y asoladas por algunas marcas indelebles como lo fueron la dictadura, la desilusión de Semana Santa y de las leyes de la impunidad, la caída en abismo de la hiperinflación, la frivolidad destructiva del menemismo y la desesperación posterior a las jornadas de diciembre de 2001.
Cabalgando contra esa desolación y viniendo de una tierra lejana, cuyo nombre no deja de tener resonancias míticas y fabulosas, un viejo militante de los setenta, aggiornado a los cambios de una época poco dispuesta a recobrar espectros dormidos, derramó sobre una sociedad, primero azorada y luego sacudida por un lenguaje que parecía definitivamente olvidado, un huracán de transformaciones que no dejaron nada intocado y sin perturbar. Un giro loco de la historia que emocionó a muchos y preocupó, como hacía demasiado que no ocurría, a los poderes de siempre. Sin esperarlo, con la impronta de la excepcionalidad, Néstor Kirchner apareció en una escena nacional quebrada y sin horizontes para reinventar la lengua política, para sacudirla de su decadencia reinstalándola como aquello imprescindible a la hora de habilitar lo nuevo de un tiempo ausente de novedades.
Kirchner, entonces y a contrapelo de los vientos regresivos de la historia, como un giro de los tiempos, como la trama de lo excepcional que vino a romper la lógica de la continuidad. Es ahí, en esa encrucijada de la historia, en eso insólito que no podía suceder, donde se inscribe el nombre de Kirchner, un nombre de la dislocación, del enloquecimiento y de lo a deshora. De ahí su extrañeza y hasta su insoportabilidad para los dueños de las tierras y del capital que creían clausurado de una vez y para siempre el tiempo de la reparación social y de la disputa por la renta. Kirchner, de una manera inopinada y rompiendo la inercia consensualista, esa misma que había servido para reproducir y sostener los intereses corporativos, reintrodujo la política entendida desde el paradigma, también olvidado, del litigio por la igualdad.
En el nombre de Kirchner se encierra el enigma de la historia, esa loca emergencia de lo que parecía clausurado, de aquello que remitía a otros momentos que ya nada tenían que ver, eso nos decían incansablemente, con nuestra contemporaneidad; un enigma que nos ofrece la posibilidad de comprobar que nada está escrito de una vez y para siempre y que, en ocasiones que suelen ser inesperadas, surge lo que viene a inaugurar otro tiempo de la historia. Kirchner, su nombre, constituye esa reparación y esa inauguración de lo que parecía saldado en nuestro país al ofrecernos la oportunidad de rehacer viejas tradiciones bajo las demandas de lo nuevo de la época. Con él regresaron debates que permanecían ausentes o que habían sido vaciados de contenido.
Casi sin darnos cuenta, y después de escuchar azorados el discurso del 25 de mayo de 2003, nos lanzamos de lleno a algo que ya no se detuvo y que atraviesa los grandes debates nacionales. El nombre de Kirchner, su impronta informal y desacartonadora de discursos y prácticas, nos habilitó para volver a soñar con un país que habíamos perdido en medio del desierto de una época caracterizada por las proclamas del fin de la historia y la muerte de las ideologías e incluso de la política. Apertura de un tiempo capaz de sacudir la inercia de la repetición maldita, de esa suerte de inexorabilidad sellada por el discurso de los dominadores. Pero también un nombre para nombrar de nuevo a los invisibles, a los marginados, a los humillados, a los ninguneados que, bajo sus banderas multicolores y sus rostros y cuerpos diversos, se hicieron presentes, hace cinco años, para despedir a quien abrió lo que parecía cerrado y clausurado. Los otros del sistema, los pobres y excluidos pero también los pueblos originarios, los habitantes de la noche y los jóvenes de los suburbios, los migrantes latinoamericanos que se encontraron con sus derechos y las minorías sexuales que se adentraron en un territorio de la reparación. Todos, absolutamente todos, estuvieron para nombrarlo, para llorarlo, para agradecerle y para juramentarse. Nadie utilizaba, en la plaza multitudinaria, retóricas políticamente correctas y todos se sintieron identificados con la irreverencia de “los putos peronistas”, como si en ellos, en su delirio agradecido, estuviera, una vez más, el nombre de quien dislocó el curso de una historia de la infamia, el olvido, la desigualdad y la represión.
Hoy, cuando tantas cosas se vuelven a poner sobre la escena de un país en disputa, la memoria de Néstor Kirchner constituye una referencia política ineludible: su nombre como una brújula para orientarnos en esta nueva etapa que se inicia y para recordarnos el origen, el sentido y el hacia dónde de nuestras fidelidades.
* Doctor en Filosofía, secretario de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional.