Los problemas sacan canas. Los electrones sueltos y el rol de Cristina. Ruidos públicos de una relación privada. Presidencialismo de coalición y conspiranoias.
Alberto Fernández ganó las elecciones de 2019 con algo más del 48% de los votos y hoy, nueve meses después –siete de gestión–, registra un nivel de aprobación incluso mayor o, según sondeos de uso interno, uno equivalente a aquel, descontada ya, naturalmente, la espuma del inicio de la pandemia. Sin embargo, el resultado satisfactorio de los análisis de sangre y orina de su administración no evita que esta experimente cada mañana, al ponerse en marcha, unos dolores articulares impropios de un niño tan pequeño, como si sufriera un envejecimiento prematuro. Un cuerpo que debería ser todo energía resulta desgastado por el fuego ajeno y, sobre todo, por el propio. Si fuera una cerveza y no un elenco de gobierno, cabría soltarle una ironía: “¡Pero si estás igual!”.
Fernández siempre fue un articulador de intereses y no teme presentarse como tal. Sin embargo, los mandatarios de ese talante deben cuidarse de no parecer débiles, sobre todo en momentos como este, en el que su liderazgo ha quedado perforado por una sociedad exhausta y empobrecida que ya no acata cuarentenas y que, sean cuales sean las estadísticas de contagios, muertes y ocupación de camas de terapia intensiva, impone de abajo hacia arriba una apertura de la que, acaso, en unas semanas ella misma se arrepienta. “No sos vos, soy yo”, pareciera decirle, conflictuada, al Presidente. Nada bueno viene después de esa frase entre amantes.
La autoridad oficial está en un brete. El fuego republicano, se sabe, asume el bombardeo con napalm como un daño colateral de su cruzada; no hay mucho que hacer frente a semejante conducta. Un problema mayor es el fuego amigo, uno que en la última semana pareció abrir el suelo debajo de los pies de un hombre que no atinó a dar una respuesta a la altura del desafío. “Todos los días sale uno a rayarle el auto”, se quejan cerca de aquel.
Si se habla de fuego amigo, hay que dejar fuera de la cuestión a los presos que no encuentran la puerta de salida y se sienten abandonados a la buena de Dios. ¿También a referentes importantes como el ministro de Seguridad bonaerense Sergio Berni, y Hebe de Bonafini? Según el cristinismo, definitivamente, porque ambos tienen agenda propia y están acostumbrados a actuar como electrones sueltos. Cerca de Fernández, en cambio, muchos se preguntan por qué la dama no intenta siquiera encuadrarlos un poco.
Como sea, Fernández cede. Cuando Berni empezó a atacar sin pudor a la ministra de Seguridad de la Nación Sabina Frederic, convocó al gobernador Axel Kicillof y ensayó una conciliación. Solo cejó en ese intento cuando comprobó que, por alguna razón, ya no hay nada que hacer con el hombre que cree captar la nueva vibración de la cuerda de la argentinidad.
Esta semana también cedió cuando el sector de Madres de Plaza de Mayo que responde a Bonafini le reprochó haber “sentado a su mesa” el 9 de Julio a “todos los que explotan a nuestros trabajadores y trabajadoras y a los que saquearon el país.Y lo más grave de todo: a los que secuestraron a muchos de nuestros hijos e hijas que luchaban por una Patria liberada”.
El Presidente respondió, también por carta, que esa es su responsabilidad para “construir la Argentina socialmente justa que aún soñamos”. Uno de los convidados del Grupo de los 6 (G6), el titular de la Bolsa de Comercio, Adelmo Gabbi, afirmó, molesto tras presenciar el intercambio: “Yo nunca secuestré a nadie”. Paciencia. Acaso también le llegue una aclaración.
Más allá de los dichos de los librepensadores, son sugestivas las críticas al Gobierno que comenzaron a arreciar incluso desde medios supuestamente amigos. La expresión es libre, pero llama a reflexión que el Presidente no deje de exponerse, sin voceros ni paragolpes, y salga incluso a responder cuestionamientos en programas de radio. “La comunicación es Alberto-testicular”, explican quienes lo comprenden cuando le sube la temperatura.
Su aclaración al periodista Víctor Hugo Morales sobre el reconocimiento argentino de las violaciones a los derechos humanos en Venezuela, recogidas por el informe de la alta comisionada de la ONU Michelle Bachelet, fue argumentalmente veraz. De hecho, los supuestos del voto argentino en el Consejo de Derechos Humanos de Ginebra no modificaron en un ápice la posición original del Gobierno: ese país no sufre una dictadura, pero sí tiene un gobierno autoritario; la prometida salida del Grupo de Lima no sería tal para no irritar a Donald Trump, cuyo apoyo se necesitaba por la deuda, aunque la participación sería apenas testimonial; el país rechazaría cualquier injerencia externa o salida de fuerza y buscaría una solución al conflicto a través de negociaciones entre las partes y elecciones verificablemente libres. Letra P anticipó toda esa agenda el 6 de noviembre del año pasado, menos de diez días después de su triunfo electoral. No hay lugar para sorprendidos.
El rol que adoptó en los últimos días la propia Cristina Kirchner sumó a los interrogantes del albertismo, sobre todo desde que, hace una semana, retuiteó y recomendó la lectura de un interesante artículo del periodista Alfredo Zaiat en Página/12, según ella, “imprescindible para entender y no equivocarse”. Ese fue el punto de partida de los dichos de los otros envalentonados. La nota cuestionó la foto del Presidente con los empresarios del G6 al afirmar que algunos miembros del establishment empresarial no sirven al objetivo de recrear un modelo económico desarrollista debido a la trasnacionalización o al perfil exportador de sus intereses, esto es, a su falta de arraigo en un mercado interno que urge dinamizar. Avant la lettre, la expresidenta cuestionó, por elevación y desde otro ángulo, la misma foto que repudiaría días después Hebe de Bonafini.
Quienes dicen conocer la intimidad de la relación entre Cristina y Alberto afirman que todo es entendimiento, pero la verdad es que solo ellos saben, en su intimidad, si esa aseveración tiene matices. El análisis sin información es especulación, pero la información sin análisis puede ser insulsa versión oficial.
¿Cree la vicepresidenta que el jefe de Estado que ella hizo entronizar se equivoca? ¿Le atribuye ingenuidad? ¿Persiste en su pensamiento, contra toda experiencia internacional, la idea de que un proyecto desarrollista es contradictorio con la existencia de empresas multinacionales o cuyos intereses descansen en las exportaciones? ¿Por qué reprocha reuniones con los mismos empresarios que ella convocaba durante sus días en el poder? ¿Es que, acaso, un jefe de Estado elige el empresariado con el que construye su proyecto o ese es un dato inmodificable de la realidad?
Como ella misma podía esperar, los 233 caracteres de su tuit dispararon especulaciones de que el vínculo con Fernández está al borde de la ruptura. Eso no es así y el éxito o el fracaso del gobierno del Frente de Todos será, a la postre, el éxito o el fracaso de Cristina Kirchner. Es curioso que los conspiranoicos que le atribuyen movidas destituyentes no reparen en que, básicamente por el odio que ellos mismos le dispensan, la Argentina difícilmente podría ser gobernada por ella en semejante coyuntura.
Por poderosa que sea y dueña como es del principal caudal electoral del país, no mayoritario pero cuantioso, Cristina Kirchner también tiene una base que contener, incluso cuando esta suelta la lengua por demás en su percepción de un gobierno que no arranca y que no cumple con sus deseos de programa y de confrontación. ¿Será también esa la impaciencia de aquella?
Los socios se marcan la cancha cada tanto. Fernández, a su modo, también lo hace, por ejemplo al convocar al G6 a pesar de las reacciones que eso causaría o, el último viernes, cuando anunció la nueva fase de la cuarentena, al gobernador jujeño, Gerardo Morales. Hay tensión, pero no lugar para hipótesis de ruptura. ¿No era eso mismo lo que ocurría en tiempos de Mauricio Macri con los referentes radicales y con Elisa Carrió, sin que ninguno sacara los pies del plato? Tal es la lógica del presidencialismo de coalición, esa ave exótica que ha anidado en el país.
La solución al fuego amigo no pasa, para Fernández, por escuchar programas de radio para salir a contestar personalmente, en caliente y sin red. Para bien o para mal –en algunas semanas se sabrá–, la sociedad ya no le teme solo al nuevo coronavirus sino que comienza a hacerse preguntas angustiosas sobre su futuro. Abordar esas inquietudes, anticiparse a ellas, señalar caminos de salida a una crisis doble que le cayó en las manos por una calamidad política y por otra sanitaria… he ahí las claves para recuperar la iniciativa. Y tal vez, no ahora sino más encima del calendario electoral de 2021, decidir algún cambio de nombres en un gabinete en el que, según dice, “algunos ni arrancaron el auto”, incluso en alguna cartera pesada.
No habrá albertismo político si no hay proyecto albertista. Solo por mencionar algunos tópicos mencionados por el mismo presidente, agenda no falta: deuda, reactivación, aborto, reforma judicial, imposición extraordinaria a las grandes fortunas, saneamiento de la inteligencia, el diálogo social del que Cristina parece descreer…
El presente no da tregua, pero el futuro ya llegó.
Por Marcelo Falak – Letra P