Alrededor del polémico prócer pivotan los recuerdos y documentos que en Los Pincén, de Emilio Jurado Naón, exploran las raíces de una tradición.
“Bebi es mi tío abuelo, orgullo de la familia, órgano mnémico que cualquier clan, en algún momento, necesita”, escribe Emilio Jurado Naón en Los Pincén. Bebi –Carlos A. Roca– escribió un libro, Los Roca y los Schoo. Su sobrino nieto ha hurgado en la copia prestada de su tío. Después, ha adquirido otra para expoliar: “Le despegué el lomo y lo dividí en partes; un rompecabezas, restituido a su proteica desmembración. Y hurgué entre las páginas despedazadas hasta dar con la parte de los Pincén”.
Se trata, en este libro, de rastrear los mestizajes, o mejor, de ir más allá: el mestizaje constituye el centro mismo del libro. Bebi, mestizo encubierto, Vicente Pincén, el cacique mapuche, hijo de una cautiva. Felisa, abuela de Bebi, casi cautiva, casi raptada por un malón, enferma de miedo para siempre. Desmembrar el libro implica encontrar, por ejemplo, que “en negativo, los Pincén son los Roca, los Roca brotan de los Pincén”. Se trata, como dice el propio narrador, de “no revisar la tradición sino revolver sus raíces”.
Esta operación de desmembramiento y apropiación sólo la puede hacer el escritor. En una nota al pie, leemos: “Toda escritura es cálculo”. Bebi, sin embargo, el otro escritor de esta historia, no apela al cálculo sino a la memoria. Un día, el sobrino nieto se encuentra con el tío abuelo y lo escucha hablar durante una hora y media. “Lo que Bebi contaba es lo que Bebi escribió, y después de escribirlo no podía contar otra cosa que no fuera la memoria (perfecta) de lo que dejaba escrito”.
Este relato fijo, textual siempre palabra por palabra, petrificado, es un relato construido de fragmentos, de documentos, pero también, y sobre todo, de recuerdos. Bebi cuenta lo que recuerda, y lo repite a la manera de Funes, el memorioso. El cálculo –la escritura verdadera– queda para el sobrino nieto.
Si la memoria de Funes era para Borges una “metáfora del insomnio”, Jurado Naón nos dice en estas páginas que “ahora ya no sueña tanto, pero cuando empecé Los Pincén soñaba mucho”.
“Arrancar del alma los bocados precisos/ para reunir con ellos los bloques precisos/ que marcan sus improntas firmes en la historia (y firmes también, por el lado de abajo, que no se ve)”, escribió Pessoa en su famoso poema “Apostilla”. En Los Pincén los bloques precisos están minuciosamente elegidos, pero a veces la historia que se cuenta es la “heroica” captura de Vicente Pincén; otras, “la del lado de abajo”, una excursión adolescente con un primo a quien, como a Pedro Bohórquez, le dicen el Inca pero es falso.
Antes de Los Pincén, Jurado Naón escribió otro libro, Tópico de los dos viajeros, donde empezó este proyecto que llama Los Roca y yo, construido a partir de un lejano parentesco del autor con Julio Argentino Roca y de las memorias de su tío abuelo Bebi. “A una amiga”, dice en Los Pincén, “le causó simpatía el proyecto cuando se lo conté. Dijo parecerle genial el hecho de que el descendiente progre de los Roca escribiera un libro sobre el último cacique que se resistió a la desaparición”.
El autor se resiste a la adjetivación. La palabra “progre” lo desanima. Cierto arrebato juvenil lo lleva a escribir un capítulo titulado “Charque”, donde arremete contra la delgadez del discurso, la corrección política, el amiguismo, y el “buenismo”.
Queda claro que Jurado Naón es capaz de sostener opiniones, pero en esta aventura que recorre escasas y potentes 150 páginas, quizá convenga quedarse con lo demás: con todo lo que configura su fina operación de escritura, con los hallazgos de una prosa que por momentos es lírica y que se traviste de infinidad de estilos con inusual ductilidad, con su lectura última que, a modo de conclusión, nos dice: “La Historia avanza empujada por el progreso, la civilización fumiga el terreno de yerbas malas pero los Pincén resurgen constantemente desde su lugar primitivo, como una duplicación atávica del ser nacional”.
Emilio Jurado Naón