Misiones Para Todos

Se enamoraron en la adolescencia y, al reencontrarse, un embarazo lo cambió todo

Carola tenía 15 años y estaba de visita en Río Tercero cuando conoció a Eduardo; el amor fue instantáneo. Desde el primer beso no se separaron hasta que ella tuvo que volver a su pueblo. Cuando volvieron a verse, tuvieron su primera vez juntos, pero el fruto de esa pasión contenida por años tuvo un destino trágico

Digamos que me llamo Carola. Prefiero no usar mi nombre porque soy casada y quiero evitar la exposición por mi marido. Vivo en un pueblo de la provincia de Córdoba”, decía su carta. La historia del amor que le atravesó la vida comenzó hace casi veinte años.

Ella tenía quince y las cosas en el pueblo se habían puesto raras. Carola estaba abrumada. Sin ahondar mucho en el tema, digamos también que necesitaba cambiar de aire. Era diciembre, ya habían terminado las clases y su madre no lo pensó mucho. Armó las valijas, se inventó un viaje a Río Tercero para visitar a unos familiares y partió en el auto con su hija.

Los tíos de Carola tenían una panadería y madre e hija se hospedaron en su casa. La sensación de alivio que había sentido apenas salieron a la ruta, en cuanto dejaron atrás el cartel corpóreo con el nombre del pueblo se hizo patente al llegar. No era sólo que su familia las recibió con mimos, comidas ricas y todo tipo de atenciones, sino la libertad de saberse un poco más anónima: con 47 mil habitantes, Río Tercero está lejos de la población de las grandes ciudades cordobesas, como Río Cuarto o Villa María, pero para Carola, que venía de un pueblo de 1500 vecinos que sabían las venturas y desgracias de todos y se saludaban todos los días, era como estar en Times Square.

La idea era quedarse por diez días. Carola esperaba que fueran más. “Mi mundo ya era otro –dice–. Me sentía mejor por primera vez en mucho tiempo y no quería volver jamás al pueblo. Estaba feliz”.

La segunda noche después de que llegaron, un primo y un amigo la llevaron a un pub que estaba de moda. “Ellos eran más grandes y me llevaban como si fuera una cachorrita. Me sacaban a pasear para que me divirtiera un poco, pero a la vez me cuidaban”, cuenta.

A Eduardo lo vio en cuanto entraron: “Fue automático, impactante. Estaba sentado en una banqueta y tenía puestos unos jeans y una remera blanca con garabatos negros… Lo vi y quedé como bloqueada; él me miraba igual que yo. Fue como si nos congeláramos. Recuerdo ese momento hoy y me vuelve a correr el mismo escalofrío por el cuerpo. Una electricidad que jamás en mi vida volví a sentir. Ni siquiera con mi marido”.

Carola se quedó bailando con su primo y su amigo. “Pero no me pude contener ni medio minuto. Lo miraba todo el tiempo, en todo momento, no podía parar”, cuenta ahora a Infobae. Todo hasta que el chico se levantó decidido y caminó derecho hasta donde estaba ella. Fue sólo acercarse para que empezara la charla.

“Me llamo Eduardo. Eduardo Sebastián”, le dijo, y a ella le pareció que los nombres no pegaban mucho, pero que a él le quedaban perfecto. El tenía 17 años y vivía en Río Tercero. Acababa de terminar la secundaria. Se rieron, bailaron, trataron de hablar más fuerte que la música para contarse algunas cosas. “Estábamos ahí, pero en nuestra cabeza era como estar en otro plano, bailando solos y abrazados, atentos a cada roce”, dice Carola.

Esa noche, cuando apagaron la música, Eduardo se ofreció a acompañarla hasta su casa. El primo chaperón hizo el camino media cuadra más adelante para darles algo de espacio. Ahora que no tenían que gritar para escucharse, la conversación fluía con la naturalidad (y los nervios) de los que saben que se gustan.

En la puerta de la panadería se pararon para seguir charlando. Una vez solos, se hizo un silencio. No era incómodo, sino todo lo contrario. Durante algunos minutos solamente se miraron, como si no hicieran falta más palabras. Carola temblaba. Nadie nunca la había mirado así antes.

Carola entendió que se había enamorado por primera vez en su vidaCarola entendió que se había enamorado por primera vez en su vida

Con el amanecer llegó la despedida. Y también el primer beso: “No aguantamos más y nos comimos. Literalmente. Fue alucinante ese beso. Apasionado, caliente, tierno. Fue todo. Una bomba increíble llena de todas esas cosas que obviamente a esa edad no había sentido jamás, y cuando se fue, quedé en las nubes”.

Pensó que no iba a volver a verlo, pero al día siguiente volvió a buscarla a la panadería. Fue como ser novios a primera vista. Los días que siguieron los pasaron caminando durante horas por las calles soleadas de Río Tercero. Estaban en su propio tiempo. Carola entendió que se había enamorado por primera vez en su vida. No se equivocaba al sentir que eso era para siempre.

En el Paseo de los Artesanos encontraron una madera donde tallaron los nombres de los dos. A veces ella se pregunta si todavía estarán ahí. “Era tan lindo conmigo, tan dulce –recuerda–. Hablábamos de todo, nuestra conexión era en todos los sentidos. Teníamos piel, mucha piel. Teníamos todo”.

Por eso la mañana en que la madre de Carola le dijo que ese mismo día volvían al pueblo, el golpe fue tremendo. Ahora recuerda que gritó, lloró y pataleó. Que sufría imaginando que era el final. “No podía creerlo. Me quería morir porque en esa época casi nadie usaba celulares y no tenía forma de comunicarme con él para avisarle que me iba. Salíamos a las tres de la tarde y nosotros siempre nos encontrábamos a eso de las cinco –dice–. Estaba desconsolada y muy enojada con mi vieja, porque era obvio que me lo hacía a propósito. Ella sabía lo que me pasaba y no lo aceptaba”.

La madre de Carola apenas si había cruzado saludos de cortesía con Eduardo, pero estaba preocupada. Esas vacaciones habían sido para que su hija se despejara, no para que se comprara otro problema. Tenía miedo de que, si la relación avanzaba, su hija sufriera más y se decidió a imponer distancia.

Esa misma mañana su madre le dijo que se volvían al puebloEsa misma mañana su madre le dijo que se volvían al pueblo

Carola dejó en la panadería de sus tíos una notita para Eduardo con su número de teléfono fijo. Sabía que él iba a ir a buscarla, así que escribió rápido el número y tres palabras. “Perdón. Te amo”. Era la primera vez que le decía eso a un chico y con la angustia de no poderlo despedir atravesada en la garganta, lloró durante todo el viaje de regreso a su casa.

De pronto, el alivio de estar lejos desapareció como si no hubiera existido, igual que Eduardo. “Estaba desesperanzada y volvía a ese lugar de mierda. Me sentía como en una pesadilla, quería que fuera una pesadilla”, dice. Había asumido que lo de ellos era un amor de verano y que nunca más sabría nada de Eduardo. Estaba resignada y más triste que nunca.

Pero, al día siguiente, la sorprendió el teléfono: “Atendió mi mamá y me dijo: ‘Tomá es para vos’. A mi se me salía el alma del cuerpo”. Entonces escuchó la voz de la que había aprendido a reconocer cada tono, la voz de Eduardo feliz de volver a hablar con ella: “¡Hola, mi amor! ¡Hola hermosa! Acá estoy… ¡No llores! No me fui, Caro… No me pienso ir. No me voy a ir de tu vida. Yo también te amo”.

Y como por arte de magia, Carola volvió a iluminarse. A reír. Y a sentir que ya no estaba sola, que lo que sentía estaba bien. Desde entonces comenzaron a hablarse día por medio. A veces dos días seguidos. A veces dos veces en un día. Se extrañaban horrores, pero ese rato de charla diaria los devolvía a su mundo privado. “Hablábamos de pavadas, pero eran pavadas que nos hacían bien. Lo que nos hacía bien era saber que estábamos juntos”, dice.

Hubo un día en que Eduardo no llamó y tampoco lo hizo al día siguiente. Carola no tenía cómo comunicarse, porque él no tenía teléfono en su casa y la llamaba desde públicos y locutorios. Sólo podía esperar, pendiente. Cuando al cuarto día sonó el teléfono, atendió enseguida: “Perdón, ya sé que te preocupaste. Pero te tengo una sorpresa: ¡voy a ir a verte!”

No daba más de alegría cuando lo vio en la puerta de su casa. El pueblo que detestaba, de pronto le parecía hermoso. Alto, sonriente, mirándola con dulzura y parado ahí en el marco de la puerta; no necesitaba nada más. “Lo amaba. Era un amor que para los demás no tenía sentido a esa edad. Me decían: ‘¡Ay! Pero si vos sos re chica, ¿qué podés saber del amor?’. Pero no se imaginaban que era así, que yo conocí el amor por él. Daba todo por él. Vivía por él. Todo”, dice.

La madre de Carola cedió y Eduardo se quedó en su casa por unos días. Era un amor puro en todo sentido. No había sexo, sino besos, abrazos y esas miradas en las que les parecía que podían entender todo sobre el otro. “Cuando llegó el momento de que se fuera, se me partió el corazón. Quería que se quedara conmigo, no resistía la idea de volver a tenerlo lejos y volver a quedarme sola en el pueblo. Pero ahí estaba el peso de nuestra edad: éramos muy chicos y él tenía que volver a su casa”, dice ella.

Eduardo vivía en su cabeza, aunque no supiera de él por mucho tiempoEduardo vivía en su cabeza, aunque no supiera de él por mucho tiempo

Después del beso de despedida en la terminal, se dijeron te amo por la ventana del colectivo, y Carola lo vió alejarse. Algo parecido pasó entre ellos. De a poco, las llamadas día por medio se fueron espaciando. Los dos se querían, pero la distancia era imposible.

“Sentía que me faltaba el aire y no podía hacer nada. Quería ir a buscarlo, pero, con 15 años, en casa no me dejaban ir a ningún lado, no había forma de convencerlos. Así que supongo que me di por vencida”, cuenta. Un día, el teléfono dejó de sonar. Y el resto fue silencio.

Con el tiempo, él empezó a mandarle mails. Ella los leía sin responder. Ya estaba, había logrado seguir sin él y si le respondía no iba a poder. Tenía 17 años cuando conoció al padre de su hija. Quedó embarazada sin buscarlo y la relación duró poco. “Fui mamá sola a los 17 y fue duro. El me engañó y nos separamos. Preferí quedarme solo con el amor de mi hija”, dice.

La verdad es que ella nunca había olvidado a Eduardo. “Vivía en mi cabeza aunque no supiera nada de él hacía cuatro años”, dice. Y otra vez, para que se despejara un poco, la madre la invitó a Río Tercero con la beba, que ya tenía dos. La propuesta despertó en ella ese amor guardado bajo siete llaves por años. Carola sólo pensaba en verlo de nuevo. ¿Seguiría viviendo en el lugar de siempre? ¿Qué habría sido de su vida? A lo mejor tenía novia, o se había casado, o tenía hijos, como ella.

“Nos fuimos las tres, mi vieja, mi hija y yo. Y llegar otra vez fue hermoso. Yo ya tenía veinte años, era madre, me sentía otra y a la vez era la misma que lo buscaba por las calles del centro y en nuestros lugares. Un día iba caminando con el cochecito, y al pasar por un local, lo vi”, cuenta.

Era él, no había dudas. Ella se detuvo. Eduardo la miró y caminó hacia donde estaba ella como aquella primera vez, en el pub. “El mundo se paralizó como cuando nos conocimos. Lo primero que hicimos fue besarnos”. Así, como si no hubiera pasado el tiempo, como si no hubiera tiempo para ellos. Carola tenía una mano apoyada en el cochecito y en la otra a su hijita de la mano, pero no le importó nada y a él tampoco. “Fue puro instinto. Un beso increíble, como de película. Me agarró la cara y me besaba como sin poder creerlo. Estábamos los dos mudos…”, dice.

El reencuentro a los 20 fue increíble para Carola porque se entregaron en cuerpo y almaEl reencuentro a los 20 fue increíble para Carola porque se entregaron en cuerpo y alma

Físicamente, Eduardo estaba igual. Ya tenía casi 22, pero parecía más hombre que la última vez. “Cuando volvimos a tierra, le presenté a Serena. Se quedó duro cuando le dije que era mi hija”, cuenta. Se vieron todos los días que ella estuvo en Río Tercero. “Esta vez todo fue distinto. Nos despedimos bien y nos prometimos hacer lo posible para volver a vernos. Separarnos dolía, pero pudimos hacer todo con más madurez. Y desde otro lugar. Yo ya no era una nena, ahora era madre. Tenía que ser fuerte y no una chiquilina, porque ese lugar ahora era para mi hija”, dice.

Había pasado un mes cuando recibió su mensaje de texto: “En unos días te veo”. Todo cerraba perfecto. Justo ese fin de semana a Serena le tocaba irse con su papá, así que Carola estaba libre para estar tranquila con él. Y a solas, después de tantos años.

Como en las viejas telenovelas de la tarde, por fin llegaba el momento de su primera vez en la cama: “Hicimos el amor como dos locos… ¡Nos entregamos enteros en cuerpo y alma! Yo lo hice como nunca lo había hecho con nadie y como no volvería a hacerlo tampoco. Si cierro los ojos, todavía lo siento. Aún lo toco. Todavía siento cómo me miraba mientras lo hacíamos. Fue increíble. Y lo va a ser siempre”.

Se despidieron seguros de volver a verse. Y durante las primeras semanas, se escribieron y se hablaron sin descanso. Pero después, otra vez, la distancia enfrió las cosas. Y pelearon fuerte, más por la frustración de no verse que por otra cosa. Carola borró su teléfono para no tentarse y volver a escribirle. El no llamó.

Fue una sorpresa descubrir casi un mes después de su visita que tenía un atraso. Carola se hizo un test que dio positivo. “Mi mundo se derrumbó, sentía que me moría.

Cuando se enteró de que estaba embarazada, el mundo se derrumbó para Carola. Eduardo había desaparecido de su vidaCuando se enteró de que estaba embarazada, el mundo se derrumbó para Carola. Eduardo había desaparecido de su vida

Yo ya no tenía manera de contactarme con Eduardo y él había desaparecido de mi vida. Así que no se lo dije a nadie más que a mi familia. Seguí adelante con el embarazo sin que nadie supiera quién era el padre. Nadie. Nada”, cuenta.

Fue con su mamá a tener a su hijo. “Era un varón. Era precioso. Tenía sus ojos. Y era de él, nuestro, de los dos. Le puse Sebastián por él, porque era su segundo nombre. Edu no había vuelto a aparecer y yo me rendí otra vez. Dejé de buscarlo y de pensar dónde estaría. Otra vez tenía que seguir adelante por mis chicos. Ya habría tiempo de encontrarlo para decirle que teníamos un hijo”, dice.

Pero la tragedia la golpeó de manera insospechable: “Mi Sebas falleció de muerte súbita a los cuatro meses. Todavía no encuentro palabras para explicar ese dolor, el más tremendo que me tocó”. Tampoco entonces buscó a Eduardo, no tenía fuerzas para eso.

Después, la vida. Carola creció, siguió adelante, conoció a un hombre bueno que las quiso a ella y a Serena y se sintió a salvo. Se casó y tuvo dos hijas más. Se mudó a una casa más grande, se acostumbró a su rutina familiar y a los mates a la mañana con Lucas antes de llevar a las chicas al colegio. Y nunca, jamás, ni un solo minuto, dejó de pensar en Eduardo. Eduardo seguía viviendo en su cabeza como si en una historia paralelaen otro plano, fueran felices en Río Tercero con Sebas y Serena.

Carola nunca dejó de pensar en Eduardo, a quien le construyó un mundo imaginarioCarola nunca dejó de pensar en Eduardo, a quien le construyó un mundo imaginario

¿Por qué lo buscó hasta encontrarlo, finalmente? Porque no había noche en que se durmiera sin pensar en su bebito que había pasado por la tierra sin que su papá supiera de su existencia. Porque sabía que era fruto del amor, del amor de su vida, y necesitaba decírselo aunque doliera.

Seguía casada y a salvo cuando consiguió su teléfono. Un camino que por momentos parecía imposible porque Eduardo ni siquiera tenía redes sociales. Hasta que un amigo de su primo le dijo que lo había visto trabajando en un gimnasio. Fue lo suficientemente insistente como para lograr que la recepcionista le pasara su celular, pero pasó más de una semana hasta que se animó a escribirle.

El WhatsApp sólo decía “Hola”. No sabía qué había sido de su vida y no quería importunarlo. Tampoco esperaba recibir respuesta, y menos tan rápido. “¿Caro?”, preguntó él. “Sí, ¡soy yo!”, respondió ella.

“Entonces me llamó. ¡Fue tan lindo volver a escucharlo! Se me caían las lágrimas. Me contó que había estado viviendo mucho tiempo en San Luis y que estaba en pareja, pero no tenían hijos. Yo le conté que me había casado y tenía dos nenas más. Se alegró por mí –recuerda–. Hasta que junté coraje para contarle mi verdad. Que habíamos tenido un hijo. Que se llamaba Sebastián. Y que había muerto”.

De un lado del teléfono, las lágrimas desconsoladas de Carola. Del otro, un silencio largo y tenso, el peor de los silencios. Después, las palabras, como dagas: “¿Cómo pudiste hacerme eso? Nunca te voy a perdonar”. El resto fueron gritos, reproches sobre lo irreversible, quién dejó a quién, lastimarse más fuerte para dirimir quién había lastimado a quién.

"Cómo pudiste hacerme eso", le dijo Eduardo, por teléfono al revelarle la verdad“Cómo pudiste hacerme eso”, le dijo Eduardo, por teléfono al revelarle la verdad

“Me odiaba. Eduardo me odiaba, me odió desde ese momento –dice Carola–. Nos dijimos cosas terribles y nos bloqueamos. No lo culpo. Pero tampoco siento que me haya entendido ni que haya tratado de ponerse en mi lugar. ¿Cómo podía saber lo que iba a pasar? ¿Cómo iba a tener fuerzas para buscarlo antes o después si el cuerpo y el dolor de nuestro hijo muerto eran míos y él no estuvo para verlo?”.

Dice que sabe por su primo que Eduardo todavía vive en la misma ciudad. Dice que pese a todo todavía lo siente y lo espera. Que es como si todo el tiempo la estuviera mirando, que ve sus ojos, que una parte de ella sigue viviendo en el mundo imaginario que construyó para ellos. Que espera que vuelva y que se encuentren y pueda perdonarla. Que aunque sea le gustaría volver a hablar con él una vez más: “Yo lo espero y lo voy a esperar siempre. Por el resto de mi vida. Mi marido es bueno, pero yo no puedo olvidar a Eduardo. No quiero olvidarlo. Es mi amor. El amor de mi vida. Mi amor de verano para toda la vida”.

Carola no quiere olvidar a Eduardo, aunque esté casada porque es "el amor de su vida".Carola no quiere olvidar a Eduardo, aunque esté casada porque es “el amor de su vida”.

Por Mercedes Funes-Infobae