Marina, que manejaba cocinas de restaurantes, conoció a Guillermo, un comerciante de productos de limpieza a través de Internet. Empezaron una relación muy pronto y él la invitó a vivir a San Antonio de Areco con sus hijos, a quienes no les avisó que ella se mudaría. La indiferencia con ella y la falta de sexo
Marina vive en la ciudad de Buenos Aires, tiene 56 años y dice que adora leer la sección de Amores Reales. Quizá sea porque ella misma atraviesa una difícil etapa en el amor y en su pareja que busca en estas historias alguna semejanza o explicación a lo que le ocurre.
A los 28 años Marina se enamoró y se casó por primera vez, pero la cosa no anduvo. Se dio cuenta con rapidez de que no congeniaban y de que tenían distintos objetivos de vida. Se separó tres años después sin haber tenido hijos y sin demasiadas lágrimas. Su vida comenzó a discurrir casi enteramente volcada a su trabajo, la gastronomía. Manejaba la cocina de restaurantes, hacía viandas personalizadas y hasta tuvo un puesto en el exterior en un hotel cinco estrellas. Creía que la pareja se daría naturalmente, cuando tuviera que ser. En su imaginación se veía con un hombre solvente y familiero, alguien sólido en quién recostarse y tocar la felicidad. Volvió al país después de una corta estadía fuera y los años volaron.
El hombre, el príncipe de los cuentos que buscaba, no aparecía en el horizonte.
El maltratador y el candidato indicado
En 2006 conoció a Federico a través de amigos. Al comienzo, le pareció que había hallado al hombre perfecto y definitivo para su vida. Era ingeniero en sistemas, sumamente afectuoso, le gustaba navegar y las aventuras. Se enamoró. Pero el noviazgo coincidió con una etapa de angustiantes pérdidas familiares para ella: su hermano menor murió en un accidente de auto mientras estaba viviendo en Suiza y, al poco tiempo, a su madre le colapsó el corazón por la tristeza. Marina tenía 38 años y todavía no vivía con Federico.
No sabe bien en qué momento fue que se empezó a dar cuenta de que él no era quien había creído. En vez de contenerla en su depresión, la trataba como a una mujer inservible y la humillaba: “Yo estaba mal, muy vulnerable por las pérdidas que había transitado y él me empezó a psicopatear de distintas maneras. Era maltrato sutil. Me subestimaba mucho, pero a mí ni se me ocurría intentar salir de esa relación. Estaba muy golpeada. En ese momento no estaba pudiendo trabajar porque me encontraba deprimida, angustiada y medicada. Pero ojo, no es que él me mantuviera, para nada. Pero de pronto me decía que me iba a invitar para distraerme a un viaje a Miami y, cuando ya estábamos organizando, desactivaba todo y me enrostraba que yo no merecía ir a ningún lado porque no estaba trabajando ni produciendo dinero. Horrible. Así empezó a comportarse con distintas cosas. Yo estaba tan mal que igual sentía que él era mi salvación. Me aferraba a Federico como si fuera una tabla de flotación en un océano salvaje. Le permití demasiado. Incluso una vez me banqué encontrar en su computadora un mail altamente comprometedor con una mina. Nos peleábamos, pero yo volvía una y otra vez con él. En cada uno de nuestros distanciamientos mis amigas me presentaron a sus amigos sueltos, pero nada. Yo seguía con mi cabeza en Federico”.
Cuatro años después de haber comenzado su relación con Federico, Marina logró por fin volver a tener un buen trabajo manejando la cocina de un hotel nuevo y comenzó a recibir reconocimiento de sus pares. Fue, más o menos, por el mismo período que logró dar el paso definitivo para dejarlo para siempre: “Estaba tan mal que había empezado a buscar pareja por Internet y una mañana encontré a Guillermo. Ese mismo mediodía él me llamó y empezamos a vernos. Fue por eso que, en 2010, me animé y dejé al maltratador que no podía creer que, esta vez, lo fuera a abandonar de verdad”.
Marina tenía 42 años y acababa de conocer en un sitio web de citas a Guillermo, un comerciante de productos de limpieza de 49: “El mismo día en que nos contactamos, al toque me llamó. Enseguida le propuse que pasáramos a hablar por Skype porque era más económico que colgarnos en el teléfono ya que él no vivía en Capital sino en San Antonio de Areco. Resultó muy gracioso porque cuando yo le sugerí hablar por Skype, él no entendió nada. Pensó que le hablaba del jabón para lavar la ropa que suena parecido, y me dijo: sí sí, yo también uso el mismo”. Marina se ríe a carcajadas recordando el comienzo de su historia. “Al día siguiente, a las tres de la tarde, nos conocimos en persona en un café cerca de mi casa, en Barrio Norte, en Capital. Yo estaba muy cansada porque venía trabajando mucho y fui vestida así no más, sin producirme, ni pintarme, nada”, continúa.
Marina tenía 42 años cuando conoció a Guillermo, un comerciante de productos de limpieza de 49, por medio de una página Web de citas (Imagen Ilustrativa Infobae)
Él era más bajo de lo que había fantaseado, pero cálido. Guillermo le contó que trabajaba durante la semana en Buenos Aires y que los fines de semana se quedaba en su casa, en un barrio cerrado de Areco. Fue inevitable que en esa primera charla se colara el tema de la muerte. Guillermo venía de quedarse viudo tres años antes, su mujer había muerto por leucemia y había quedado solo con cuatro hijos varones. Marina, por su lado, todavía sentía abiertas las heridas por la tragedia de su hermano y la súbita desaparición de su madre. De todas formas, no fue una conversación dramática sino realista. Guillermo, según Marina, es una persona pragmática, con cero rollo.
“Esa misma noche decidimos seguir con otro café en mi departamento. Vino y todo fue maravilloso. Nunca más se fue de mi vida. Terminamos teniendo sexo y poniéndonos de novios. Me conquistó porque era todo lo contrario de mi pareja anterior. Se mostró como una persona que estaba ahí: me buscaba, me mandaba mensajes, me llamaba todo el tiempo. Me enamoró con sus formas. Me valoraba. Yo estaba buscando justamente eso, un amor cálido, una relación estable de respeto, amorosa y sobre todo generosa en todos los sentidos. Y, por supuesto, la química sexual. Guillermo encajaba en todo”.
Mudanza sin previo aviso
“A los tres meses de relación con Guillermo quedé embarazada. Hubo ilusión, pero perdí al bebé a los dos meses de gestación. Fue un golpe duro, pero las cosas iban bien con Guillermo. Era súper romántico. Cada vez que me subía al auto, siempre tenía un regalo para mí. Un ramo de flores, una pulsera, unos chocolates, lo que fuera. Las cosas se fueron dando naturalmente. Conocí a sus hijos que transitaban distintas etapas de la adolescencia. Estaban en edades difíciles. Más de un año después, Guillermo me dijo que me mudara a vivir con ellos a Areco. Viajaríamos a la capital para nuestros respectivos trabajos. Eran unos cien kilómetros de ida y otros cien de vuelta, pero bueno me organicé para no tener que ir todos los días al centro y alquilé mi departamento”.
El primer problema ocurrió el mismo día en que Marina se instaló en la casa de su pareja: “Llegué con mis cinco valijas y un flete con seis sillas y una cama doble y algunas cosas más, pero para mi sorpresa ninguno de los chicos sabía que yo me mudaba con ellos. ¡Guillermo no les había dicho nada! Casi me muero cuando les vi las caras. Las tenían por el suelo. No sé por qué no se los había dicho, re loco, pero se ve que tenía miedo de encararlos. En vez de bienvenida, yo fui ´malvenida´. Inmediatamente se me pusieron en contra”.
Ese día en el que se mudó a Areco con Guillermo estaba feliz pero se encontró con las caras “por el suelo” de los hijos que no sabían nada – (Imagen Ilustrativa Infobae)
Guillermo fingió demencia y simuló, como hacía siempre antes los problemas, como que no pasaba nada. Su vida continuó sin preguntarle a los chicos por las caras largas ni a Marina por sus miedos ante la situación cotidiana. Viajaba de lunes a viernes a su comercio de Belgrano y unas dos veces por semana Marina iba con él. Los fines de semana se dedicaba a cortar el pasto, hacer asados y limpiar la pileta. Marina cumplía el rol que le fue otorgado naturalmente: iba al centro un par de veces por semana para trabajar en lo suyo y el resto del tiempo buscaba a los dos menores en el colegio, se ocupaba de que hubiera comida en la mesa y ropa limpia en los roperos, que no faltaran los útiles y de mantener a la familia en orden. Sin darse mucha cuenta terminó ocupando el papel cotidiano de la mamá ausente.
“A veces iba a trabajar con él al centro y nos pasábamos tres horas parados en la autopista porque había un choque o algo. Era un garrón. Pero era la única opción y el resto del tiempo trabajaba en la casa”, cuenta: “Mi vida con esa mudanza cambió mucho y aunque parezca mentira, recuerdo esa etapa como un período gris, muy triste. Pasé de vivir sola en un departamento de techos altos y grandes a una casa chiquita y oscura, en un barrio cerrado, con un pequeño jardín y pileta. Estaba bien todo bien, pero éramos seis personas con sus hijos, más dos perros y un gato. Yo no tenía lugar para nada, solo un pequeño ropero, unos estantes con olor a humedad que me arruinó todo lo que llevé. Decidí apostar por la relación y cerré la boca. No me quejé. Tenía que viajar mucho, pero también cerré la boca. Me ocupaba de todo y listo. Quería a Guillermo y Guillermo me quería a mí”.
En esos tiempos volvió a quedar embarazada y nuevamente perdió el bebé. Pagaron una inseminación artificial, pero el embrión no prendió. Marina se hizo a la idea de que ya no tendría hijos. No dramatizó. Tenía poco tiempo para hacerse historia. Era lo que era y, si no tenía hijos, sería porque no debía ser su destino. Pero había un detalle que la tenía mal e incómoda. Si bien había llevado una cama nueva para ella y Guillermo, en la pared del cuarto, frente a ellos, colgaba una foto familiar de la madre de los chicos. La que se había ido seguía ahí. Mirándola. Obervándola. Era perturbador: “Que hubiera fotos de ella en la casa estaba muy bien, pero dormir y tener relaciones sexuales bajo su mirada me ponía tremendamente incómoda. Un día, como él no se decidía a sacarla, directamente la saqué yo. La puse arriba del ropero en otro cuarto. Guillermo no dijo nada. Tenía que actuar yo porque él no enfrentaba las cosas”.
Para Marina, la foto de la difunta en su cuarto era perturbador (Imagen Ilustrativa Infobae)
Convivir con cuatro adolescentes enojados
Marina continúa su relato: “Sentía que esa casa no era mía, que vivía de prestado. Que no tenía injerencia en nada. Además, los chicos tenían tanta rabia que me la hacían muy difícil. Dos de ellos directamente no me hablaban. El mayor rompió a propósito una de las sillas que llevé. Quebró la madera. Eso me enojó. No daba más de ver caras de orto durante toda la semana. A veces, después de cocinarles, si no estaba Guille, terminaba yendo a comer sola al cuarto. Después de mucho tiempo, un día me harté y al mayor que ya tenía 21 años, le reproché enojada: Si no querés no me hables nunca más. Pero yo no tengo la culpa de nada. Y si vos no me hablás, yo tampoco te voy a cocinar más ni a lavarte la ropa. Quería un poco de orden en la casa, pero Guillermo no les decía nada. Al final, yo era como la empleada de la familia. Basta, dije, y cumplí: al mayor no lo atendí nunca más”.
Marina dice que tuvo que hacer mucha terapia para poder sostener la pareja y vencer la hostilidad intramuros.
Un día Guillermo y ella discutieron. Él le sugirió que ella, al fin de cuentas, hacía años que vivía “de arriba”. Esa frase le pareció injusta y le dolió profundamente. No se calló: “¿De arriba? Me duele que me digas eso porque aposté a la relación y han sido mis años más tristes. Tuviste remisera, cocinera, empleada, babysitter y pareja. ¿No será al revés? ¿Que vos te ahorraste todos esos sueldos conmigo? Guille reculó. Pero la verdad es que yo no sentía su casa como si fuera mi casa. Veía los azulejos rotos y no podía hacer nada. No invitaba a mis amigos porque me daba vergüenza vivir en ese caos, no querían que vieran eso ni como me trataban los chicos”.
Cuando estaban solos, sin interrupciones ajenas, la relación era excelente, pero el resto del tiempo familiar se había vuelto difícil de soportar. Las sesiones con el psicólogo la sostenían.
Con el paso de los años los tres hijos mayores se fueron a vivir solos. Uno partió al centro, a vivir con amigos, para poder ir a la universidad. Otros dos se mudaron con sus parejas. Uno de los perros ya había muerto y el gato se lo había llevado el mayor de los chicos. Ahora eran Guille, ella, el menor y solo una mascota. La paz comenzó a reinar. Marina empezó a llevarse mejor con ellos a la distancia. Ya eran adultos y entendían mejor la situación. Ella no había venido a desplazar a su madre y no podía hacer nada frente al dolor por esa muerte injusta. En 2022, el menor también se mudó a vivir solo en Areco y Marina convenció a Guillermo de volver al centro. A su departamento de soltera de techos altos y ventanas luminosas. Le avisó a su inquilino que quería recuperar su casa. Y así fue.
Recuperar la pareja
Le costó convencerlo, pero al final alquilaron la casa de Areco y se mudaron al centro.
“¡Ahora es él el que siente que mi casa no es la suya! Yo la tengo impecable, me encanta el diseño y él dice que no es su estilo. Tendríamos que ir a terapia de pareja. Yo estoy feliz viviendo de vuelta acá y sin interferencias. Con su hijo menor tuve una buenísima charla el otro día y con el mayor nos pedimos perdón por algunas cosas que nos habíamos dicho. La verdad es que siento que, después de todo este tiempo, de alguna manera ayudé a que se hicieran hombres y se independizaran. Al no haber presiones la relación es mucho más descontracturada”.
Marina dice que en este punto sintió que habían recuperado la pareja. Vino una etapa feliz de reencuentro y planes de a dos. De disfrute. Un viaje a Turquía maravilloso y el proyecto de otro a Tailandia más adelante. Los dos trabajaban y ya el dinero se lo podía gastar en ellos.
Sin embargo, en 2023, poco antes de un viaje de Marina a los Estados Unidos para visitar a su familia, ocurrió un imprevisto. “Le agarré el teléfono para algo, no recuerdo para qué, y vi que había un mensaje de una mina que le decía que antes del masaje tenía que ducharse. Yo me he dado mil masajes en mi vida y jamás me pidieron que me bañara antes. ¡No era normal! Era una prostituta. Lo encaré y le pregunté en qué andaba. Me negó todo y me dijo que no era lo que yo pensaba. Que solamente era un masaje normal. Me fui igual de viaje y le dije que pensara en lo que hacía porque no podía destruir una relación de trece años por algo así”.
Antes de viajar, encaró a su pareja y le preguntó por un mensaje de una mujer que le decía que “antes del masaje tenía que ducharse”- (Imagen Ilustrativa Infobae)
Se fue, pero el bichito de la desconfianza había empezado a recorrer su camino en el corazón de Marina.
La menopausia y una nueva crisis
Marina saca el tema que la preocupa. Reconoce que con la reciente menopausia siente que se volvió una mujer asexuada. Cree que este es un poco el motivo de su nueva crisis de pareja.
“Estoy convencida de que nuestra crisis actual viene porque de pronto me encontré totalmente asexuada luego de la menopausia. Un día, hace poco, consciente de esto, me puse las pilas. Le mandé un mensaje “esta noche podemos jugar”. Curiosamente, él me respondió que estaba cansado, que lo dejáramos para el fin de semana. Se me prendieron todas las alarmas. Era raro, él siempre tenía ganas de tener sexo, todos los días. El sábado siguiente a esto me pidió que le hiciera un trámite desde su celular. Aproveché y fui directo a los mensajes de WhatsApp. Miré el día jueves y ahí estaban los mensajes borrados y una foto de una mujer que en su perfil decía casa de masajes… Cuando se fue a bañar dejé el teléfono con el mensaje abierto sobre la cama. Otra vez negó todo y me dijo que yo entendía cualquier cosa, como si fuese una tarada. Terminó aceptando que sí, que tenía el contacto, pero que no era para él sino para un amigo que le había pedido. Ridículo. Esto pasó el fin de semana pasado. Le dije que teníamos que poder hablar. Porque cuando se enoja, que es muy cada tanto, grita. Le dije que en este palacio, mi palacio, mi depto, no se grita: se habla”. Pero Guillermo sigue mudo y practicando la negación y Marina, en shock, sigue revisando su pasado: “Si repaso veo errores serios. Él, hace catorce años, tendría que haber tenido una charla previa con sus hijos cuando me dijo que fuera a vivir a su casa. También veo que a él nunca le importó en serio mi desarrollo laboral ni se preocupó por saber demasiado de mi familia. No pregunta, es como que no se interesa en profundidad. Cuando estoy medio bajón, como ahora, pienso que más que amor fue necesidad. Guillermo precisaba a alguien que estuviera en su casa para esperar a sus hijos cuando llegaran del colegio. Como viudo requería de una mujer que le solucionara las cosas y aparecí yo que dejé todo para ocuparme de su familia”.
Marina comenzó a sentirse triste y desinteresada por el sexo (Imagen Ilustrativa Infobae)
Marina sigue pensando y me dice: “Uno perdona una infidelidad porque es cierto que estoy asexuada… y los hombres son más básicos en el sexo, es como que lo necesitan más. Por ahí, en esta etapa de mi vida si tengo que elegir prefiero comerme una rica torta a tener sexo. ¡Me hago un montón de cuestionamientos! Si tiene una aventura capaz que se lo perdonaría, pero prefiero no saberlo. Mejor que no confiese. Hoy estuve con una amiga mía que vive afuera y hablamos mucho de la menopausia. Le pasa lo mismo que a mí, siente que no está más interesada en el sexo y le cuesta que su pareja lo entienda. ¡Es una etapa tan distinta! Es algo hormonal. Ya no quiero sexo. Le dije a Guillermo el otro día: ¿Alguna vez me preguntaste porque no tengo ganas? No, me respondió. Seguí diciéndole: bueno te cuento que estoy menopáusica y que tengo estos síntomas y se los describí. Antes no era así, nunca fui así, es algo que me pasó. Se lo tengo que explicar porque él no indaga, es quedado. Entonces, le expliqué, que necesito mucho más romanticismo para tener ganas de sexo. Hay que acordarse durante el día de mandarse mensajes amorosos. No estoy para ir a la cama de una. Ya no. Él es muy buen padre y buena persona. Pero ahora me siento triste, porque siento que me lastima con su conducta. Mi hermana mayor me dijo una vez que el adulterio tiene que ser adultamente, sin dejar rastro, si vas a hacerlo hacelo bien, pero sin lastimar. No sé si es así. Pero igual ya te dije, creo que es mejor que no me confiese nada, que me siga negando lo que hace. Porque no sé qué haría si me lo admitiera. Creo que las relaciones pasan por un montón de estadios y nosotros estamos en un momento que para mí es de compañerismo. Sé que me quiere mucho, también sé que los hombres necesitan tener sexo hasta cualquier edad. Las mujeres en general por lo que hablo con amigas no es tan así. También me gustaría que él pudiera conectar más con mi historia. Estoy pensando en convencerlo de hacer terapia juntos para ver cómo encarar las cosas, el futuro y cuidarnos para la vejez”.
Por Carolina Balbiani-Infobae