Los gigantes tecnológicos, al margen de todo control social, están acumulando demasiado poder sobre nuestras economías, nuestras democracias y nuestras mentes son conglomerados demasiado grandes que utilizan prácticas anticompetitivas para ampliar su mercado, generan deliberadamente adicción y se lucran erosionando la privacidad de los usuarios
Resultan ser también un eficaz vehículo de campañas deliberadas de desinformación y de contenidos socialmente indeseables: xenófobos, racistas, antidemocráticos, de odio…
El tratamiento de la metástasis digital que denuncia el techlash no puede limitarse a tratamientos paliativos: requiere una curación sistémica
El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: “Te daré todo esto si te arrodillas y me adoras”. Mateo, 4, 8.
En los primeros tiempos de Internet, el futurista John Percy Barrow dirigió una Declaración por la independencia del ciberespacio a los Gobiernos de la época: “No tenéis ningún derecho a gobernarnos y tampoco poseéis ningún método de coacción que debamos temer. Su arrogante proclama se justificaba por una ideología libertaria y la utopía de un futuro en que el potencial de las tecnologías digitales habría de erosionar, cuando no eliminar, la preeminencia de poderes centralizados en la política, la economía y la comunicación social. Internet empoderaría a los individuos para derrumbar barreras y eliminar fronteras y controles, para conseguir gobiernos abiertos, contenidos abiertos, una educación universal y una economía de ofertas y demandas personalizadas que convertiría en obsoletos los grandes monopolios de la economía industrial.
Durante las décadas siguientes, Administraciones públicas, organizaciones empresariales, medios de comunicación, consultores y creadores de opinión promovieron lo digital de forma unánime y sin apenas matices. Tolerando o incluso apoyando, también sin reservas, una expansión descontrolada de las empresas tecnológicas, de su dimensión y de su influencia.
Esa unanimidad se resquebraja. Emerge ahora un techlash que, incluso desde publicaciones como The Economist y el Financial Times, cuestiona la actuación y el impacto de las grandes empresas de tecnología.
El fenómeno techlash refleja la conciencia creciente de que los gigantes digitales, al margen de cualquier control social efectivo, acumulan demasiado poder sobre nuestras economías, nuestras democracias, nuestras sociedades e, incluso, sobre nuestras mentes. Sus servicios resultan útiles para centenares de millones de usuarios, pero producen a la vez efectos colaterales socialmente nocivos. Son conglomerados demasiado grandes, utilizan prácticas anticompetitivas para ampliar su mercado, generan deliberadamente adicción y se lucran erosionando la privacidad de los usuarios, a la vez que resultan ser también un eficaz vehículo de campañas deliberadas de desinformación (fake news) y de contenidos socialmente indeseaables (xenófobos, racistas, antidemocráticos, de odio).
La reacción techlash se manifiesta a varios niveles. Las Administraciones públicas, en mayor medida en Europa pero también en Estados Unidos, empiezan a intervenir o se preparan para ello. Pero se enfrentan a una triple limitación. La de una legislación (sobre la competencia, sobre la privacidad, sobre la propiedad intelectual, sobre la libertad de información) diseñada cuando la aceleración digital era impensable. También a la evidencia de que ni el coste de los procesos legales ni las sanciones económicas resultan disuasorios para los gigantes digitales. Y, last but not least, por la evidencia de que los procesos democráticos para reformas regulatorias de calado son más lentos que la evolución y adopción de las tecnologías. Más aún cuando (como pone de manifiesto la polémica sobre la regulación de los VTC) esas reformas encuentran la oposición de segmentos de la población cuya adicción a la comodidad que les brindan los servicios digitales es más fuerte que la conciencia de sus efectos colaterales.
Influir en las elecciones
En paralelo, personas que en su momento colaboraron en la creación de las plataformas digitales dominantes consideran ahora que estas se han convertido en un monstruo fuera de control. Sean Parker, que presidió Facebook en sus inicios, es uno de los que aseguran que sabían desde un principio que explotaban una “vulnerabilidad de la psicología humana” para generar una plataforma adictiva. Chris Hughes, cofundador de Facebook, describe en The New York Times su decepción por no haber considerado en su momento hasta qué punto Facebook “podría cambiar nuestra cultura, influir en elecciones y empoderar a líderes nacionalistas”. Añade que el poder de Mark Zuckerberg no tiene precedentes y que procede de fragmentar la empresa (propietaria de Instagram y Whatsapp), una propuesta respaldada por Elizabeth Warren, una de las aspirantes a la nominación demócrata a la presidencia de EE UU.
Desde otra perspectiva, Yuval Harari, un historiador israelí autor de best-sellers, sostiene que nuestras mentes están siendo o han sido hackeadas. La catedrática de Harvard Shoshana Zuboff detecta la emergencia de un “capitalismo de vigilancia”, centrado en explotar nuevos mercados de predicción y modificación del comportamiento de las personas. Markus Gabriel, un influyente joven filósofo y humanista alemán, proclama que Silicon Valley y las redes sociales son grandes criminales e insta a una revolución ciudadana que conduzca a ponerlos bajo control.
Resulta cómodo, pero insuficiente, centrarse solo en una imagen a la cual demonizar, sea la de los CEO de las plataformas digitales, la de sus empresas o la de Silicon Valley en general. Porque todos ellos han evolucionado apoyados por sus inversores, que, a su vez, representan al capitalismo de libre mercado que empezó a tomar forma en la década de 1970. Lo que ha sucedido podría haberse predicho si no hubiéramos estado tan deslumbrados por la magia de las tecnologías y hubiéramos reflexionado mejor sobre la historia.
Bienes falsos
Desde principios del siglo XIX el capitalismo se ha expandido explotando lo que Karl Polanyi caracterizó como bienes falsos. En una fase inicial, la naturaleza, el trabajo y el dinero; más adelante, el conocimiento, los contenidos y todos los commons de los que ha podido apropiarse. Manuel Castells detectó en su momento que el capitalismo digital, capitalismo al fin y al cabo, desplazaría al industrial porque es más eficiente en la acumulación de dinero y poder. Es probable que no imaginara ni la velocidad ni el alcance de su despliegue. Pero la lógica de la explotación corporativa de lo digital es la misma con la que el historiador David Noble describió en America by Design la consolidación del capitalismo industrial de principios del siglo XX.
Desde esta óptica, el tratamiento de la metástasis digital que denuncia el techlash no puede limitarse a tratamientos paliativos: requiere una curación sistémica. Es cierto, como se argumenta desde el IESE, que la regulación llega tarde y fragmentada, por lo que no parece sensato trasladar a los reguladores toda la responsabilidad de solucionar el desajuste, más aún cuando la confianza en las instituciones democráticas no está en su mejor momento. Pero ello no convierte en razonable confiar en que los líderes empresariales quieran y sepan apostar por la ética y la autorregulación. Sobre todo porque se precuparán más por proteger sus negocios de una potencial reacción masiva adversa a lo digital que de proteger a los ciudadanos de los excesos digitales.
La alternativa, o como mínimo el complemento, a una regulación que llega tarde, sería alcanzar un pacto digital en la línea del propuesto por Telefónica: que sea la sociedad en su conjunto la que alcance un acuerdo base sobre los principios éticos y valores de un mundo digital, un acuerdo que implicaría desarrollar en torno a lo digital un estado de conciencia similar al emergente sobre los plásticos, los alimentos procesados y la movilidad sostenible, ámbitos que precisan regulación, pero también cambiar la conciencia de consumidores perezosos o irresponsables. No será fácil, pero ha de ser posible teniendo en mente la prescripción de Peter Drucker; solo hay tres cosas que ocurren espontáneamente en un grupo: desorientación, fricción y resultados por debajo de lo esperado. El resto requiere liderazgo. Pues eso.
Por Ricard Ruiz de Querol-ElDiarioAr