El orden internacional sigue desafiando a los Estados Unidos con problemas que, según cómo vote su sociedad en noviembre, podrán solucionarse o agravarse.
Como desde hace décadas, ante cada elección presidencial en los Estados Unidos los líderes del resto del planeta hacen sus cálculos sobre el impacto que tendrá en sus países: conflictos armados o guerras comerciales, acuerdos de paz o salvatajes económicos. Incluso la estabilidad de muchos regímenes, aliados y enemigos.
Sin embargo, la respuesta a si conviene que ahora gane Kamala Harris o Donald J. Trump se ha cargado de condicionales. Y por una sencilla razón: pasada la Guerra Fría y la etapa “unipolar”, es tanto lo que Estados Unidos puede hacer con el mundo… como lo que el mundo puede hacer con él.
Las categorías “unipolar”, “bipolar” o “multipolar” no alcanzan para explicar un “mundo en ebullición” –como dice la italiana Nathalie Tocci– con escasa gobernanza global, inestabilidad sistémica y crisis superpuestas: un interregno de fragilidad económica, democrática, social y ambiental planetaria.
¿Cuál es hoy el verdadero alcance de la influencia estadounidense, antiguo sostén del “orden internacional liberal” de posguerra, cuando una frenética revolución tecnológica está cambiando economías y sociedades enteras alimentando un “tecno-feudalismo” global que empequeñece el poder de países soberanos?
Los márgenes de predicción se reducen, incluso, para la primera potencia económica y militar. En Ucrania o Gaza, el poder de Washington acciona, pero a veces también solo reacciona detrás de los acontecimientos.
Las cosas terminan de complicarse por la dinámica de la propia política estadounidense. ¿Hasta dónde mantendría Harris el approach diplomático general de Joe Biden que reivindicó ante la Convención Demócrata? Y Trump, ¿radicalizará sus posiciones ahora que “la comunista Harris” lo supera en las encuestas?
Un Trump recargado
Sobre la guerra en Ucrania, el expresidente Trump dijo que podría arreglar el conflicto en un solo día. Si hay algo predecible en una eventual segunda administración, es que reflotaría su diplomacia personalista.
El movimiento trumpista ya copó un Partido Republicano cuya política exterior neoconservadora reivindicaba el “orden internacional liberal” y el “deber” de los Estados Unidos de intervenir en el extranjero para restablecerlo. Por eso, si entre 2017 y 2021 ya practicó el aislacionismo y rompió con foros y acuerdos multilaterales, Trump podría volver con una versión recargada.
Europa sería un primer escenario de impacto, Trump promete imponer aranceles generalizados de importación de 10-15%, que podrían costarle hasta 150 mil millones de euros a la UE. Y, con la guerra en Ucrania abierta, también afectaría a la OTAN, a la que ya amenazó con desfinanciar y facilitar las cosas a Rusia.
En cuanto a Gaza, el expresidente –quien en 2020 forjó los históricos Acuerdos de Abraham que acercaron a Israel con varios países árabes– presiona a su amigo Benjamin Netanyahu por un alto el fuego, pero esta vez descree de una solución de dos Estados israelí y palestino, que considera “muy, muy difícil”.
¿Y China? Desde Barack Obama (2013-2021), el Departamento de Estado no se aparta de un guion básico: competir con Beijing en los campos tecnológico, económico y militar, pero reduciendo riesgos (de-risk) de una ruptura total. La diferencia es que Trump mantiene la “amenaza china” como recurso electoral, pese a que Biden acentuó la confrontación ante una China cada vez más asertiva.
Trump alerta otra vez sobre el “peligro” de la inmigración, asunto top para los votantes, aunque por lo demás América Latina ocupe un lejano o segundo plano para Washington (salvo México, por vecindad, y Cuba y Venezuela, por ideología).
Trump ofrece a los estadounidenses la mayor deportación en la historia del país, con campos de detención y “control ideológico” para impedir el ingreso al país de “lunáticos peligrosos, odiadores, fanáticos y maníacos” de religión musulmana.
Política partidaria
A diferencia del personalismo de Trump entre los republicanos, Harris necesita apegarse a una línea de política exterior del Partido Demócrata, históricamente construido en torno de coaliciones internas y agendas, más que de líderes.
Al aceptar la nominación demócrata esta semana, reivindicó a la Administración Biden por haber “reforzado, y no renunciado, a nuestro liderazgo mundial”, pero con aliados, buscando un medio entre el intervencionismo y el aislacionismo de Trump.
Harris compartió como vice la “política exterior para la clase media” de Biden, cuyo éxito se mide por la prosperidad de cada estadounidense: empleo, inclusión social y sostenibilidad ambiental. En 2019, se declaraba “antiproteccionista” y contraria a una guerra de aranceles con China, pero lo reconsideró, como muchos demócratas.
Aunque nunca visitó China, la vicepresidenta ha hecho de los derechos humanos una cuestión de la relación bilateral y respeta la doctrina bipartidista de contener a Beijing en todos los terrenos, en particular el tecnológico: “Como presidenta, me voy a asegurar de que Estados Unidos, y no China, gane la competencia del siglo XXI”.
Difícilmente Harris abandone el pivot to Asia (giro hacia Asia) que inició EE.UU. en 2011 o debilite las alianzas en el sudeste asiático y el indopacífico que fortalecen su posición frente a China, como el Aukus (Australia y Reino Unido) y QUAD (India, Australia y Japón), donde Washington puede influir, pero no exigir.
Harris ha reiterado su compromiso “inquebrantable” y “sacrosanto” con la alianza transatlántica OTAN y su “firme” apoyo a Ucrania, aunque dijo que insistirá en promover un acuerdo de paz “justo y duradero” entre Kiev y Moscú. En medio, tendría que seguir lidiando con el Congreso por más ayuda militar a Kiev.
En Medio Oriente, asume la alianza histórica con Israel y su derecho a defenderse del terrorismo islámico, pero repudia con las bases demócratas el costo de las 40 mil víctimas civiles causado en Gaza. Acaso Biden apuntale la campaña de Harris mediando un cese del fuego e intercambio de rehenes entre Israel y Hamas, camino a una solución de dos Estados, “único camino” de salida del conflicto, según ella.
Por fin, Harris seguirá la línea de Biden de “asegurar las fronteras” sin repudiar por ello a los inmigrantes, como hace Trump. Como vice, intentó frenar el flujo migratorio hacia la frontera con acuerdos para fomentar empleo en las economías de América Central (el Triángulo Norte Guatemala-Honduras-El Salvador).
“No vengan”, dijo desde Guatemala a los centroamericanos en 2021. En 2024 ya sabe que no es tan fácil, que el mundo sigue desafiando a los Estados Unidos con problemas que, según cómo voten los estadounidenses en noviembre, la Casa Blanca puede ayudar a resolver o complicar todavía más. Con Harris. O con Trump.
Por Jorge Argüello-Autor del libro Las dos almas de Estados Unidos, exembajador de Argentina en Washington. Presidente Fundación Embajada Abierta