Las intervenciones de Trump parecen responder menos a un impulso clásico de pacificación que a un intento de asegurar ventajas estratégicas para su país.
En los últimos meses, Donald Trump intervino —con distintos grados de intensidad— en tres conflictos de alto voltaje: Israel-Hamas, Venezuela y Ucrania-Rusia. A simple vista, se trata de escenarios dispares, con actores y dinámicas difícilmente comparables. Sin embargo, detrás de ellos emerge un patrón nítido: Trump está convirtiendo la política internacional en una extensión dramática de su estrategia de poder doméstico.
Desde su irrupción política, muchos lo leyeron como un aislacionista que, bajo el lema “America First”, buscaba limitar la presencia global de Estados Unidos. Pero esa interpretación desconoce el contexto actual: la emergencia de China como contrapeso estratégico, el declive del orden liberal internacional basado en reglas diseñado tras 1945 y la transición hacia un mundo de hegemonías fragmentadas.
En ese escenario, incluso un líder reacio al multilateralismo termina empujado a intervenir. Y Trump lo hace a su modo: no para sostener la arquitectura institucional heredada, sino para moldear un entorno capaz de contener el ascenso chino y preservar la influencia estadounidense.
Las intervenciones de Trump parecen responder menos a un impulso clásico de pacificación que a un intento de asegurar ventajas estratégicas para su país y consolidar un relato de capacidad personal. Para sus seguidores, encarna al negociador que desbloquea situaciones en las que otros solo encontraron límites.
Esa retórica se inscribe en una larga tradición republicana: Nixon abriendo el diálogo con China en 1971 o Reagan negociando con Gorbachov antes del fin de la Unión Soviética. Trump aspira a inscribirse en esa genealogía, aunque con un estilo radicalmente distinto: personalista, transaccional, muchas veces improvisado.
Presentarse como “peacemaker” no desentona con la intensidad de su retórica; más bien, ambos elementos forman parte de la estrategia con la que construye autoridad ante su audiencia. Trump insiste en que solo él puede alcanzar acuerdos porque no está atado a la corrección política ni a los códigos diplomáticos. La búsqueda casi explícita del Premio Nobel de la Paz encaja en esta lógica: la política exterior como vitrina de la excepcionalidad personal.
A la vez, detrás de su narrativa hay un cálculo geopolítico: condicionar al resto de los actores globales, especialmente a China. Beijing no solo rediseña el multilateralismo a su favor y amplía los BRICS con países del Sur Global, sino que exhibe poder duro, como el reciente desfile militar en Beijing que reunió a Rusia, Corea del Norte e Irán. Cada movimiento de Trump debe leerse en contraste con esos gestos.
En Estados Unidos, la frontera entre política exterior y doméstica siempre fue tenue. Un país que definió el siglo XX —con su rol en dos guerras mundiales y la victoria en la Guerra Fría— no puede separar lo que hace afuera de lo que sucede puertas adentro.
Hoy ese vínculo aparece todavía más nítido: la sociedad está profundamente polarizada, casi calcificada en dos mitades irreconciliables, pero el consenso bipartidista se mantiene en materia de política exterior. Trump lo sabe y lo explota. Las nuevas tecnologías, además, reducen costos políticos: decisiones como el bombardeo en Irán se traducen en videos y no en largas filas de féretros, como en lo que el mismo llamó “guerras estúpidas”.
China reaparece como variable electoral central. Para el votante estadounidense promedio, la amenaza china se expresa en empleo, inflación y precios de los alimentos más que en disputas geoestratégicas lejanas. Por eso Trump anunció una tregua comercial, una visita a China en 2026 y la revisión de los aranceles que encarecieron bienes internos. No es moderación ideológica, sino pragmatismo electoral: evitar que la guerra comercial erosione su propia base.
Trump usa la política exterior como lo hicieron Carter, Clinton o Bush, pero en un mundo distinto. Estados Unidos ya no actúa como la gran corporación global que garantizaba estabilidad a cambio de mantenerse capitalizada, según la metáfora de Adam Posen. Washington concluyó que aporta más de lo que recibe, y ese diagnóstico explica tanto los aranceles generalizados como su exigencia a Europa de mayor inversión en defensa dentro de la OTAN.
El contexto internacional tampoco ofrece anclajes: predomina un aparente caos sistémico donde quizá exista un orden aún por descifrar. Trump se mueve en esa incertidumbre con una diplomacia volátil y personal. Sus acuerdos —de concretarse— serán frágiles por definición.
¿Esta estrategia lo fortalece o lo debilita? Difícil anticiparlo. La política estadounidense de los últimos años mostró una gran imprevisibilidad. En 2022, cuando parecía que los demócratas estaban condenados en las elecciones de medio término, una agenda centrada en el derecho al aborto cambió el resultado.
Fenómenos como el del legislador Zohran Mamdani, insultado por Trump y luego recibido con elogios en la Casa Blanca, revelan un escenario menos lineal de lo que su retórica sugiere.
Lo único claro es que Trump juega dos partidas simultáneas: una global, donde busca contener a China y recuperar centralidad para Estados Unidos; y otra doméstica, donde pretende mostrarse como un líder eficaz capaz de lograr lo que otros no lograron. Ambas esferas están entrelazadas, y sus movimientos en Medio Oriente, Venezuela y Ucrania-Rusia no pueden entenderse fuera de esa doble lógica.
El mundo puede cambiar mucho de acá a las elecciones de 2026. Y el humor del electorado estadounidense, también. Pero algo parece firme: para Trump, la política exterior no es un fin. Es un camino, un escenario y, sobre todo, una herramienta para consolidar el poder interno.
Por Jorge Argüello-Presidente Fundación Embajada Abierta. Ex Embajador argentino ante: ONU Estados Unidos Portugal. Sherpa en el G20



