La persistencia de la desigualdad social ha sido en las últimas décadas el fundamento del malestar y la conflictividad en América Latina.
La pandemia, naturalmente, agravó la situación. Según datos de la FAO, en 2021 el hambre afectaba a 56,5 millones de personas en la región. Y ya en 2020, el 21% de la población de América Latina (117,3 millones de personas) y más del 50% de la población del Caribe (13,9 millones de personas) no podía costear una dieta considerada saludable.
En términos de crecimiento, el escenario ha sido extremadamente frágil en la última década y obliga a agudizar el análisis para encontrar puertas de salida que conduzcan a un camino de desarrollo. Un relevamiento de la Cepal da cuenta de que entre 2014 y 2023 el incremento del PBI en la región fue de apenas el 0,8%, tasa inferior a la que se registró en la llamada “década perdida” de los 80, cuando tuvo lugar la crisis de la deuda y la economía se fortaleció entonces en un 2%.
Hoy, el margen para llevar adelante políticas públicas es cada vez más reducido como consecuencia de fenómenos globales como la pandemia y el impacto de la guerra entre Rusia y Ucrania y de condicionamientos muy rígidos para muchos países de la región en términos de peso y características del endeudamiento.
Frente a este escenario crítico en el plano económico y social, está en nuestras manos la posibilidad de consolidar un nuevo regionalismo progresista en el plano interno y de acción ambiciosa en el ámbito externo. En primer lugar, la mirada social de los líderes latinoamericanos que asumieron en buena parte de la región fortalece la aspiración de las comunidades de ver restaurados y ampliados derechos que en algún momento de la última década estuvieron en entredicho. Pero este es un primer paso que debe, necesariamente, ser acompañado por otro: la recuperación de niveles de crecimiento y de distribución de ingresos que atenúe el malestar social y consolide una democracia con desarrollo en nuestra América.
Está claro que los desafíos son múltiples y urgentes. La región se ha enfrentado en las últimas dos décadas a problemas comunes:
Los elevados niveles de endeudamiento, que condicionan las políticas económicas y lesionan la estabilidad macroeconómica. En los últimos años, las condiciones en los mercados financieros internacionales se han vuelto considerablemente más severas debido al endurecimiento de la política monetaria más sincronizada que ha tenido lugar en décadas y a la incertidumbre que sigue produciendo el conflicto en Ucrania. El menor apetito de riesgo y el hecho de que la Reserva Federal de los Estados Unidos subiera las tasas de interés en varias ocasiones llevaron a que el dólar se fortaleciera y a que los flujos financieros dirigidos a los mercados emergentes y a las regiones en desarrollo disminuyeran notoriamente. Según la Cepal los flujos netos de inversiones de no residentes hacia los mercados emergentes disminuyeron un 85% en 2022 en comparación con el año anterior y los que llegaron a América Latina y el Caribe se redujeron un 41%. Adicionalmente, la pandemia, que provocó una sensible disminución de los ingresos públicos en casi todos los países, derivó en que la deuda bruta en América Latina pasara de representar el 67,9% del PIB en 2019 a resultar equivalente al 77,4% en 2020. Es cierto que el nivel de endeudamiento retrocedió en promedio en 2022, pero sigue estando muy por encima de los niveles observados por última vez hace dos décadas, a la salida de una serie de profundas crisis financieras.
La tendencia a la reprimarización de la economía, en un mundo que se reacomoda en “fábricas regionales” con industria y servicios de alto valor agregado. Los factores de origen externo antes mencionado han reducido los espacios para profundizar políticas activas de desarrollo industrial e innovación tecnológica que agreguen valor a las exportaciones.
Los primeros síntomas bien perceptibles del cambio climático, que ya generan pérdidas económicas y biológicas gigantescas y hacen peligrar cualquier estrategia de desarrollo.
El avance de nuevos patrones de desestabilización de los oficialismos, donde un régimen constitucional ya no es interrumpido por las fuerzas armadas como ocurría en décadas pasadas, sino que es puesto en jaque por corporaciones con ramificaciones en el Poder Judicial y en el sector financiero y con alto poder de fuego en el ámbito mediático.
La creciente presión de la rivalidad entre Washington y Beijing, que impacta de lleno sobre nuestras agendas de decisión común y compromete la autonomía de nuestras relaciones internacionales.
Frente a estos condicionamientos, ¿es posible pensar en un nuevo regionalismo latinoamericano que pueda enfrentar de manera coordinada estos desafíos? Las últimas cumbres de la Celac y la Unasur son una señal de que es necesario establecer consensos básicos y sustentables con nuestros vecinos. Se trata de una opción no negociable, porque de esta acción común depende nuestro futuro.
Como ocurrió con el carbón y el acero en los orígenes de la integración europea hace más de setenta años, América Latina debe forjar un núcleo de coincidencias irrenunciables que puedan extenderse más allá de los péndulos ideológicos de la región y los vendavales del tablero mundial.
Dicho de otro modo, intereses comunes, permanentes y de realización posible que le den un rumbo sostenido para sortear los obstáculos que propone el siglo XXI y afrontar la incertidumbre que se ciñe hoy sobre el planeta. Nuestra integración regional no tiene por qué ser perfecta o total. Ninguna lo es. Lo relevante consiste en sostener el compromiso en el tiempo, porque ello nos llevará progresivamente –citando a Jorge Luis Borges– a “la extraña resolución de ser razonables”, de acentuar nuestras afinidades y procesar nuestras diferencias.
¿Cuáles deberían ser nuestras prioridades? Entre ellas incluiríamos sin duda las siguientes:
La protección de nuestros recursos naturales y programas comunes para procesarlos y agregarles valor internamente.
Enhebrar posturas en común para negociar con las grandes potencias sin alineamientos rígidos ni diplomacias contradictorias, estableciendo una coordinación que nos permita potenciar nuestra voz en los organismos multilaterales.
Garantizar que la región será una zona de paz y desnuclearizada, hoy más importante que nunca. En virtud de los conflictos internacionales que agregan turbulencias en el tablero mundial y alteran las decisiones de los capitales que buscan oportunidades de inversión, una América Latina pacífica y estable es un activo que se debe preservar.
Generar espacios de aprendizaje y cooperación frente a las amenazas transnacionales, como el narcotráfico y el crimen organizado, que tienen la potencialidad de desestabilizar a nuestra soberanía en un grado más contundente que los conflictos convencionales.
Comprometernos a generar las condiciones para un crecimiento a paso seguro de nuestro comercio intrarregional, que priorice nuevas industrias y servicios digitales. Es cierto que al igual que en 2021, en 2022 el comercio intrarregional creció más que las exportaciones totales de la región, según refiere la Cepal. No obstante, esta recuperación no alcanza para compensar el impacto de una tendencia declinante que comenzó a mediados de la década pasada y que se profundizó en 2020 como consecuencia de la pandemia. Si el comercio intrarregional se debilita, será una utopía avanzar hacia una recuperación inclusiva y transformadora.
Reducir nuestras históricas desigualdades, cruzadas por diferencias raciales, de género, y económicas.
En conclusión, evitar cursos de acción rígidos y anudar en cambio consensos duraderos supone un escalón imprescindible para una estrategia individual y común orientada a expandir nuestras posibilidades productivas, crear más y mejor empleo y reducir drásticamente la desigualdad.
Por Jorge Argüello – Embajador argentino ante los Estados Unidos