Es urgente ponerse de acuerdo para evitar que los problemas de un mundo en “policrisis” se multipliquen y que la cooperación entre los Estados se debilite todavía más.
Por varias razones tan lejanas en el planeta como próximas en el país, el ejercicio de la diplomacia en todas sus formas ha vuelto al primer plano de la opinión pública, que, en estos tiempos de inmediatez y de acción directa, recela cada vez más de las formas y la paciencia que demanda el arte de la negociación y del compromiso.
Cuando se trata de negociaciones entre Estados, esa brecha puede agigantarse hasta establecer una distancia que genera en muchos ciudadanos sentimientos de desconfianza, e incluso desprecio por cualquier tipo de compromiso. Ni hablar si la diplomacia involucra a muchos países al mismo tiempo.
Cuántas cumbres, cuántas conferencias, cuántas “declaraciones finales” más harán falta, se pregunta el hombre de a pie tomando nota de tantos conflictos. Tampoco es algo nuevo. “Cuando sea grande trabajaré de intérprete de la ONU”, le hacía decir Quino a la niña Mafalda. “Estudiaré inglés, ruso. Y por las dudas, algo de judo”.
La forma más perfeccionada de la actividad diplomática a escala global resultó, sin dudas, en la Organización de las Naciones Unidas que entusiasmaba a Mafalda, creada al cabo de dos guerras mundiales que probaron que el conflicto armado puede cambiar fronteras, pero nunca mejorar las sociedades que las separan. No lo arreglaría todo, pero su escenario era mejor que nada.
El de la diplomacia moderna es un mundo de siglas que se han ido multiplicando (de la ONU al G20 pasando por la OCS, la Asean, la Cedeao y los Brics), de reuniones de países en todas sus formas y de documentos internacionales (convenciones, tratados, acuerdos) que procuran una “gobernanza” global. Sin embargo, nuevamente, ante una “policrisis” como la actual, ese manojo de herramientas mundiales resultan artefactos abstractos para gran parte de la humanidad, cuando no casi inútiles. Ya no alcanza con que el sistema multilateral sea mejor que nada: la realidad le demanda ahora superarse de una vez.
El avance de problemas nítidamente globales, desde el calentamiento global hasta las migraciones forzadas, desde el crimen organizado hasta las pandemias, desde guerras tecnológicas hasta la emergencia de nacionalismos extremos, desnuda cada día las falencias de una desgastada arquitectura multilateral.
Quién gobierna el mundo. El propio sistema ha tomado en estos días conciencia de la situación y sus riesgos, sobre todo con las imágenes de Ucrania y Gaza golpeando a diario la sensibilidad de todos desde las pantallas de nuestros teléfonos y cuestionando la capacidad –y hasta la justificación– de la diplomacia como herramienta de prevención y solución de las amenazas a la paz y seguridad internacional.
Así, el secretario general de la ONU, António Guterres, reconoció recientemente que la gobernanza multilateral, concebida en tiempos menos complicados, conectados y acelerados, se ha probado insuficiente. Lo hizo al convocar a la Cumbre del Futuro 2024 –sí, otra cumbre–, que revisará las fallas estructurales de las instituciones que sostienen el actual orden mundial, el político, pero también el económico.
Hace una década y media, de algún modo, la Cumbre de Líderes del Grupo de los 20 (G20) países desarrollados y emergentes, un foro multilateral integrado por países con distinta relevancia sistémica que incluye a Argentina, intentó salvar en parte esas falencias. Entonces, la crisis financiera global –la primera importante de esta fase de globalización– alumbró una diplomacia de cumbres más directa y ejecutiva, en la que las relaciones personales entre líderes pareció más adecuada que los largos debates en la ONU, su Consejo de Seguridad o el resto de sus organismos para coordinar una respuesta inmediata.
Entonces, como explicamos detalladamente en ¿Quién gobierna el mundo? (2018, Capital Intelectual), libro escrito a partir de mi doble experiencia diplomática representando a la Argentina en la ONU y en el G20, el viejo orden desfallecía sin que pudiéramos vislumbrar definitivamente uno realmente nuevo.
La pregunta en aquel 2008 de por qué hacía falta un G20 si en la Asamblea General de la ONU ya estaba reunido un G192, expresivo del total de los países miembros, tampoco tuvo una respuesta contundente a la vista de los resultados del nuevo foro: permitió salir adelante de aquella crisis financiera y coordinar –años después– una respuesta a la pandemia, aunque sigue mostrando sus límites ante tensiones geopolíticas que ponen en vilo al mundo.
El G20 sirvió para evitar mayores desequilibrios, con una coordinación de potencias tradicionales y nuevas de un mundo ya multipolar, y abordar después asuntos no económicos pero globalmente también relevantes. Incluso la creación de los Brics de emergentes operó como buen equilibrio desde el Sur Global frente a la influencia del G7 de los países más desarrollados.
Pero, con todo, hay justicia en los reclamos sobre la ineficiencia de una “casta” de organismos y funcionarios y, es preciso, como reconoce Guterres, repensar su forma de operar de manera más transparente frente a la ciudadanía.
Preguntas. Sobre estas lagunas que exhibe la gobernanza mundial, el momento demanda conclusiones prácticas, incluso algunas particulares desde nuestro continente americano, atribulado por fenómenos migratorios y grandes amenazas sobre nuestra riqueza natural.
Vale preguntarse, en ese sentido: ¿seguimos abrazando los principios de inclusión, solidaridad y cooperación que fundan el multilateralismo y sostienen el sistema, o hay que revisarlos profundamente como desafían nuevas fuerzas emergentes aislacionistas? ¿Qué crea más desconfianza en el multilateralismo, el sistema como fue diseñado por el mundo bipolar de hace ocho décadas o solo la forma en que lo operamos ahora en este mundo G-Cero, en el que el poder luce tan repartido?
¿Necesita nuevas reglas y salvaguardias internacionales esta era multipolar en la que reina la inteligencia artificial para producir y para consumir, para hacer la política y la guerra? ¿Cómo se puede mejorar la representación en el actual sistema y cómo podemos mejorarla para regiones tan postergadas como América Latina? ¿Cómo asegurar la prevención de crisis –o policrisis– en tiempos tan acelerados e interconectados?
¿Cómo optimizar los mecanismos de seguridad colectiva ante tanto conflicto simultáneo? ¿Cómo articular debidamente el poder de los Estados con el del sector privado que lidera cambios tecnológicos de gran impacto social?
Como Mafalda, podemos seguir mirando un globo terráqueo y haciéndonos preguntas. O ponernos de acuerdo lo antes posible para evitar que las crisis se multipliquen y que la cooperación entre los Estados se debilite todavía más.
Hoy, más que nunca, el aleteo de una mariposa tiene efectos del otro lado del mundo.
Por Jorge Argüello- Presidente Fundación Embajada Abierta. Exembajador ante la ONU y Estados Unidos.