La sociedad y la política estadounidenses evidenciaron contar con reservas morales, intelectuales y comunitarias para sacar a relucir cuando la situación lo ameritara. ¿Seguirá ocurriendo eso ahora?
Antes de la elección de Donald J. Trump para una segunda presidencia,en estas mismas páginas describí las elecciones de noviembre pasado como una “prueba de estrés” para el antiguo sistema democrático de Estados Unidos, considerando lo que había pasado cuatro años antes con el asalto al Capitolio del 6 de enero (6-J).
La consolidación del trumpismo copando el Partido Republicano y despojándolo de sus raíces conservadoras liberales, con los demócratas desbandados y su electorado desmovilizado, devolvieron a Trump a la Casa Blanca. Y con tanto poder político que ahora la pregunta es: ¿soportará el sistema la implementación de sus polémicas políticas?
En mi libro “Las dos almas de Estados Unidos” (2024), analicé la profunda fractura de una sociedad que, tras pasar por las urnas, dejó a la primera potencia mundial en manos de uno de sus bandos, y decidido a gobernar ya no pese al otro, sino contra el otro.
El sistema político estadounidense, modelo e inspiración por más de dos siglos para gran parte del planeta (no consideramos aquí su interacción con el mundo), tiene como clave de bóveda un “check and balance”, un control cruzado entre sus brazos ejecutivo, legislativo y judicial. Pero con Donald Trump al frente y un movimiento incondicional detrás, surge la pregunta de si esto debilitará aquellos contrapesos generando incertidumbre sobre el futuro institucional.
Antes de conquistar la mayoría absoluta en el Congreso, y con una mayoría conservadora de 6-3 en la misma Corte Suprema de Justicia que le aseguró inmunidad presidencial, Trump había insinuado -con la ambigüedad discursiva típica de las nuevas derechas- que, tal vez, ya no haría falta volver a votar en Estados Unidos…
En su primera ráfaga de medidas -sobre inmigración, cambio climático, diversidad y género, indultos, guerras comerciales, derecho de nacimiento- pasó casi desapercibido el despido masivo de inspectores generales encargados de controlar la transparencia de las agencias federales del gobierno y que, según algunos miembros del Congreso, habría violado las leyes federales de supervisión.
Apenas un país -Colombia- desafió su medida más radical, la deportación masiva de inmigrantes, le declaró en el acto una guerra comercial, financiera y migratoria al estilo más imperial. “Trump ha dicho: ‘El sistema está completamente roto y voy a arreglarlo’. Por desgracia, Trump va a hacer que ese sistema roto sea aún peor. Pero ganó apoyo porque la gente sabe que el sistema está roto”, reflexionó el senador Bernie Sanders, emblema del ala “liberal” (izquierda) demócrata que ve en la concentración de riqueza y la falta de protección social las causas profundas del problema.
Después de los violentos episodios del 6-J en Washington, que asombraron al mundo, la sociedad y la política estadounidenses evidenciaron contar con reservas morales, intelectuales y comunitarias para sacar a relucir cuando la situación lo ameritara. Mientras, en paralelo, académicos prestigiosos del mundo entero ya estudian el sistema democrático global en tiempo pasado.
Aunque se asumiera que el sistema estadounidense está “roto”, este ofrece todavía sabias características y mecanismos de “check and balance” frente a iniciativas como poner al hombre más rico del mundo a conducir un organismo que tiene como misión reducir al Estado al mínimo posible.
Por ejemplo, el nuevo Secretario de Defensa, Pete Hegseth, sólo fue confirmado en el Senado gracias al voto de desempate del vicepresidente James D. Vance, porque tres republicanos se opusieron a su designación por sus antecedentes y falta de experiencia para el cargo. Es la segunda vez en la historia que un vicepresidente rompe un empate para un nombramiento en el gabinete presidencial. El primero fue Mike Pence en 2017.
Ello evidenció que tener una mayoría ajustada pero no automática ni calificada (dos tercios) de 53-47 en el Senado no le asegurará al presidente todo lo que pida. En la Cámara de Representantes, el oficialismo obtuvo -en las pasadas elecciones de noviembre- cinco bancas de ventaja (220-215). Las dos cámaras se renovarán dentro de dos años y todo puede cambiar.
En el caso de la Justicia, la Corte Suprema puede sellar durante largo tiempo su mayoría conservadora -ya revirtió la protección federal del derecho al aborto, por ejemplo- si Trump y los republicanos renuevan dos jueces por otros más jóvenes.
Sin embargo, los demócratas designaron al 60% de los jueces federales de distrito, que deciden el fondo de las cuestiones. Uno de ellos ya invalidó por inconstitucional la decisión de negarles la ciudadanía por nacimiento a hijos de inmigrantes.
Luego están los estados y las ciudades, a los que el sistema, verdaderamente federal, les otorga poderes de contrapeso frente a Washington. Así, 23 de los 50 estados siguen en manos demócrata y, sin la participación de sus gobiernos, llevar adelante los planes más radicales de la Casa Blanca como la deportación masiva de inmigrantes, será engorroso o directamente imposible en esos estados.
El año próximo, Estados Unidos celebrará dos siglos y medio de la independencia lograda en 1776. Lo hará con Donald Trump en la Casa Blanca y la tácita mirada de los próceres que la forjaron con un espíritu republicano de controles cruzados, todo lo opuesto a los “aires monárquicos” que sus críticos le atribuyen al presidente. Para entonces, estará más claro si el sistema sólo cruje, o está roto.
Por Jorge Argüello